20/05/2024 17:37
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La vida de Tiburcio había transcurrido sin especiales acontecimientos. Su infancia constituyó un auténtico revoltijo de quimeras, ensueños y afectos. La ilusión de lograr un futuro resplandeciente y el no correspondido amor de Hortensia llenaron su edad juvenil. Mientras duró su madurez frecuentemente justificaba ante sí su mediocridad con equivocaciones e inexperiencias de su juventud. Nunca olvidó a Hortensia. Cuando ya había cumplido los cuarenta años, un día la encontró en la calle. Ella, ya casada, tenía cuatro hijos. Charlaron unos momentos. Cuando se despidieron los pequeños ojos de Tiburcio se empañaron.

 Desde hace meses Tiburcio, ya viejo  y decrépito, pasa la mayor parte de sus horas en una sala grande y destartalada de una de las residencias de mayores existentes en la ciudad. Una hilera de sillas de ruedas alineadas junto a la pared da albergue a las posaderas de los cincuenta y cuatro ancianos que en ellas se aposentan. Ancianos residentes en el ala derecha de la tercera planta de la residencia de mayores. Sillas de ruedas donde sus ocupantes pasan resignadamente las jornadas sin poder escapar a la vigilancia de sus cuidadoras. Así transcurren los días desde las nueve de la mañana a las ocho de la tarde, hora en la cual, ya cenados, regresan al dormitorio. Una habitación doble ocupada con dos camas paralelas cubiertas de colchas blancas.

Una vez al mes, Rosa Gálvez, presidenta de una ONG cuya sede social se encuentra en la localidad, visita la residencia de mayores. Cuando Rosa Gálvez acude a la residencia de mayores distribuye entre los ancianos los caramelos que anteriormente ha adquirido en la pastelería de su íntima amiga y depositaria de sus secretos, Josefina Retuerto.  Algunas veces a Rosa Gálvez le acompaña en sus visitas a la residencia de ancianos el titular de la Concejalía de Bienestar Social del Ayuntamiento. La ONG que preside Rosa Gálvez tiene por lema: “Los ancianos: origen de nuestra fuerza y motor de nuestro futuro”.

La última visita duró menos de lo acostumbrado. Una cascada de ruidosas ventosidades del compañero de asiento de Tiburcio puso acordes sonoros a la entrada de Rosa Gálvez. Aquella tarde dejó la bolsa de caramelos en las manos de la auxiliar en cuidados gerontológicos que cuidaba la sala mientras le explicaba que, tan solo en un cuarto de hora debía de estar en una reunión que se celebraba en la sede social de la ONG.

Tiburcio cuando, por su edad y estado, adquirió el título de solterón logró fama de calavera que él no trataba de empobrecer. Entre risotadas afirmaba que él, al igual que otros muchos hombres, tenía vertido todo su amor hacia una sola y única mujer. Decía riendo: Una, la más bella, la más tierna, la más dulce, la más inteligente, la más graciosa…Lo que ocurre es que el puñetero destino, envidioso, distribuyó las cualidades de tan angélico ser entre la totalidad de las mujeres. Y aquí me tenéis. Si quiero disfrutar del amor de la mujer que me parte el alma, he de amar a esa que tiene sus ojos  como el azul del mar; a la otra que tiene su cuerpo como el sutil, curvilíneo y flexible junco. A aquella que vierte al mundo su infinita ternura; a la que habla con su voz de terciopelo, a quien utiliza su talento y a la que da soporte a su elegancia… ¡a todas, porque en todas está esparcida la mía!, gritaba concluyendo su estrepitoso monólogo, al cual sus amigos festejaban con una algarabía de chirigotas, elogios y chanzas.

Tiburcio cuando quedaba solo y regresaba a su casa con el paso titubeante que el alcohol presta, recordaba a Hortensia y aparecía una tristeza muy grande dentro de él, que intentaba ahogar en una última copa de coñac que tomaba antes de acostarse en su cama fría.

Rosa Gálvez tomaba a su íntima amiga, Josefina Retuerto, como su paño de lágrimas. Rosa estaba muy agradecida a Josefina puesto que cuando compraba el kilo y tres cuartos de caramelos variados para los ancianos de la residencia, esta le extendía una factura por diez kilos de caramelos de café con leche, cinco kilos de caramelos de limón, cinco kilos de caramelos de menta y ocho kilos de gominolas.

