27/04/2024 21:00
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Nota: Les presentamos un relato de ficción, hecho con todo el respeto en el que el autor recrea el hecho hipotético de que se hubiese fusrtrado el asesinato de Carrero Bñanco, cosa que desgraciadamente no sucedió. Está ambientando en la misma época del magnicidio.

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Nuestro país ha alcanzado un nivel de vida extraordinario. Las décadas de crecimiento económico ininterrumpido, de las que hemos gozado gracias a la paz social y, sobre todo, a contar con un régimen político estable y justo, nos sitúan como una gran potencia a nivel mundial; en realidad, en la mayoría de las variables económicas, como la renta per cápita o el PIB, somos la primera nación del mundo.

Cada vez son más los países hispanoamericanos que desean integrarse en la Confederación de Estados Hispánicos; estrechar lazos con la Madre Patria, les permitirá conseguir un mejor desarrollo económico y una mayor estabilidad política. El acuerdo entre Portugal y España, para firmar el tratado fundacional del Reino de Iberia, es ya un hecho. Sin ningún género de dudas, lideramos la Unión Europea; gracias a nuestra presencia en este organismo, hemos conseguido que Europa sea la potencia económica y política más importante del mundo, adelantado a Estados Unidos y a Japón. Los españoles nos sentimos orgullosos de nuestro pasado, vivimos el presente llenos de esperanza y tenemos fe en que el futuro será todavía mejor.

Sin embargo, en diciembre de 1973, las cosas estuvieron a punto de torcerse; de manera providencial, España se libró de un magnicidio que hubiera supuesto la desestabilización política y dado alas a los enemigos de la patria. Yo únicamente fui un instrumento de los designios divinos; en mi investigación no estuve solo, conté con la ayuda de otros dos extraordinarios caballeros. Una mención especial merece el padre don Juan Antonio Ipiña; en realidad, fue él quien tocó las teclas acertadas para que pudiésemos entablar un diálogo directo con la presidencia de gobierno.

La promesa que le hice al almirante de guardar silencio durante al menos treinta años, por precaución, para no generar conflictos innecesarios, la he cumplido con creces y a rajatabla. Fue precisamente don Luis quien me pidió que, pasado este tiempo prudencial, diera a conocer la realidad de los hechos, tanto al pueblo español como a las otras naciones del mundo. Después de casi cuarenta y siete años, me he decidido a hablar; contamos con la suficiente perspectiva histórica para que se interpreten los sucesos de este período de una manera objetiva, sin apasionamientos que desvirtúen la realidad.

En junio de 1973, había finalizado mis estudios universitarios. Decidí preparar unas oposiciones convocadas por la Dirección General de Bellas Artes. Se necesitaban profesionales jóvenes para poder poner en marcha un proyecto de renovación de los museos estatales.

En aquel tiempo, mi padre y yo vivíamos en un edificio de tres plantas, en la calle Claudio Coello, 102, haciendo esquina con Maldonado; aquella finca procedía de la herencia de mi abuelo paterno. La segunda y tercera planta estaban deshabitadas, los antiguos inquilinos habían fallecido. Mi padre, un militar de alta graduación retirado, había enviudado cuando yo tenía dos años. Decidió alquilar las viviendas vacías para obtener así un beneficio económico. Sin embargo, no estaba dispuesto a meter a cualquiera en su casa; deberían ser personas respetables, gentes que le inspirasen confianza.

En mi dormitorio había instalado lo que yo llamaba “mi centro de estudios”. Todas las mañanas, a las siete en punto, mi padre tocaba diana; jamás me permitió permanecer en la cama ni un minuto más de lo necesario. Debía acudir al cuarto de baño, envuelto en mi albornoz blanco y calzando las chanclas de goma, para ducharme y asearme de manera rápida y eficiente.

