17/05/2024 04:46
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Esta es la tercera parte del repaso al libro Etiquetas, de Evelyn Waugh. Las partes anteriores están aquí.

 

Nápoles.

Varias damas inglesas desembarcaron juntas, con libros de oraciones en las manos, en busca de la iglesia protestante. Más tarde se quejaron del cochero, que las engañó de la manera más indignante al seguir un camino indirecto y cobrarles ochenta y cinco liras. También les propuso que en vez de ir a maitines visitaran unos bailes pompeyanos. También a mí me vinieron con una proposición similar.

Esta estampa de Nápoles no tiene precio:

La admirable frase del Baedeker, «siempre excesivo y a menudo abusivo», tal vez sea aplicable más adecuadamente a los napolitanos que a cualquier otra raza. Cuando regresé, al cabo de mes y medio, me había acostumbrado a la depredación y la descortesía, y pude visitar los lugares que deseaba con un estado de ánimo bastante sereno. Durante aquellos primeros días húmedos en Nápoles estuve muy cerca de esa obsesión debida al pánico y la manía persecutoria que amenaza a todos los viajeros inexpertos. Rechacé los servicios de los guías oficiales con una brusquedad excesiva, solo para caer víctima de pregoneros analfabetos que iban a mi lado exhalando vaharadas de ajo y me explicaban la arquitectura en un torrente de inglés ininteligible o intentaban venderme bandejas repletas de recuerdos. Después de la primera mañana vi que empezaba a tener esa expresión obsesiva que había visto con frecuencia en los ojos de los turistas.

Puro color local:

Chiquillos de piernas largas y morenas jugaban a las bochas con naranjas sobre la lava húmeda. Las niñas, por orden de los curas, llevaban unas medias gruesas y sucias. Sábanas y prendas de vestir colgaban de las ventanas en cuanto dejaba de llover. Los callejones desiguales se convertían en escaleras entre altas casas de pisos. Los olores eran variados e intensos, pero no del todo desagradables. Había hornacinas de santos en la mayor parte de las esquinas, adornadas con ramos de flores artificiales. En oscuros talleres se practicaban oficios rudimentarios. Las mujeres chismorreaban y reprendían en las puertas, ventanas e innumerables balcones. No me avergüenza haber disfrutado de ese paseo.

Una motora repleta de funcionarios del puerto, inspectores de cuarentena y de pasaportes, etcétera, vino a nuestro encuentro. La mayoría de ellos vestían uniformes muy elegantes, con capas, espadas y sombreros de tres picos.

 

Los típicos juegos tontos abordo del barco:

A cada uno de nosotros nos pusieron al frente de un juego, y era responsable de buscar a los competidores y presentarlos a sus parejas y adversarios en las pruebas clasificatorias. De esta manera todos los pasajeros se conocieron y pudieron comprobar sus anteriores especulaciones acerca de los orígenes e inclinaciones de sus compañeros de viaje. Era interesante observar que mientras los ingleses, en conjunto, se entregaban con entusiasmo a la actividad de organizar, puntuar y arbitrar, en el trato que daban a los mismos juegos solían mostrar claramente indiferencia y frivolidad. En cambio los representantes de otras nacionalidades, y en especial los escandinavos, se dedicaban con toda su energía a la causa de la victoria.

La siguiente parada es Tierra Santa:

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Llegamos a Haifa durante la noche, tras la segunda jornada deportiva. Era un pequeño puerto de aspecto más bien mediocre, levantado a finales del siglo XIX en la orilla meridional de la bahía de Acre, al pie del monte Carmelo.

Un tipo más que curioso:

Solo sonreía en las curvas o cuando, al cruzar un pueblo, algún chiquillo, cuya madre chillaba alarmada, pasaba corriendo por delante de nosotros. Entonces pisaba el acelerador y se inclinaba adelante con ansiedad. Cuando el niño nos esquivaba, el conductor emitía entre dientes un ligero silbido de decepción y reanudaba su triste pero cortés retahíla de anécdotas. Me dijo que no tenía creencias religiosas ni hogar ni nacionalidad, que era un huérfano criado en Nueva York por el Near East Relief Fund. No lo sabía con seguridad, pero suponía que sus padres habían sido asesinados por los turcos. Le gustaba Estados Unidos, donde había muchos ricos. Después de la guerra había intentado conseguir la nacionalidad norteamericana, pero se la habían denegado. Tenía cierto problema muy serio acerca de unos «papeles». No acabé de entender de qué se trataba. Le habían enviado como colono a Palestina, un lugar que no le gustaba porque allí había muy pocos ricos. Odiaba a los judíos porque eran los más pobres de todos, así que se había hecho mahometano.

