24/11/2024 14:03
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A propósito del artículo titulado Camillo Sitte, por una arquitectura humanizada, publicado recientemente en El Correo de España, me reprochaba acremente un antiguo colega de estudios mi posición “reaccionaria” respecto a la arquitectura moderna. Consciente de las connotaciones negativas del término, se figura este individuo que la palabra “reaccionario” entraña una condena terrible e inapelable, teniendo el poder por sí sola, de desacreditar lo que sea y a quien sea de forma automática. Naturalmente. Así han sido educadas generaciones de españoles en nuestro “Estado del bienestar”: prolongando la infancia cómodamente sin leer un libro, narcotizadas y apesebradas en torno a la corrección política: receta infalible para tener razón siempre sin pensar nunca. Y claro, para qué va a argumentar nuestro perezoso tiranuelo, si ha aprendido unas pocas palabras mágicas que le permiten fulminar –como en un videojuego– a quien desee, sin mayor esfuerzo.

Para su desgracia, tendrá que buscar otra fórmula para neutralizar a los recalcitrantes que tenemos la manía de respaldar nuestras ideas con argumentos. Porque, desde luego, hay más razones que merecen señalarse para aclarar nuestras tesis “reaccionarias” sobre la arquitectura moderna a los vagos mentales.

Decíamos que las vanguardias del siglo XX incurrieron en notables contradicciones, y esa era la principal y no menor acusación contra ellas. Porque cabe recordar que la contradicción menoscaba la reputación, y la menoscaba más cuando la contradicción es mayor, más evidente y continuada en el tiempo. Quien defiende una cosa y hace otra es un farsante, y un farsante carece de autoridad. Por más que tantos se empeñen en convencernos de que la incoherencia no merma el prestigio y de que se puede decir una cosa y la contraria sin sufrir las consecuencias.

Señalamos en su momento la contradicción entre la instrucción académica de los líderes de las vanguardias del siglo XX y la minuciosa destrucción por éstas del legado y la memoria de sus predecesores. Y citábamos a Gropius, Le Corbusier o Mies van der Rohe, quienes tuvieron una sólida formación en las artes y oficios ligados a la construcción, y que trabajaron con Peter Behrens, educado a su vez bajo una estricta disciplina académica en el estudio y conocimiento de la herencia clásica.

Para justificar el sistemático ataque al pasado por parte de las vanguardias se ha alegado que es lógico y normal que el alumno suceda al maestro y que aquél se distinga de éste. Que a veces la distancia que los separa es muy grande, y que en ocasiones el hijo mata al padre. Evidentemente. No es una conducta ejemplar, pero sucede. Ahora bien, no se discute aquí la transición generacional, sino que, precisamente, la institucionalización de las vanguardias haya imposibilitado que se las discuta. De hecho, la misma posibilidad de disentir se ha neutralizado desde la raíz, adoctrinando a generaciones en la veneración del movimiento moderno; todos perfecta y homogéneamente alineados. ¿Cuántos arquitectos han osado en los últimos cincuenta años, u osarían hoy en día, denunciar la farsa de las vanguardias y todo su legado de patrañas?

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Lo cual nos lleva a cuestionar la sinceridad de las vanguardias al invocar la libertad para romper con la tradición. Pues si la consecuencia directa del triunfo del movimiento moderno ha sido la uniformidad total de los estudiantes de arquitectura, anclados a las doctrinas de sus progresistas maestros… ¿Qué libertad pregonaban? Más bien parece que aquella bandera de la libertad enarbolada frente a la rígida Academia sólo fue una coartada para justificar, de forma hipócrita, la impunidad de una nueva tiranía. Mucho más dañina, por cierto.