El desayuno me estaba esperando encima de la mesa: pan tostado con mantequilla y mermelada y una taza de leche caliente con Cola-Cao. Acto seguido, tras hacerme la cama, me ponía a estudiar en serio. Había elaborado multitud de resúmenes y esquemas para poder recordar mejor los temas. Durante años, adquirí el hábito de estudio y aprendí técnicas mnemotécnicas muy eficientes. Mi padre, desde la infancia, me había inculcado el amor por el estudio. Para él todo giraba en torno a mi futuro profesional, lo demás eran temas banales y secundarios. Yo no había pisado nunca una discoteca, ni alternaba con jóvenes de mi edad. La mayor parte de las horas del día las pasaba estudiando. Mis únicas distracciones eran las visitas a los museos y monumentos de Madrid y su entorno; siempre las realizaba acompañado de mi padre, tutelado por él. Apenas veía la televisión, solo programas culturales.

Recuerdo que en aquellos primeros días de diciembre la ciudad empezó a engalanarse para la navidad. Colgaban luces de colores en las calles, a modo de cascada; parpadeaban, de manera sincronizada, las bombillas de las guirnaldas. En las noches lluviosas, se reflejaban ráfagas de luz en el pavimento, creando un efecto mágico. Los comercios no eran ajenos a aquel derroche de imaginación: presentaban los habituales productos de consumo envueltos entre oropeles y papeles satinados, rodeados de bolas de cristal y espumillón. En estas fechas tan señaladas, los escaparatistas podían demostrar su valía artística, desplegar toda su creatividad para conseguir captar la atención del viandante. En definitiva, el consumidor recibía una gran cantidad de estímulos externos que le incitaban a la compra.

Una de estas mañanas, llamaron al portero electrónico; casualmente me encontraba solo en casa. Recuerdo que estudiaba la imaginería procesional barroca. Tuve que desconectar por unos minutos para contestar a aquella llamada tan inoportuna. Se trataba de dos señores que querían alquilar una de las viviendas. Yo les comenté que en aquel momento no estaba mi padre, les rogué que volviesen más tarde; sin embargo, ellos insistieron. Me pidieron que, por favor, les permitiese esperarle. Yo no sabía qué hacer.

Mi padre tenía el genio vivo y quizás se enfadase por haber dejado entrar a unos extraños en nuestro domicilio particular. Además, no me atrevía a acomodarlos en el salón porque no los conocía de nada; en casa teníamos objetos valiosos de plata, también estaba la colección de porcelana alemana de Meissen…

Por otra parte, si les pedía que se marchasen, tal vez se lo tomasen a mal y perdieran el interés por alquilar nuestra vivienda. Podría tratarse del tipo de inquilinos a los que mi padre deseaba alojar en nuestro edificio. Me encontraba en una disyuntiva. Les pedí que subiesen a la primera planta. Intenté ser lo más cortés posible con ellos; decidí que se sentaran en los sillones del recibidor. Yo les acompañé todo el rato. La verdad, no sabía de que hablar con ellos; recurrí a los manidos temas del tiempo y de los atascos de tráfico para que la espera no nos resultase tan violenta.

Aquellos jóvenes vestían de manera informal y eran parcos en palabras. Con frecuencia, cruzaban miradas entre ellos; me dio la sensación de que escondían un secreto y que eran cómplices de algo. A pesar de que hablaban lo menos posible, intercepté su acento marcadamente vasco. Tras ser detenidos, supe que se trataba de Jesús Zugarramurdi, apodado Kiskur, y José Miguel Beñarán, alias Argala. En aquel momento, sin yo saberlo, se encontraban bajo nuestro techo dos peligrosos terroristas de ETA. De repente, se percataron de que en aquella casa vivía un militar de alta graduación; mi padre tenía sobre la consola una foto de él vestido con el uniforme de gala. Kiskur le hizo una señal a Argala: un brusco movimiento de cabeza acompañado de una mirada intensa. Acto seguido, de manera sorpresiva, se levantaron de su asiento y me dijeron que debían marcharse con urgencia, que se les había hecho tarde, que ya pasarían en otro momento para hablar con mi padre. Bajaron las escaleras a toda prisa, como alma que lleva el diablo.

A partir de ahí comenzaron mis sospechas. Había leído varios artículos sobre el movimiento marxista-leninista de ETA y sus deseos de desestabilizar el sólido régimen de paz y bienestar español, creado tras la finalización de nuestra Guerra Civil, auténtica Cruzada Nacional. La Unión Soviética estaba detrás de todos aquellos movimientos terroristas como las Brigadas Rojas en Italia y el Grapo y FRAP en España. Los servicios secretos europeos habían descubierto una red de financiación de estos grupos delictivos. Me preguntaba a mí mismo ¿qué interés podían tener aquellos hombres misteriosos, procedentes del norte, en alquilar una vivienda en nuestro edificio?