Había estado una vez en Londres y dijo que era una buena ciudad, llena de ricos. Y París también era un buen sitio, con abundancia de ricos. A la pregunta de si le gustaba su trabajo actual, respondió preguntando a su vez: ¿qué otra cosa se podía hacer en un lugar hediondo como Tierra Santa? Su ambición inmediata era conseguir empleo como camarero en un barco, no un barquito apestoso, sino uno lleno de ricos, como el Stella Polaris. Aquel hombre me gustaba.

El obligado turismo religioso y un monje que les escandaliza con su excepticismo:

Fuimos a Caná de Galilea, donde una chiquilla vendía tinajas de vino, las auténticas utilizadas en el milagro. Si eran demasiado grandes, tenía otras más pequeñas en el interior.

Nos enseñaron el lugar de la Anunciación y el taller de José. Ambos lugares eran cuevas. Un alegre monje irlandés de barba rojiza nos abrió las puertas. Era tan escéptico como nosotros acerca de las inclinaciones troglodíticas de la Sagrada Familia. La actitud de mis compañeros de viaje, a quienes irritó la actitud de aquel juicioso eclesiástico, fue interesante. Habían esperado encontrarse con alguien muy supersticioso, crédulo y medieval, a quien pudieran ridiculizar discretamente. Pero resultó que todas las risas estuvieron del lado de la Iglesia. Éramos nosotros, que habíamos recorrido treinta y ocho kilómetros y depositado nuestro óbolo en el cepillo, quienes causábamos con nuestra superstición el amable regocijo del monje.

En el exterior de la iglesia tenía lugar un vigoroso comercio basado en unos pisapapeles de madera de olivo. Los chiquillos se arrojaban a nuestros pies y empezaban a limpiarnos los zapatos. Una monja vendía pequeños tapetes de encaje. Una anciana quería darnos la buenaventura. Nos abrimos paso bregando entre esos nazarenos y regresamos a los coches. Nuestro conductor estaba fumando a solas y comentó que los demás conductores eran unos necios ignorantes y que él no iba a desperdiciar el tiempo hablando con ellos. Miró con una expresión burlona los recuerdos que habíamos comprado.

Regresamos a Haifa y, atravesando la ciudad, fuimos al monasterio en el monte Carmelo. Este tiene poco que mostrar con algún interés arquitectónico, pues se ha visto sometido a sucesivas demoliciones y expoliaciones desde su fundación. Durante las guerras napoleónicas, el gobernador británico de Acre se llevó todos sus tesoros y en 1915 los turcos lo usaron como hospital. Contiene algunos frescos horrorosos que representan la historia de la orden, realizados por uno de los hermanos actuales. Sin embargo, la cueva sobre la que el monasterio se levanta, conocida como Cueva de Elías, es un lugar de santidad peculiar al que reverencian por igual judíos, mahometanos y cristianos.

Hay una semana determinada del año en la que los árabes llevan a sus hijos al Carmelo y los monjes los bendicen y llevan a cabo la ceremonia de afeitarles las cabezas. Durante esa semana toda la ladera del monte se convierte en un campamento. Los árabes traen presentes de aceite, incienso y velas, y los monjes no hacen el menor intento de convertirlos al cristianismo. Se van como han venido, con camellos, caballos y numerosas esposas, mahometanos de la cabeza a los pies. (Se podría escribir un libro interesante sobre este tema. Me han dicho que en el Sinaí hay una mezquita en el claustro del monasterio y el sacerdote mahometano toca a diario la campana que convoca a misa). Un monje inglés, con la dicción y el tono de voz de un archidiácono, nos mostró el monasterio. En el claustro había un puesto de postales a cargo de un monje que intentó sisarme con el cambio.

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Colaboraciones de Carlos Andrés
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Aliena

Estos frescos turísticos retratan siempre más al narrador que a las personas a las que ve – o examina con lupa, en plan entomólogo – o los lugares que visita. Curioso que el mismo autor escribiese la obra sobre aquélla que inventó el turismo religioso, «Helena», ( personajes hay que lo tomaron por oficio, como la peregrina de Talavera de «Los trabajos de Persiles y Sigismunda», que era «tan peregrina, que iba sola» ). Me sorprendió al principio la referencia al juego de «bochas», pero, por fin, recordé a la Chispa de «El alcalde de Zalamea»: «Pues habla el Capitán con Rebolledo, hoy de aquella manera, desde hoy me llamarán la Bolichera.»

Carlos Andres

Eso sucede siempre en alguna medida. En cuánta medida es discutible.

A mi me gusta tanto o más leer las impresiones que causan los viajes a gente con sensibilidad y buena pluma cuanto viajar. Por ejemplo en este caso.

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