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Rosa Gálvez comentaba con su íntima amiga, Josefina Retuerto, que cada día lo pasaba peor, que todo esto le producía una taquicardia enorme y además, desde hacía un tiempo padecía un temblor en las manos que no sabía cómo podía acabar todo aquello…y es que sufría mucho…sufría tanto que nadie se lo podía imaginar…Josefina la escuchaba y le daba golpecitos cariñosos en la espalda a modo de caricias consoladoras.

El Ayuntamiento otorga anualmente una subvención de 500.000 euros a la ONG que preside Rosa Gálvez, asociación no gubernamental cuyo lema es: “los ancianos: origen de nuestra fuerza y motor de nuestro futuro”. Lema que en cierto modo refleja con nitidez la realidad.

El 50% de los 500.000 euros pasa directamente al partido político en el que militan, tanto el concejal de Bienestar Social, como  el Alcalde de la ciudad. Setenta mil euros van a engrosar la bolsa de don Benigno del Corral Méndez, titular de la Concejalía de Bienestar Social, y ciento setenta mil euros corren raudos a la cartera de don Cosme Querejeta, edil y regidor municipal. Los diez mil euros restantes quedan en poder de Rosa Gálvez, con los cuales debe de hacer frente a la compra de caramelos durante todo el año, a los pequeños gastos administrativos de la ONG, al mantenimiento de la sede de la entidad, y a la gratificación de 500 euros mensuales con la que la organización no gubernamental que exhibe el lema: “los ancianos: origen de nuestra fuerza y motor de nuestro futuro” remunera los esfuerzos de su Presidenta y única socia efectiva.

La ansiedad desazonadora que repercute en el estado general de salud, tanto física, como psíquica de Rosa Gálvez, viene de la tensión mantenida a fin de acumular documentos que acrediten los gastos ante Hacienda de los 500.000 euros.

Frecuentaba las salidas de los espectáculos, solicitando de los espectadores las localidades usadas. Era vista con frecuencia en los bares más concurridos tomando de las mesas y las barras los tikets-factura que los clientes habían dejado abandonadas. Todos los gastos domésticos los cargaba a la ONG.

A esta compilación de gastos facturados, la ayudaba con mucha eficacia su buena amiga Josefina Retuerto.

Pero la actividad frenética y constante a las horas de la salida de los cines, teatros, circos, futbol, toros, carreras de caballos, canódromo; la angustia de no llegar a la cantidad requerida, la zozobra de ser descubierta, la inquietud…Todo va haciendo mella en su salud.

Una vivencia especialmente tensa ocurrió durante la visita que realizó, tan solo hacía ocho días, un inspector de Hacienda a la sede de la ONG. Entre la documentación que Rosa Gálvez mostró al inspector, figuraban dos facturas que le había facilitado un cuñado farmacéutico de su amiga Josefina Retuerto. Cuando el inspector en su labor de cotejo, llegó a dichas facturas pudo leer un importe total, en la primera de 95.584 euros en concepto de un determinado número de píldoras viagra, y en la segunda, en concepto de paquetes de preservativos, un importe total de 105.815 euros. El inspector, sin interrumpir su escrupulosa rutina funcionarial, dejó escapar de sus labios una casi imperceptible exclamación en la que a Rosa Gálvez le pareció entender: ¡Joder con los ancianitos!

-Yo en aquel momento, de verdad Josefina, me hubiera querido morir- le decía trémula Rosa a su amiga cuando se lo contaba.

Don Cosme Querejeta es desde hace dos legislaturas el alcalde de la ciudad. Don Cosme Querejeta suele visitar el asilo cuando realiza su campaña electoral. Don Cosme había desarrollado su vida laboral en el ámbito del comercio. Don Cosme había sido representante de productos tan variados como artículos de ferretería, lencería femenina y productos fitosanitarios entre otros muchos.