Cuando regresó mi padre, se lo conté todo con pelos y señales. Sin embargo, consideró que mis sospechas eran infundadas; el hecho de que aquellos desconocidos tuvieran un marcado acento vasco, no significaba nada. Argumentó que en Madrid existía una colonia vasca muy numerosa. Algunos de los arquitectos más famosos, como Pedro Muguruza o los hermanos Joaquín y Julián Otamendi Machimbarrena, eran personas adictas al régimen. Si volvían aquellos caballeros, les atendería él personalmente. Mi padre consideraba que los vascos de bien son hombres con profundas creencias religiosas y, además, pagan puntualmente las facturas y recibos.

Ante la defensa enfervorizada que realizó mi progenitor sobre los vascos que residían en Madrid, decidí no llevarle la contraria en nada; no tenía ganas de enzarzarme en una discusión baldía con él. Eso sí, yo seguí desconfiando de aquellos desconocidos que consiguieron penetrar en nuestra vivienda, a saber con que fines. Llegué a pensar que tal vez pretendiesen atentar contra miembros de las fuerzas armadas. Si se trataba de etarras, posiblemente alguien como mi padre estuviera en su punto de mira.

Pasaron algunos días y yo continuaba enfrascado en el estudio; repasaba una y otra vez el temario del que tenía que rendir cuentas en las oposiciones que se celebrarían el jueves siete de marzo de 1974. Comencé a escuchar ruidos extraños, cada vez más intensos. Antes de mirar por la ventana, pensé que se trataba del característico martilleo del taladro percutor. Sin embargo, no había ningún operario en la superficie; el pavimento y las aceras habían sido arregladas hacía pocos meses. A la hora de la comida, comenté el tema con mi padre pero éste me dio largas. Opinaba que necesitaba abstraerme y olvidarme de lo que ocurría en el exterior; debía centrarme en el estudio y despreocuparme de todo lo demás. Yo, como hijo obediente y ejemplar que he sido siempre, le di la razón; no quería tener ni el más mínimo roce con mi progenitor.

Aquellos extraños ruidos continuaban, incluso a horas intempestivas. Mientras intentaba conciliar el sueño, los percibía nítidamente. Decidí investigar por mi cuenta y no comentarle nada al respecto a mi padre; hasta que no lo tuviese todo atado y bien atado, no pensaba hacerle partícipe de mis descubrimientos.

Una mañana, en la que salí a comprar el pan y la leche, pasé junto a un edificio anexo al nuestro, en el número 104. En la puerta de la finca se encontraba el portero, con el que me saludaba a diario; jamás habíamos entablado conversación. Me acerqué a él y le abordé. Se trataba de un hombre campechano y hablador, de los que matan la mañana conversando con viandantes y vecinos. Por supuesto, saqué a relucir el tema de los ruidos. Me comentó que aquello era un auténtico infierno, sufría cefaleas a consecuencia de aquel extraño martilleo. Muchos vecinos de la zona se habían quejado de lo que ya por entonces se conocía como “contaminación acústica”.

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Bernardo, éste era su nombre, se presentó formalmente; nos estrechamos la mano y enseguida cogimos confianza. El portero pensaba que los españoles éramos muy dados a protestar, en los bares y en las reuniones de amigos, de las cosas que marchan mal; sin embargo, nadie se molestaba en acudir ante las autoridades para presentar un pliego de descargos en toda regla. Lo que más me intrigó es el origen de los dichosos ruidos:

-Todo este follón proviene del semisótano de este santo edificio. La han alquilado unos jóvenes un tanto extraños. Dicen que son escultores y tienen el mismo acento que el Urtain, ese boxeador vasco tan famoso. En confianza, le diré que a mí esta gente me da mala espina. Procuran no relacionarse con nadie, tienen unos horarios un tanto extraños y entre ellos hablan en vascuence, así no nos enteramos los demás de sus cosas. Además, están las visitas que reciben a horas intempestivas. El chico del tercer piso, un tal Guillermo, me ha dicho que se ha tropezado en el portal con un escritor de teatro ¿cómo se dice…?

