09/05/2024 17:43
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Bien sabemos que el siglo XIX es un período poco conocido y apreciado por los españoles. Y si atendemos al oscuro balance que suele hacerse de la centuria, hasta podemos entenderlo; al fin y al cabo, para muchos, ésta se resume en una serie de hitos muy negativos: empezando por la invasión francesa, continuando con las guerras de independencia americanas, las guerras carlistas y, finalmente, la pérdida de Cuba y Filipinas.

Sin embargo, aunque es evidente que las guerras civiles debilitaron la Nación, y la pérdida del Imperio supuso un duro golpe para el orgullo nacional, nuestros fracasos en el terreno político no han sido la única razón de la extendida percepción desfavorable del siglo XIX. Y es que, desde una perspectiva europea, la condena retroactiva –tras la II GM– de todo el período anterior como inductor y responsable de las dos Guerras Mundiales continúa mancillando la era de mayor esplendor del viejo continente.

De modo que, como una pescadilla que se muerde la cola, el siglo XIX se detesta en su conjunto porque no se conoce bien, y no se conoce mejor porque, a priori, produce rechazo.

Con todo, pese a las sombras tendidas sobre aquel período, los logros alcanzados por la Europa decimonónica en los campos de la Ciencia, las Artes y las Letras no pueden negarse. E incluso asumiendo íntegramente el relato de los vencedores en la II GM, convendremos en que resulta injusto prejuzgar, condenar y olvidar a toda una generación de científicos, artistas y literatos por razones ajenas a sus méritos en sus respectivos campos.

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Dicho esto, debe entenderse, pues, que la reivindicación del arte del siglo XIX no es fruto de una querencia caprichosa; por el mero deseo de expresar una opinión, o por la vanidad de situar el propio “gusto” por encima de otros; sino que se trata de corregir un error y una injusticia, poniendo de manifiesto una realidad tenazmente ocultada. Y si pensamos que ningún factor externo debería ocultar la brillante labor de un artista virtuoso, tampoco admitimos que se niegue el valor que merecen los muchos españoles que dieron lustre a las distintas ramas del arte.

Ahora bien, conscientes de los tiempos que corren, parece necesario recordar cuáles son las razones que hacen especialmente valioso el arte europeo –en general– y español –en particular– de este período. Recuperando, en primer lugar, elementos de juicio objetivos, necesarios para evaluar la calidad de un artista; por ejemplo, analizando aspectos relacionados directamente con su formación, como el conocimiento de los oficios, el estudio y documentación de los temas tratados, el dominio de las técnicas y materiales, la destreza manual o la pericia compositiva. Ya que todos esos factores convergen en la factura de una obra de arte.

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Por otra parte, debemos considerar el número y calidad de los considerados segundos y terceros “espadas”, que son quienes dan la verdadera medida del período. Pues si durante nuestros Siglos de Oro sobresalieron figuras literarias como Jorge Manrique, Juan de Mena, el marqués de Santillana, Garcilaso, Nebrija, Lope, Cervantes, Quevedo, Calderón, Góngora, Gracián o Tirso; y en el terreno de la pintura brillaron singularmente Velázquez, Cano, Zurbarán, Murillo, Ribera o Coello… Si en la escultura sobresalieron los nombres de Bartolomé Ordóñez, Diego de Siloé, Alonso Berruguete, Gregorio Fernández, Pedro y Luisa Roldán, o Martínez Montañés; para entender y juzgar correctamente aquella época debemos reparar en la talla de los que, por comparación con los más grandes, quedaron en un segundo plano o se tienen por “menores”; véase, por ejemplo, Benito Arias Montano, Fernán Pérez de la Oliva, Mateo Alemán, los hermanos Valdés, Juan Timoneda, Vélez de Guevara, Mira de Amescua, Carreño de Miranda, Martínez del Mazo, Juan Bautista Monegro, Juan de Mesa, Manuel Pereira y tantos otros de los que pocos se acuerdan, pero que, sin duda, sobresalieron en sus respectivos campos.

