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Corría el año 307 cuando tenía casi 18 años y vivía en esa ciudad egipcia que vio nacer al gran San Atanasio, combatiente contra el arrianismo.

Catalina era famosa en toda la ciudad por su proverbial belleza.

Ella se sentía inclinada a cultivar otros bienes como la inteligencia y la razón, dedicada a la lectura y el estudio.

Entonces, Egipto formaba parte del Imperio Romano. El emperador Majencio, quiso comprobar la veracidad de tal fama de belleza e inteligencia de Catalina. Apenas la vio, decidió casarse con ella, aunque ya estaba casado. Las divinidades paganas, concedían todo tipo de libertades, pero Catalina no podía aceptar una relación similar.

Majencio, reunió un nutrido número de sabios, confiándoles la misión de convencerla de que sus convicciones religiosas, no eran más que supersticiones.

Tras haberles escuchado, Catalina tomó la palabra y comenzó a refutar sus afirmaciones con toda lógica filosófica.

Al final del debate, los mismos paganos comenzaron a dudar de sus propios argumentos. El emperador montó en cólera y se alarmó contra sus “sabios”, pues ello supondría abandonar el culto pagano y convertirse “a toda esa sarta de patrañas cristianas”, como solía decir del cristianismo.

No podía tolerarlo y ordenó que Catalina fuese ajusticiada de modo horrible. Hizo construir una enorme rueda de la que sobresalían una serie de cuchillas afiladas. Atado al instrumento de tortura, su cuerpo sería agujereado por las cuchillas giratorias. Entonces, milagrosamente, reventó la rueda en mil pedazos despidiendo las cuchillas, que hicieron a sus verdugos y decidieron decapitar inmediatamente a la doncella.

La leyenda dice que una multitud de ángeles recogieron su cuerpo para llevarlo al monte Sinaí, donde Moisés recibió las Tablas de la Ley.

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A los pies de la montaña, surge todavía el monasterio dedicado a la santa Catalina; manifestación de la Providencia divina.

Catalina ha prestado su nombre también a los fuegos artificiales que se disparan para honrar su memoria y hasta a esa pieza mecánica redonda dentada de las bicicletas que mueve la cadena a la tracción de la rueda trasera.

Convirtió a la emperatriz Faustina y la Iglesia la declaró patrona de los filósofos.

La consideración que me merece esta santa virgen enamorada de la verdad intemporal e irrebatible de nuestra fe católica, es la necesidad de aferrarnos a esa Verdad eterna, principio y fin de la existencia humana, que para amarla con mayúsculas, antes tenemos que amarla con minúscula en la Razón filosófica natural, que nos arrastra al conocimiento y adherencia de la mayúscula de la Fe única e inmarcesible revelada por Dios a sus creaturas, que es Cristo.

Cristo, Camino (doctrina orientadora sapientísima); Verdad (ruta granítica incontestable en el orden divino) y Viva (luz santificante, realización de la bienaventuranza como destino amorosísimo e inteligentísimo de la “aventura” de la creación divina).

“La Verdad os hará Libres” (Jn. 8).

Pero la libertad, no entendida como vía de prueba, de ruta santificante y realización de nuestra misión intransferible hacia nuestra felicidad, viviendo en Dios, solo es un producto de consumo convertido en permisivismo salvaje, que nos llevará a la ley de la selva y a la autodestrucción, cuando el humano por su soberbia se condena a un callejón sin salida en su vacío interior, en su soledad desesperante acabando en suicidio, hoy día camuflado en “enfermedad mental” tratando de salir de su cárcel insoportable del aburrimiento, privado de amores, ideales y sumergido en ateísmos, rindiendo culto único al hedonismo sensorial intrascendente, perdido en su soberbia antropocéntrica.

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La incultura religiosa galopante, está poniendo esa sombra negra de relativismo, escepticismo, nihilismo y apatía del que reniega de su ser religioso y vive las sombras de muerte.

Los siglos no pasan por la Verdad. Es la Verdad la que pasa por los siglos.

Lo verdadero, es eternamente nuevo. ¡Laus Deo!

Autor

Padre Calvo
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