Yo le expliqué que a los autores de teatro se los denomina dramaturgos. Hecha esta puntualización, el bueno de Bernardo continuó proporcionándome una valiosa información. Tuve mucha suerte, a tal tiempo entraba Guillermo en el portal. De inmediato, tras las presentaciones oportunas, aquel joven se incorporó a nuestra pequeña tertulia. Por él supe que el dramaturgo era un tal Alfonso Sastre, casado con Eva Forest. El portero sabía, de muy buena tinta, que en el contrato de alquiler figuraba el apellido Sastre. El matrimonio acudía con frecuencia a este piso. A esta pareja, los vecinos más guasones del edificio los empezaron a llamar Bonnie and Clyde; por su manera de vestir parecían unos gánsteres de película. Nunca saludaban a nadie e intentaban pasar desapercibidos. Guillermo era un estudiante de periodismo y también sentía curiosidad por lo que se cocía en el bajo de su edificio.

Los tres caballeros sintonizamos y nos pusimos manos a la obra, estábamos dispuestos a descubrir la verdad de los hechos y llegar hasta el final. A Bernardo se le pasaban las horas más rápido cuando desplegaba sus innatas cualidades de investigador; como él acostumbraba a decir, la profesión de portero es un curso práctico de psicología a pie de calle. Al final, uno acaba enterándose de los secretos mejor guardados. Por su parte, Guillermo barajaba la posibilidad de que detrás de todo aquello existiese una historia interesante que contar; podría elaborar un completo reportaje de investigación, como tesis de fin de carrera, y presentarlo en la universidad Complutense. Es decir, que no perdería el tiempo mientras colaboraba con nosotros.

Trazamos un plan para que nuestra investigación diera sus frutos cuanto antes. Nuestro nombre de guerra era “los tercios de Flandes”. Bernardo guardaba una copia de las llaves de todos los pisos; esto es algo habitual en las casas que han contratado un portero de carne y hueso. Un vecino puede encontrarse de vacaciones y producirse una fuga de agua o declararse un incendio en su vivienda. En este tipo de emergencias, las llaves del portero son de gran utilidad; los bomberos no tienen necesidad de echar la puerta abajo. A mí me hubiera gustado colaborar más en la investigación del día a día pero, como ya conocen los lectores, debía anteponer mis estudios a todo lo demás. Mis nuevos amigos disponían de más tiempo libre y estaban dispuestos a llegar hasta el final, cayera quien cayese.

Una de aquellas mañanas, Bernardo vio salir a los supuestos escultores. Abandonaron la madriguera sigilosamente, como lo hacen las alimañas cuando van de caza. Con discreción, telefoneó a Guillermo y éste bajo con rapidez. El plan consistía en que el joven periodista se quedase en la portería. Si algún vecino requería los servicios de Bernardo, Guillermo le daría largas; en teoría, el portero estaba revisando las cañerías.

Bernardo se introdujo en el piso, linterna en mano, y descubrió todo el tinglado. Tras una cortina se escondía un zulo y a través de este se accedía a un túnel. Aquellos individuos habían taladrado la zona baja de la pared. El portero salió zumbando de aquel misterioso lugar. Ahora consiguió entender muchas cosas que le parecieron extrañas en su momento; estos inquilinos del piso bajo jamás le dejaban la basura en la puerta, ellos mismos se deshacían de ella. Sin embargo, a veces aparecían piedras y cascotes en los escalones. En aquella casa no había ninguna escultura tipo Chillida; era más que evidente que no utilizaban el cincel para crear obras de arte.

A media mañana, no pudieron aguantar más, me telefonearon a mi domicilio. Como mi padre estaba presente, le hice creer que me había llamado un amigo para proporcionarme unos apuntes de historia muy importantes; así justifiqué mi repentina marcha de casa. Bernardo hablaba a trompicones, todavía no había superado el shock emocional que le produjo su descubrimiento. Por su parte, Guillermo opinaba que, antes de ponerlo en conocimiento de la policía, había que reunir pruebas sólidas, a poder ser fotografiar aquel misterioso túnel; de esta forma, en comisaría no nos tomarían por unos iluminados.

