07/05/2024 02:38
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Unas declaraciones recientes de Juan Luis Cebrián, acusando a Pedro Sánchez de dividir a los españoles, más que nadie, con la Ley de la Memoria Democrática, así como su participación en el manifiesto firmado por doscientas cincuenta personalidades, entre quienes figuran políticos,  juristas e intelectuales, haciendo un llamado al Presidente del Gobierno por haber roto el pacto de concordia sellado en la Transición, me ha traído a la memoria un debate que en otoño de 1.981 emitió la primera cadena de televisión española, cuando todavía no se habían apagado los ecos del 23 F, donde se vieron las caras los entonces directores de El Alcázar, Antonio Izquierdo, y El País, el susodicho Juan Luis Cebrián.
En el transcurso del programa, que estuvo moderado por el periodista catalán Joaquín María Puyal, el director del órgano de la Confederación Nacional de Ex Combatientes, puso la lupa sobre el contexto en que se produjo el golpe: el hundimiento de la economía y los salvajes atentados de Eta.
Sin ir más lejos, el 6 de febrero, poco antes de que Tejero, pistola en mano, irrumpiera en el Congreso, la banda terrorista, tras una macabra cuenta atrás,  asesinó al ingeniero de la central nuclear de Lemóniz, José María Ryan, cuyo cadáver apareció tendido en la cuneta de un camino forestal con un tiro en la cabeza, sólo dos días después de que la izquierda abertzale boicoteara el discurso del Rey en la Casa de Juntas de Guernica entonando el eusko gudariak con el puño en alto.
Por su parte, Cebrián, además de esgrimir que el hipotético triunfo del golpe hubiera significado que se parase el reloj de la Historia de España, insinuó que los artículos publicados en El Alcázar, firmados por el colectivo «Almendros», estaban implicados en la trama golpista, y remachó una de sus intervenciones pronunciando unas palabras que se me quedaron grabadas:
   – En la España de El País, cabe El Alcázar, mientras que en la España de El Alcázar, no cabe El País.
Era otro modo de expresar la célebre frase que Evelin Beatriz Hall atribuyó a François-Marie Arouet en «Los amigos de Voltaire»: «Desapruebo lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo».
La tolerancia es la caridad de la inteligencia…
Yo entonces era un joven estudiante de Derecho que asistía por las mañanas en autobús a la Complutense, y los fines de semana repartía el tiempo libre, entre los cines Alphaville, viendo películas de Arte y Ensayo en versión original subtitulada -Éric Rhomer, Wim Wenders, Robert Altman y cosas así-, y El Sol, la sala escondida en el subsuelo de la calle Jardines donde me sumergía las noches de los sábados tras quedar con los amigos de la Facultad en la cervecería Santa Bárbara y saciar nuestra sed juvenil recorriendo los abrevaderos de Alonso Martínez.
Descender por la escalera de caracol de ese sótano, en cuyos espejos poliédricos se reflejaban las diferentes especies que poblaban la capital, era lo mismo que adentrarse en las tripas de la Movida.
Mods, rockeros, punkis, aristócratas, conformaban un totum revolutum que cohabitaba en perfecta armonía, como si el respeto fuera la seña de identidad del bullicioso local que parecía una metáfora palpitante de la Transición.
El lema del Mayo del 68, «prohibido prohibir», había calado hasta el tuétano de esa sociedad pujante, dinámica y creativa.
Eran los años de la Movida, sí, y también del destape, que se colaba por cualquier rendija.
El alcalde de Madrid, Tierno Galván, tuvo que reconvenir a la atrevida Susana Estrada en la entrega de los premios anuales del extinto diario Pueblo cuando dejó asomar un seno por la abertura de su blusa de seda.
   -Cúbrase, por favor, señorita -le dijo el viejo profesor azorado a la vedette mirándola de soslayo-. Se va a constipar.
Fraga, un ministro de Franco, presentó a su bestia negra, Santiago Carrillo, en el club siglo XXl.
Al parecer se trató de una sugerencia del Rey para escenificar la reconciliación de los españoles.
Y el Guernica, después de muchos años, llegó a casa.
   – ¡Vuelve el último exiliado! -se ufanaba el entonces ministro de Cultura de Ucd, Iñigo Cavero Lataillade.
En esas estábamos, o sea, en una España en la que cabíamos todos.
Casi veinte años después, el verano de 2.000, con ocasión de la publicación de su novela «La agonía del dragón» ambientada en el Tardofranquismo, escribí a Juan Luis Cebrián.
En un pasaje del libro, recrea una conversación que, siendo él subdirector de Informaciones, mantuvo con mi padre, Juan José Espinosa San Martín, por aquel entonces Ministro de Hacienda, nada más estallar el caso Matesa.