¿O no es contradictorio que quienes todavía defienden la modernidad por la “ruptura de los moldes establecidos”, en aras de la “libertad creativa” y otros topicazos, impidan por su parte cuestionar a los popes de la modernidad? ¿O que aquéllos que apelaron al conocimiento del pasado para reivindicar la legitimidad de su rebeldía frente a las Academias, no alienten ya más en sus discípulos el estudio de las fuentes clásicas? Ni de aquéllos que les precedieron apenas unos años antes. Y nos referimos, claro está, al intensivo borrado de cualquier referencia a los arquitectos –no anglosajones– del siglo XIX: desde los neoclásicos a los eclécticos modernistas. ¿O alguien se atreverá a negar que durante las últimos setenta años se ha ignorado por sistema a los arquitectos neoclásicos Giannantonio Selva (1751-1819), Leopoldo Pollack (1751-1806), Luigi Cagnola (1762-1843), Pietro Nobile (1774-1854), Carlo Rossi (1775-1849), Friedrich Schinkel (1781-1841), o Theophil von Hansen (1813-1891)? “Tuve que luchar conmigo mismo para alejarme del clasicismo de Schinkel”[1], llegó a reconocer Mies van der Rohe en una entrevista al final de su vida.

Pero nos referimos también al metódico olvido de los arquitectos europeos responsables de los parlamentos, óperas, teatros, hoteles, edificios de bolsa y museos de Europa y América en el siglo XIX: los arquitectos austriacos de la gran Viena mencionados en el artículo anterior, los alemanes Friedrich August Stüler (1800-1865), Gottfried Semper (1803-1879), Franz Heinrich Schwechten (1841-1924), Friedrich von Schmidt (1825-1891) o Ludwig Hoffmann (1852-1932); los italianos Francesco Tamburini (1846-1890), Gaetano Koch (1849-1910), Luigi Broggi (1851-1926), Luca Beltrami (1854-1933), Cesare Bazzani (1873-1939) o Ulisse Stacchini (1871-1947); el checo Josef Schulz (1840-1917); los húngaros Imre Steindl (1839-1902) y Ödön Lechner (1845-1914), etcétera, etcétera.

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Por no hablar de los arquitectos españoles: Fernando Arbós (1840-1916), Ricardo Velázquez Bosco (1843-1923), Juan Bautista Lázaro (1849-1919) o Manuel Aníbal Álvarez (1850-1930), entre otros. Si acaso en los últimos tiempos se ha recordado y dado a conocer un poco más al gran Antonio Palacios (1874-1945).

Por último, otra de las contradicciones del movimiento moderno es su repudio del romanticismo decimonónico desde la atalaya del “racionalismo” o del “funcionalismo”; conceptos que tan a menudo traicionan toda razón y utilidad. Sin embargo,  la misma idea de “genio”, tan querida por las vanguardias, es esencialmente romántica. La constante reivindicación de ser originales, el empeño por subrayar su singularidad a toda costa, ¿acaso no reprodujeron una y otra vez el mito romántico del “genio”? Como si Le Corbusier, Mies y otros divos no hubiesen cultivado esa imagen “genial” en sus gestos, ademanes y vestimenta. ¿O es que no alimentaron en sus discípulos la idea de que el éxito estaba indisociablemente ligado a ciertos signos excéntricos?

Donde no hay contradicción ninguna es en el legado de las vanguardias arquitectónicas: Uniforme, inhumano y ridículo en demasiados casos. Ya lo decía el arquitecto Giuseppe Terragni: “Las experiencias futuristas y las primeras cubistas, aun habiendo aportado alguna ventaja, han escaldado al público y desilusionado a quienes esperaban de ellas un gran resultado. Y nos parecen ya tan lejos: particularmente la primera, con aquella actitud de sistemática destrucción del pasado, de sello aún tan romántico”. […] “La prerrogativa de las vanguardias que nos precedieron era un ímpetu artificioso, una vana furia destructora, que confundía lo bueno y lo malo”[2].

El próximo día nos detendremos con más detalle en el nefasto legado del “movimiento moderno” y, desde luego, no faltarán ejemplos.

 

[1] Mies Speaks”, 1966, en The Architectural Review, 1968). P. 92

[2] Manifiesto I del Grupo Sette, titulado “Arquitectura”, publicado en la revista Rassegna Italiana, diciembre de 1926.

Autor

Santiago Prieto
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