Yo también me guardaba un as bajo la manga. Había investigado por mi cuenta en la hemeroteca; descubrí que el tal Alfonso Sastre y su mujer Eva eran unos pájaros de cuenta. Sus obras de teatro estaban prohibidas en España porque atacaban, de manera brutal y visceral, al régimen de Franco. Los Bonnie and Clyde de la calle Claudio Coello no eran precisamente unos románticos atracadores de bancos. Se trataba de una pareja de revolucionarios, calculadores y fríos, que querían imponer por la fuerza sus ideas subversivas. Se tendrían que rendir a la evidencia: la España de los setenta no tenía nada que ver con la de los años treinta. Los españoles cada vez disfrutaban de un mejor nivel de vida y había nacido una inmensa clase media, prospera y feliz, a la que no iban a convencer sus veleidades revolucionarias. Por otra parte, las informaciones que llegaban de la Europa del este o de Cuba producían una profunda desilusión entre los intelectuales izquierdistas. En todas y cada una de las tiranías socialistas, las gentes pasaban hambre, carecían de medicamentos y apenas tenían cubiertas sus necesidades básicas.

A pesar de todo, existía una minoría, cada vez más minoritaria, dispuesta a dinamitar los avances económicos y sociales que se habían producido en España. Se trataba de los resentidos, de aquellos que, tras intentar una revolución de corte estalinista en nuestro país, fueron derrotados en la guerra y se exiliaron; juraron no volver a pisar España hasta no que no desapareciera Franco. En muchas ocasiones, actuaban a la desesperada. También estaban los jóvenes universitarios, carentes de personalidad y mal informados, que se habían dejado seducir por los cantos de sirena del marxismo. Alfonso Sastre y Eva Forest, en realidad se llamaba Genoveva, eran dos ejemplos paradigmáticos de revolucionarios fanatizados; no estaban dispuestos a dar su brazo a torcer ni a aceptar los hechos: en España los comunistas y, en general, los revolucionarios extremistas tenían poco que rascar; su discurso marxista olía a delirio rancio.

De repente, se me ocurrió una idea. Pensé que debíamos contar con la ayuda de alguien respetable, que sirviese de enlace entre nosotros, unos simples ciudadanos, y algún alto mando policial. A aquellas alturas de la película, teníamos muy claro que detrás de todo aquello estaba presente la mano negra de ETA. Acudir a mi padre en busca de ayuda me pareció una temeridad; además, jamás se hubiera prestado a eso. Era un hombre demasiado protocolario, que no estaba dispuesto a saltarse lo que él denominaba “la cadena de mando”. Me hubiera acusado de ser un novelero y de tener una fantasía desenfrenada. Tampoco me parecía oportuno involucrar a alguno de sus compañeros de armas, entre otras cosas porque no tenía la suficiente confianza con ellos.

Estuve dándole vueltas en mi cabeza al tema. Reconozco que, durante un buen rato, dejé de prestar atención a las propuestas de mis compañeros de aventuras. De repente, se hizo la luz: el padre don Juan Antonio Ipiña era la persona idónea para que pudiésemos acceder a las esferas de poder. Desde hacía un par de meses, se había convertido en mi director espiritual. Mi padre se empeñó especialmente en ello porque se trataba de un sacerdote defensor acérrimo del régimen de Franco. El padre Ipiña no entendía como algunos sectores de la iglesia tenían la desfachatez de atacar a quien les había apoyado generosamente en los momentos más duros; no deberíamos olvidar la cruel persecución que sufrió el clero católico durante la segunda república y la guerra civil. Fueron asesinados miles de religiosos por las hordas marxistas; murieron defendiendo su fe y se convirtieron en mártires de la Iglesia.

Aquella misma tarde, acudí a la que se conocía como Casa Profesa, en la calle Serrano 106, junto a la iglesia jesuítica de San Francisco de Borja. Aquella construcción se encontraba muy cerca de mi casa. El padre Ipiña no puso ninguna objeción a la hora de atenderme; nos reunimos en una de las salas del edificio, decorada con austeridad espartana; nos sentamos en sendos sillones fraileros. Me preguntó por mi padre y se interesó por mis estudios. Primero me escuchó en confesión; deseaba estar limpio de pecado antes de hablarle de nuestro descubrimiento.