La escena transcurre durante el mes de agosto del 69 en las Casas de los Oficios, sitas en el paseo de Floridablanca, frente a la lonja del monasterio de El Escorial, donde nosotros pasábamos los veranos con otras familias del régimen: los Carrero Blanco, los Muñoz Grandes, los Lora Tamayo…
Un privilegio exclusivo de los ministros de Franco.
Uno entonces era un niño e ignoraba que el hombre de las cejas pobladas que leía la prensa sentado en un banco del patio a la sombra de un pinsapo era el todopoderoso Vicepresidente del Gobierno, Luis Carrero Blanco.
Aunque no nos conocíamos, Cebrián me contestó gentílmente e intercambiamos algunas misivas.
Su padre, Vicente Cebrián Carabias -que fue director de Arriba y de la agencia del Movimiento, Pyresa- y el mío, habían sido compañeros en El Pilar.
Además, mi progenitor ejerció de testigo en la primera boda de «Janli», como lo conocen sus allegados, en junio del 66, cuando él era un jovencísimo redactor jefe de Pueblo, aquel vespertino dirigido por el recordado Emilio Romero que creo escuela.
Aunque a Cebrián el periodismo le corría por las venas probablemente ninguno de los invitados que aquella calurosa tarde de verano se dieron cita bajo la cúpula del Palace sospechaba entonces que ese veinteañero de rostro aniñado acabaría convirtiéndose en el periodista más influyente de la Transición, académico de la Lengua y miembro del exclusivo Club Bilderberg.
Por eso, su reciente voz de alarma -al igual que la de Alfonso Guerra, Joaquín Leguina o Ramón Tamames-, ante la peligrosa deriva emprendida por Pedro Sánchez, para complacer a sus socios y aliados, no puede caer en saco roto.
A mediados de los ochenta, la sociedad española había mutado considerablemente.
Y yo, que no era ajeno a tales cambios, sin pasar por la vicaria ni por el juzgado, me fui a vivir a una corrala de Lavapiés con una mujer, lo que en mi familia originó un gran revuelo. Mis padres eran supernumerarios del Opus Dei y mis dos hermanos mayores sacerdotes.
Como mi madre -era previsible-, no bendijo la relación, entonces yo, parafraseando las palabras de Cebrián, un día le dije:
   – En el mundo de Nuria -así se llamaba aquella chica con la que entonces compartía mi vida- cabes tú, mientras que en el tuyo, no cabe ella.
Y mi madre acabó recapacitando…
«Hace tiempo he renunciado a convencer a nadie de nada. Es una falta de respeto. Me conformo con que me dejen expresar lo que siento».
Esas palabras de José Saramago pertenecen a la carta que el Nobel de Literatura escribió a su mujer, Pilar del Río, poco antes de morir.
Y bien podrían reflejar el espíritu de tolerancia que presidió la Transición.
Tal vez sólo sea que la pátina del tiempo embellece los recuerdos, pero uno no puede dejar de sentir cierta nostalgia de esa época en la que en España se respiraba el aire puro y fresco de la libertad y el presente era demasiado apasionante como para mirar hacia atrás con ira.
Lo mismo que en El Sol, la icónica sala de la Movida madrileña, paradigma del respeto, inaugurada en 1.979 con un concierto de Nacha Pop, donde el malogrado Antonio Vega interpretó con su voz rasposa y un halo de melancolía «La chica de ayer».
Miguel Espinosa García de Oteyza.
Escritor.
Miguel Espinosa García de Oteyza descubrió la literatura cuando era  niño con un poema de Federico García Lorca, de cuya hermana, Isabel, fue vecino en Madrid, en casa de sus padres.
Hijo de Juan José Espinosa San Martín, Ministro de Hacienda de Franco (1965 -1969); sobrino de Antonio Espinosa San Martín, el diplomático que se apoderó de los diarios de Azaña en el consulado de Ginebra durante la Guerrra Civil; sobrino nieto de Luis de Oteyza, el audaz periodista republicano que siendo director de La Libertad entrevistó al caudillo rifeño Abd el-krim; primo hermano del sabio y heterodoxo filósofo Antonio Escohotado, Miguel es
licenciado en derecho por la Universidad Complutense y ha desarrollado su actividad profesional en la bolsa, la banca y la empresa.
Autor de tres libros, el más reciente, «Mi tío robó los diarios de Azaña y otras historias familiares», actualmente reside en un pueblo de la costa dorada.

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Proby

¿»El aire puro y fresco de la libertad»…? Pero oigan, ¿esto qué es? ¿»ÑTV», «El País», «ABC», «El Mundo» o «La Razón»? La transición fue un INFIERNO. Y en la época de Franco sí que se vivía en libertad. Juan Luis Cebrián es un chaquetero y un mierda.

Proby

No hay que andarse con delicadezas. Al pan, pan y al vino, vino.

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