Igualmente, la auténtica medida del nivel de las artes españolas en el siglo XIX nos la proporciona la magnífica pléyade de artistas que acompañaron a los más conocidos. Pues si en el arte de la pintura reconocemos talentos de primer orden como Goya, Casado del Alisal, Francisco Pradilla, Sorolla, Fortuny, Federico y Raimundo Madrazo, José Garnelo y Alda, José Moreno Carbonero, Carlos de Haes, Jenaro Pérez Villaamil, Casto Plasencia, Eduardo Rosales, José Jiménez Aranda, Santiago Rusiñol, Ramón Casas, Ignacio Pinazo, Marceliano Santa María, Enrique Martínez Cubells, Manuel Benedito o Fernando Álvarez de Sotomayor; en el campo de la escultura figuran maestros como José Álvarez Cubero, Ponciano Ponzano, Sabino Medina, José Piquer, Andrés Rodríguez, Mariano Benlliure, Aniceto Marinas, José Alcoverro, Jerónimo Suñol, Agustín Querol, Eduardo Barrón, Venancio y Agapito Vallmitjana, José Llimona, Pere Carbonell o Miguel Blay. Rodeados, a su vez, por otros artistas, quizá menos conocidos, pero, igualmente, dignos de mención; como, en el campo de la pintura, Martín Rico, Alejandro Ferrant, José García Ramos, Enrique Simonet, José Villegas, Ulpiano Checa, Anselmo Guinea, José Gallegos, Mariano Barbasán, Rafael Senet, Baldomero Galofre, Gonzalo Bilbao, Antonio Fabrés, Jaime Morera, Ramón Tusquets, Lorenzo Vallés, Serafín Avendaño, Ricardo Villodas o Vicente García de Paredes, entre otros. Y, así mismo, en el terreno escultórico, podemos destacar un buen número de “anónimos” magníficos: José Vilches, Elías Martín, Antonio Susillo, Mateo Inurria, Arturo Mélida, Joaquín Bilbao, Miguel Ángel Trilles, José Grajera, Manuel Oms, Medardo Sanmartí, Rosendo Nobas, José Reynés, Felipe Moratilla, Francisco Javier Escudero, Antonio Parera, José Montserrat, Eduardo Alentorn, Torcuato Tasso Nadal, Vicente Bañuls…

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Asumiendo la injusticia de no citarlos a todos; mencionando apenas los nombres de grandísimos literatos como Espronceda, Larra, Bécquer, Echegaray, Galdós, Pardo Bazán, José María Pereda, Benavente, Clarín, Juan Valera, Menéndez Pelayo, Mesonero Romanos, Unamuno, Baroja o Valle Inclán. Sin detenernos en músicos extraordinarios como Sarasate, Gayarre, Chapí, Albéniz, Granados, Turina o Falla; y sin entrar en el maravilloso mundo de las artes industriales o aplicadas, –mal llamadas menores– y sus grandes artífices[1].

Porque el desarrollo europeo en el siglo XIX implicó el auge y expansión de la burguesía; la celebración de grandes exposiciones universales de las artes e industrias; la edad de oro de las fundiciones artísticas, estrechamente vinculadas al embellecimiento de plazas, paseos, parques y jardines con hermosos monumentos; la era del coleccionismo; de la colaboración de la industria y las bellas artes en la producción de mobiliario, vidrieras, piezas de cerámica, porcelanas o lámparas; de la estrecha relación entre las distintas artes para decorar palacios, parlamentos, ministerios, grandes teatros, bancos, hoteles, casinos, museos, bibliotecas o estaciones de ferrocarril.

 

Una época en que Roma reunía a artistas de toda Europa para formarse en el conocimiento directo de las fuentes clásicas, aprendiendo de los maestros renacentistas y barrocos; donde la Academia española en la capital del Lacio reunía una nutrida colonia de artistas, premiados no sólo por la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, sino también por otras academias españolas y por las Diputaciones Provinciales.

Así, puede apreciarse con facilidad que no todo fue zozobra y decadencia en el siglo XIX. Que el oscurecimiento de esta época es fruto de de la malicia y de la desidia; resultado de un relato falso propagado intencionadamente durante décadas, al que ha contribuido decisivamente la corrupción de las instituciones políticas y educativas; y que en estas y no otras causas, residen los verdaderos motivos por los que se tiende a ignorar todo lo que a ella concierne.

[1] Véase la saga de los Zuloaga: Plácido (orfebre), Daniel (ceramista), Ignacio (pintor).

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