Finalmente, me decidí a abordar el tema. Previamente, había reflexionado sobre cual era la forma más idónea de contarle lo sucedido. Intenté que mis pensamientos estuvieran ordenados, ir al meollo de la cuestión pero sin olvidar ningún detalle importante. Don Juan Antonio sabía escuchar y no me interrumpió en ningún momento. Me observaba atentamente, mientras tenía colocadas las gafas casi en la punta de la nariz. En su semblante se empezó a reflejar la preocupación. Cuando terminé mi exposición de los hechos, él me dio su opinión:

-Lo que me estas contando es un tema extremadamente delicado y muy grave. Has hecho muy bien en acudir a mí para buscar una solución. Creo que debemos ponerlo en conocimiento de las autoridades cuanto antes. Debes dejar a un lado los respetos humanos, nadie te va a tomar por un lunático. Tu padre quizás peque de excesivo celo disciplinario a la hora de respetar la jerarquía militar. Cuando un ciudadano descubre algo así, lo correcto, lo patriótico y lo cristiano es hacérselo saber a quien corresponde. Mientras hablabas, se me ha encendido una luz y he descubierto por donde pueden ir los tiros: todas las mañanas el presidente de gobierno, don Luis Carrero Blanco, acude a San Francisco de Borja para escuchar misa de 9. Es algo que no conviene hacerlo público; en nuestra congregación siempre tenemos mucha cautela con este tema. Sin embargo, los terroristas le habrán estado espiando, controlarán sus movimientos.

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Nunca llegue a saber cuales eran los contactos de los que se sirvió don Juan Antonio, con quién habló exactamente para poder acceder a la presidencia; además, después de cuarenta y siete años, mi memoria tiene algunas lagunas, hay cosas que no recuerdo bien. Al día siguiente, hacia las 13 horas, se presentaron en mi domicilio una pareja de policías, pertenecientes a la Brigada Político-Social. Tras identificarse, pasaron a nuestro salón. Mi padre mostró perplejidad y cierta preocupación al saber que era conmigo con quien querían hablar. Yo les rogué que le dejaran estar presente; les hice saber que mi padre era un coronel retirado adicto al régimen. Ellos esbozaron una sonrisa que se me antojó un tanto socarrona. El más alto de los dos me dijo:

-Todo eso lo sabemos perfectamente. También conocemos que usted prepara oposiciones y que su director espiritual es un tal don Juan Antonio Ipiña, que reside en la Casa Procesa de la calle Serrano. Por supuesto, hemos investigado al portero de la finca contigua, Bernardo Martínez y a ese joven llamado Guillermo Castro. Nos consta que son ciudadanos respetables, incapaces de conspirar contra el orden público establecido. Ahora es el momento de que nos relate como sucedieron los hechos. Queremos saber cómo han descubierto todo este tinglado.

Un servidor les contó a los policías como encontramos aquel extraño túnel. Intenté ser escueto pero necesité un tiempo para describir con un mínimo de rigor lo ocurrido. Recuerdo la cara de sorpresa de mi padre, su mirada un tanto inquisitorial. En un momento dado, me dijo que debería haberle informado de lo que estaba pasando. Yo le respondí de la siguiente forma:

-Papá, sí que te lo dije, lo que pasa es que tú no diste mucho crédito a mis palabras. Temía que me tomases por un fantasioso y entorpecieras la investigación. Aquellos jóvenes de acento vasco que querían alquilar una de nuestras viviendas me resultaron sospechosos; se les veía nerviosos y percibí que ocultaban algo. Además, al darse cuenta de que tú eras un militar de alta graduación, decidieron no volver por casa, no dieron señales de vida. Cuando hablé con ellos por el telefonillo, me dijeron que estaban interesadísimos en alquilar la vivienda. Al parecer, necesitaban una madriguera cercana al lugar en el que cometían sus fechorías…

Uno de los policías me agarró del brazo y expresó su satisfacción:

-Miré usted, mi coronel, su hijo tiene grandes dotes de observación y es un muchacho perseverante. Gracias a él, hemos salvado la vida de don Luis Carrero Blanco. Acaban de ser detenidos los terroristas que perforaron un túnel para colocar en él una carga de explosivos. También les hemos echado el guante a Alfonso Sastre, el dramaturgo, y su mujer Genoveva Forest, que en realidad han sido los que han organizado el atentado fallido. Comprenderá usía que no podemos darle mucha información sobre el tema; el juez ha dictaminado el secreto del sumario. Gracias a su hijo, al portero de la finca contigua y a ese joven estudiante de periodismo, llamado Guillermo Castro, podremos celebrar las navidades en paz. Debería usted sentirse orgulloso de su hijo.

A mi padre, un hombre poco dado a mostrar sus emociones en público, se le saltaron las lágrimas y con la voz entrecortada por la emoción dijo:

-Estoy orgullosísimo de mi hijo. Reconozco que debería haber confiado en él pero a todo padre le sale a flote el instinto de protección; yo solo pretendía evitar que Fran se metiese en líos. Ahora comprendo que he estado ciego y no he sido capaz de ver lo evidente.

Cuando nos quedamos a solas, mi padre me abrazó efusivamente. Los dos acabamos con los ojos humedecidos. Continué estudiando, ahora sin temores. Una mañana recibimos una llamada en el portero electrónico. Me pidieron que tuviera la amabilidad de abrirles la puerta del portal.

Observé por la mirilla antes de abrir la puerta de nuestra casa. Mis ojos no daban crédito a lo que estaban viendo: se trataba de don Juan Antonio Ipiña que venía acompañado, nada más y nada menos, de don Luis Carrero Blanco. Llamé a mi padre y éste se quedó impávido al contemplar quién se encontraba en su hogar. Les rogamos que pasaran al salón. Mi padre insistió tanto en que tomaran algo que terminaron aceptando las raciones de jamón ibérico y el queso manchego que les ofrecimos.

Don Luis se me antojó un hombre extremadamente prudente. Sus palabras me tranquilizaron y confortaron. Como buen marino, tenía una visión panorámica y completa de la situación de España y de la realidad del mundo occidental. Sabía mirar al horizonte e intuir lo que se nos vendría encima. Se mostró como un humilde servidor del Estado, alguien capaz de renunciar a la pompa y al beneficio propio. Doy fe de que solo le interesaba el bien común. Su mirada era limpia, su lenguaje directo y sincero. Jamás formó parte de ninguna camarilla de poder. Nunca traicionó sus ideales y por este motivo se le consideraba un estorbo para los planes de ciertos “poderes ocultos”.

Me explicó, con una claridad meridiana, quienes estaban detrás del fallido atentado:

La masonería internacional. El régimen de Franco les molestaba para sus planes. Querían una España sumisa y sometida a los organismos internacionales como la ONU. Ya por aquel entonces, en las logias masónicas se empezaba a diseñar lo que más tarde se ha conocido como Nuevo Orden Mundial.

Henry Kissenger, el secretario de Estado norteamericano. Este destacado masón de origen judío viajo a España para entrevistarse en aquellos días de diciembre con el almirante Carrero. Intentaba renovar el acuerdo sobre las bases militares que los Estados Unidos tenían en suelo español. El presidente del gobierno no estaba dispuesto a ceder más de lo estrictamente necesario y pensaba exigir contrapartidas a cambio. España, también desde el punto de vista defensivo, había alcanzado un importante desarrollo tecnológico; en el plazo de dos años nuestro país podría contar con armamento atómico. Además, Francia y España habían decidido estrechar lazos y colaborar en un programa de defensa común.

La KGB también estaba interesada en desestabilizar el régimen político español. Los ciudadanos soviéticos, a pesar de la férrea censura informativa, comenzaban a sentir envidia del nivel de vida que existía en los países occidentales. Era más que evidente que el comunismo no funcionaba desde el punto de vista económico; todos los planes de desarrollo habían fracasado estrepitosamente. Además, la URSS necesitaba invertir ingentes recursos económicos en temas como defensa o industrias pesadas; el bienestar del ciudadano quedaba siempre en un segundo plano. Por lo tanto, había que intentar generar malestar en los países occidentales. Aprovechaban la libertad que tenían los jóvenes para sembrar entre ellos ideas pacifistas y antipatrióticas. Se sabía positivamente que ETA recibía financiación de la Unión Soviética.

