07/05/2024 17:00

Para el capitalista era útil como origen de su riqueza; para el escritor, como las piedras de su monumento; para el hombre culto, como una magnitud que lo acercaba al conocimiento de la verdad; para el lector, como un objeto para ejercitar en él sus buenos sentimientos”1.

Así hacía reflexionar el ruso Leónidas Andréiev a su protagonista Serguéi Petrovich en el breve relato donde nos cuenta su historia. Un texto cuyo protagonista es un pobre desgraciado incapaz de sobreponerse a sus debilidades y que, en línea con otras grandes obras de la literatura rusa del siglo XIX –Gógol, Diario de un loco (1835); Turguénev, Diario de un hombre superfluo (1850); Goncharov, Oblómov (1859); Dostoyevski, Memorias del subsuelo (1864); o Tolstoi, La muerte de Iván Ilych (1886) –, se ve abocado a un destino tan inexorable como trágico. Porque Andréiev nos presenta la fatal toma de conciencia de un hombre vulgar, sin talento, pero no tan estúpido como para dejar de advertirlo: “Era útil para el comercio a título de ese anónimo alguien que compra calzado, azúcar, petróleo y, como parte de la masa, sirve a los poderosos de la tierra; era útil para la Estadística y la Historia, a título de esa anónima unidad que nace y muere […]”2.

Sin duda, una visión elocuente, cruda y fatalista sobre la “utilidad” material de un hombre mediocre: “Mas no tardó en irritarlo la conciencia de que no podía dar un paso para no serle útil a alguien, ya que su utilidad era algo independiente de su voluntad. Y entonces descubrió otra utilidad en sí mismo, y en esa utilidad era la más ofensiva de todas, obligándole a ponerse colorado de vergüenza y dolor. Era la utilidad del cadáver, en el que se estudian las leyes de la vida y de la muerte, o del ilota al que se le emborracha para que otros vean en él lo feo que es el vicio de la bebida. A veces, por la noche, en ese período de relajación espiritual, Serguéi Petrovich imaginábase los libros que escribían sobre él o sobre otros a él parecidos. Veía con toda claridad las páginas impresas, muchas páginas impresas, y en ellas su nombre. Veía a los individuos que escribían esos libros y en él, en Serguéi Petrovich, encontraban para ellos riqueza, dicha y gloria. Contaban los unos que era un ser lamentable, para todo útil y para todo necesario; no se reían ni burlaban de él, nada de eso, sino que se afanaban en describir su dolor en unos términos lastimeros, para que la gente llorase, y también sus alegrías, para hacerla reír. Con el ingenuo egoísmo de los seres ahítos y fuertes, que hablan con otros igualmente fuertes, hacen todo lo posible por demostrar que en individuos de la clase de Serguéi Petrovich hay algo de humano, con energía y calor demuestran que les duele cuando les pegan y gozan cuando acarician. Y si los escritores tienen talento y logran demostrar lo que pretenden, se les erigen monumentos sobre pedestales que parecen de granito, pero que en realidad están formados de innumerables Serguéis Petroviches. Los hay también que se compadecen de Serguéi Petrovich, pero que hablan de él siguiendo a sus predecesores y afanosamente investigan de dónde vienen individuos así y dónde pasaron su infancia, y dicen lo que hay que hacer para que en adelante no se den esos tipos”3.

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En definitiva, una perspectiva tan pesimista como certera que, por su indiscutible vigencia, obliga a plantearse hasta qué punto es novedoso el llamado “globalismo”… y la curiosa convergencia del liberalismo capitalista y del socialismo en la consideración materialista del ser humano como un simple átomo sustituible en el engranaje productivo. No en vano, tal convergencia explica una iniciativa política como el “ingreso mínimo vital”, y, así mismo, despeja cualquier duda acerca de la concepción antropológica criminal que subyace tras ella.

Porque, si bien, como afirmó otro escritor ruso, Piotr Kropotkin, “todo movimiento entre las clases cultas en favor de las pobres se inicia con la idealización de estas últimas”4, de lo que no cabe duda es que, aun partiendo de la premisa de que tal idealización haya sido sincera en algún momento, nunca ha durado mucho. No en vano, si tuviéramos que citar un factor común compartido por muchos de quienes antes o después han predicado la revolución, ese no es otro que su elevada extracción social y su absoluto desprecio por aquéllos menos favorecidos que decían defender. Véase Babeouf, Marx o Lenin, o, por poner un caso reciente y muy conocido, Pablo Iglesias Turrión, quien, en un arranque de vanidad e imprudencia, se ufanaba públicamente de haberse enfrentado en una reyerta a “un grupo de lúmpenes, gentuza de clase mucho más baja que la nuestra”5.

Nada de lo que sorprenderse, por descontado, a estas alturas de la película, pero que obliga a reparar en las consecuencias del aludido desdén por esos individuos “de segunda”… empezando por el enorme y creciente número de suicidios en nuestro país6. Y es que, si las cifras son preocupantes, más grave resulta la absoluta indiferencia ante este problema de los partidos del actual turnismo y su clientela; desde los medios de comunicación que lo silencian, hasta aquéllos que se dicen “comprometidos” pero que sólo se comprometen con lo que dicta el Partido y cuando éste lo ordena. Valga subrayar en este sentido, a propósito de las causas por las que se moviliza al personal, que el número de suicidios en España ronda los 4.000 anuales y que, pese a que la mayoría de suicidados son hombres –el 75%–, no dejan de morir 1.000 mujeres al año por dicha causa. Y, “misteriosamente”, no vemos a las feministas manifestarse por ellas.

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Aunque, ¿a qué escandalizarse? ¿Acaso no se ejecutan 100.000 abortos al año? ¿Es que en España no se promueve abiertamente la eutanasia? ¿O no se incentiva a las mafias que trafican con personas? ¿Es que no se favorece el narcotráfico maniatando a quienes lo combaten? ¿O acaso no se pone en peligro la salud pública todos los días regalando tratamientos pre y post exposición al VIH por prácticas sexuales de riesgo?

Pues eso. Para los “adalides de la libertad, de la democracia y del progreso” el individuo vale lo que diga el Partido que vale, y para los “defensores del mercado”, según sea su consumo. O, dicho de otro modo, para la hidra bicéfala liberal-socialista el valor de las personas se mide por su docilidad y obediencia.

Santiago Prieto Pérez 06-04-2024

1 Leónidas Andréiev, Historia de Serguéi Petrovich, 1906, La Hora XXV, nº 76, p. 30.

2 Id. p.28.

3 Id. pp. 28-30.

4 La literatura rusa. Los ideales y la realidad, (1905), Editorial La linterna sorda, Madrid, 2017, p.295.

5 Comentario clasista a más no poder relatado por su autor en una conferencia en 2014. Véase el vídeo: https://www.youtube.com/watch?v=oAUy_odxuZk

6 Analícense los datos estadísticos de suicidios entre 2005 y 2022 proporcionados por Statista en 2024: https://es.statista.com/estadisticas/819819/muertes-por-suicidio-y-lesiones-autoinfligidas-por-grupos-de-edad-en-espana/

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«para la hidra bicéfala liberal-socialista el valor de las personas se mide por su docilidad y obediencia’. ASi es.

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