Fue en esta, su etapa dedicada al comercio, en la que conoció a Don Benigno del Corral Méndez, tratante de ganado con el cual coincidía en algunas ferias. A estas alturas ya sabemos que Don Benigno del Corral Méndez es el actual concejal de Bienestar Social en el Ayuntamiento que preside Don Cosme Querejeta.

Don Cosme no tenía estudios, pero tenía la escuela que la calle brinda a los que en ella trabajan. Un día, durante uno de sus desplazamientos, vio a un político en un mitin en el cual se había metido Cosme con el fin de  pasar el rato.

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-Para eso valgo yo- se dijo así mismo don Cosme.

Y desde ese instante pensó que un medio para dar plenitud a su vida y auténtico sentido a sus quehaceres, sería la dedicación en cuerpo y alma al servicio desinteresado de sus prójimos.

Comenzó a medrar en política. Sus cualidades contribuyeron al logro de sus objetivos. A los pocos años poseía una finca de secano de diez mil hectáreas, dos de regadío que en conjunto abarcaban dos mil hectáreas, un palacete a las afueras de la ciudad, gran cantidad de acciones en cuatro empresas florecientes, un yate anclado de forma permanente en un pequeño puerto del Mediterráneo, y… un extraño “tic” nervioso que, de forma rítmica y sistemática, parecía empecinarse en dar continuidad al lagrimal de su ojo derecho con la comisura izquierda de sus labios.

Don Cosme Querejeta, en sus visitas electorales a la residencia de ancianos, mantiene una extensa y solitaria entrevista con la directora de la misma. A lo largo de dicha entrevista queda fijada la hora en la que unos autobuses recogerán a los ancianos en la puerta del asilo, para trasladarlos hasta el colegio electoral. Don Cosme entrega, posteriormente un paquete de papeletas con su candidatura a la directora, y un sobre con cierta cantidad de dinero.

Después de la entrevista, don Cosme pasea por las distintas salas del establecimiento repartiendo caramelos entre los ancianos. Durante la más reciente visita, las prolíficas ventosidades del compañero de asiento de Tiburcio adquirieron  sonora ostentación. El “tic” nervioso de Don Cosme aceleró su ritmo. Una forzada y sonriente mueca de comprensión asomó a su rostro.

Cumplidos los setenta años Tiburcio era un pingo que deambulaba desde la mañana a la noche por las calles de la ciudad, con el único rumbo que le imponían los bares y las tabernas que de forma habitual frecuentaba. Sus pequeños ojos asomaban levemente detrás de los hundidos y entornados párpados. Su cara, huesuda y pálida, era un arrugado campo en cuyos profundos y abundantes surcos se cultivaba barba de varios días. Su boca, entreabierta y desencajada, dejaba caer por sus extremos gotas de saliva que, lentamente iban regando la pechera, raída y mugrienta, de las prendas que cubrían aquel pelele alcoholizado.

El cerebro borracho de Tiburcio le hacía, frecuentemente, ver en el rostro de cualquier vieja de ojos claros que se cruzara con él, la mirada infinitamente azul de Hortensia. A trompicones desordenados, con sus manos levemente tendidas a la altura de la cintura y su boca desvencijada y salivosa, se acercaba a la anciana dejando salir de su garganta ronquedades, que más que palabras eran graznidos con un tierno acento de quejumbrosa súplica. Lo cual provocaba, indefectiblemente, el asustado sobresalto de todas las seniles y no reconocidas admiradas.

 Un ruido hueco y sordo acabó con el perpetuo deambular de Tiburcio. Sus pies tropezaron y su cuerpo huesudo cayó en la calle como un fardo de astillas que, derrumbándose, busca su más amplia base de sustentación.

Cuando Tiburcio vino en sí, se encontraba en una habitación doble ocupada con dos camas paralelas cubiertas de colchas blancas.

 Pocos días después, pasó a permanecer, desde las nueve de la mañana a las ocho de la tarde, en una sala grande y destartalada, en la cual una hilera de sillas de ruedas alineadas junto a la pared dan albergue a las posaderas de los cincuenta y cuatro ancianos que habitan  el ala derecha de la tercera planta del edificio. Ancianos  que dejan pasar sus horas, por ningún reloj contadas, en aquella residencia de mayores.

                                                  

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