Unos pocos meses más tarde, en agosto de 1974, el presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon, se vio obligado a dimitir, tras el escándalo de espionaje conocido como Watergate. Kissinger consiguió permanecer en el poder, con la excusa de evitar sobresaltos políticos; la masonería estaba interesada en que continuase en su puesto.

Los servicios secretos españoles adquirieron un gran protagonismo a partir de diciembre de 1973. Fueron mucho más eficientes y contaron con todos los medios necesarios. En definitiva, se trataba de garantizar la seguridad de los españoles. En pocos años, se consiguieron descabezar todos los grupos terroristas, quedaron fuera de juego los elementos subversivos.

El presidente Carrero Blanco tomó medidas muy eficientes para combatir con éxito la crisis energética de 1973. Se invirtieron grandes sumas en desarrollar energías alternativas como la eólica, la hidráulica y la solar. Además, se construyeron un gran número de centrales nucleares, en aquellos lugares más despoblados del territorio español; se tomaron todas las medidas de seguridad posibles para evitar fugas radioactivas. Como una verdadera bendición podemos considerar el descubrimiento de yacimientos petrolíferos en las provincias de Burgos, Orense, Tarragona y Córdoba. Con la tecnología más avanzada del momento, comenzaron las extracciones. España pasó de ser un país dependiente energéticamente a convertirse en productor y exportador de energías.

En el terreno político se aprobó definitivamente la Ley de Asociaciones Políticas, que excluía de manera categórica a los movimientos marxistas y separatistas del juego político. A partir de ahí, de manera pausada, se crearon las bases para convertir a España en un país auténticamente democrático. En el panorama político español, desde 1974, encontramos cinco grupos:

Los Socialdemócratas, que se autodefinen como de centro-izquierda. Consideran que el Estado tiene que garantizar el bienestar del ciudadano y para ello debe proporcionar ayudas públicas a los más necesitados. Se han comprometido a no subir excesivamente los impuestos para evitar ahogar la iniciativa privada, verdadero motor de la economía.

Los Liberales, de centro-derecha, defensores de la economía de libre mercado. Sin embargo, se sienten obligados a respetar las conquistas sociales del trabajador español como la Seguridad Social, el derecho a una vivienda digna etc.

Los Demócrata-Cristianos, defensores a ultranza de los valores católicos. Se inspiran en la doctrina social de la Iglesia. Apoyan una economía social de mercado. La persona es el centro, principio y fin de toda acción política.

Los Conservadores. Para ellos el Estado debe tener una intervención mínima en el gobierno de la economía. Sin embargo, consideran que debe existir un Estado fuerte para garantizar la ley y el orden. Durante las últimas décadas, salvo rarísimas excepciones, el Partido Conservador ha dirigido la política española, al convertirse en la fuerza mayoritaria.

Los Tradicionalistas. Destacados miembros del Movimiento Nacional formaron parte de este grupo político. Se convirtieron en auténticos paladines y defensores de los Principios Fundamentales del Movimiento. Tanto la Falange Española como Comunión Tradicionalista (de ideología carlista) forman parte de esta alternativa política.

Tras el hundimiento de la Unión Soviética y de sus países satélites, todos los partidos marxistas fueron desapareciendo del juego político en el mundo occidental. Durante los años en que gobernó don Luis Carrero Blanco, España adquirió una gran estabilidad política y continúo con su imparable desarrollo económico. Todo esto no hubiera sido posible de haber triunfado el magnicidio. El grupo separatista y terrorista ETA fue desmantelado, las falacias del marxismo fueron conocidas por la opinión pública. Las conspiraciones judeo-masónicas no sirvieron para nada. La Europa cristiana consiguió defender sus valores. Paulatinamente, todos los países fueron incorporando los principios del tradicionalismo católico.

Me gustaría haber cumplido, de manera fidedigna, con las instrucciones que recibí de don Luis Carrero Blanco. Cuando tengo algún problema personal, me encomiendo a él para que desde el cielo me ayude. Estoy seguro de que desde las alturas sigue velando por su amada España.