09/05/2024 04:56
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Decía Gregorio Marañón que “…la historia de España ha sido una continua guerra civil. Desgraciadamente, es verdad, y en ello hemos de buscar, tal vez, la causa mayor de nuestras malas venturas nacionales.”

Vaya este cuento -La estrella de Tiburcio- dedicado a todos aquellos ingenuos españoles que cuando fue aprobada nuestra Constitución, en 1978, soñaron, infelices, que las dos Españas habían dejado de existir, tal y como los medios de comunicación de la época pregonaban.

Las dos Españas han muerto, decían.

Puede constatarlo el lector acudiendo a cualquier hemeroteca.

Poco tardaron en aparecer de nuevo los mercaderes del conflicto. A los que tan solo el odio vivifica. Los que de la mentira se alimentan. Aquellos a los que, tan solo, la rapiña impulsa. A los que solo sácia la sangre. Aquellos que tan solo anhelan el artazgo de sus reptantes tripas, con la carroña cadavérica de sus hermanos.

Pasado el tiempo, ya ancianos, cuando despertaron aquellos españoles de aquel engañoso sueño, que les mostraba una España conquistando el futuro en fraternal armonía, habrían de contemplar la hedionda realidad. Su propia nación convertida en un colosal, grotesco y encanallado estercolero, cuya gerencia, ellos mismos les habían entregado a los truhánes más despreciables y desvergonzados que en la misma existían. La sociedad transmutada en un pestilente cenagal. Las gentes, como alimañas, mordiendose entre sí, con rabiosas dentelladas.

Tan solo el personal enriquecimiento era meta para esa inmunda grey.  Tan solo el embuste habitaba sus almas. Tan solo la envidia, su pasión encendia. Tan solo el rencor, su corazón movía. Tan solo el latrocinio les conducía. Hueros de saberes. Carentes de conciencia. El engaño como única destreza. Así son, en realidad, aquellos que cultivan los abrojales en los que el futuro de la nación quiere nacer.

Solo al amo, lejano y escondido, obedecen.

Creyendo que Dios ha muerto, hacen de la profanación mérito, del sacrilegio pauta y de la blasfemia lema.

Tan solo a Lucifer, por su intrínseca maldad, admiran. Tan solo a Satanás, por su naturaleza homicida, dan culto. Tan solo ante el Diablo, por su mentirosa esencia, muestran pleitesía.

Con taimadas palabras de libertad trenzan las cadenas, con las que a todos nos quieren esclavizar.

Del civil enfrentamiento hacen ubre de la cual ordeñan su fortuna.

Dicen luchar por la igualdad, cuando lo que, en realidad persiguen es ser los más privilegiados entre los desiguales.

Legalizan el descerrajamiento de las viviendas privadas por parte de los “okupas”, exigiendo a los propietarios correr con los gastos que estos ocasionen en la vivienda cuyo uso les ha sido usurpado.

La nación navega por una oceánica miseria moral. La sociedad ha quedado transmutada en un  enorme corralón en el que, con el pesebre como única meta, las bestias mutuamente se cornean. El pueblo envilecido, desorientado y sin norte, se encuentra inmerso en la pobreza y rebosante de ignorancia.

A las mujeres y a los hombres, arrebatándoles su naturaleza, se empeñan  en convertirlos en meros constructos emanados de una cultura caduca, proscrita y represora.

Se abortan miles de niños y se asiste, con innovadoras tecnologías, el suicidio.

De los menores tutelados por el Estado, sujetos próximos al poder, hacen instrumentos de satisfacción de sus pervertidas pulsiones sexuales.

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Nos quieren hacer ver a los seres humanos, como entidades malignas que al planeta Tierra dañan, perturban y matan.

A los animales les otorgan las dignidades que a los seres humanos hurtan

Ya los gusanos que la muerte cría en su granja, cantan alborozados el miserere que la oscura realidad les inspira.

Ya, el gigantesco alud de podredumbre que todo lo arrasa, es incontenible

Este es el motivo por el cual, con desasosiego entristecido, queremos brindar este cuento    La estrella de Tiburcio– a aquellos, ya ancianos españoles, que un día, soñaron que el odio encanallado había dejado de ser el sentimiento básico de interacción entre sus compatriotas.

Vaya La estrella de Tiburcio, como brindis a los, ya envejecidos españoles, que, como yo, en su lejana juventud, yendo de paseo por la vida, mientras soñabamos con una España en paz y en libertad; con  una España en fraternal convivencia; con una España en la que rebosara la juridica igualdad, se distrajeron un ratito, echando miguitas de pan al nido de viboras, en el cual hoy día todos nos encontramos inmersos. Ojalá, los ahora gigantescos ofidios, a los que dió origen aquel incipiente nido de víboras, no acaben, tras inocularnos su veneno, engullendonos a todos en sus repugnantes, escamosas y anilladas corporeidades.

Solo nos queda ponernos en manos de Aquél que a todos los hombres nos dijo: Venid a mi todos los que esteis cansados y agobiados, Yo os aliviaré.

Esperemos que Él nos ampare…. Seguro que así lo hará

Y ahora, vamos allá. Vayamos con el cuento.

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Cuando Tiburcio concluía de ordeñar, las esquilas que colgaban del cuello de las cabras apagaban lentamente sus tañidos. Poco a poco la noche se apoderaba de aquel escenario de empinadas crestas y altos cielos. Los últimos sonidos que escuchaban los oídos de Tiburcio, todas las noches, eran los producidos por el fiel perro, el cual, una vez recorrido el aprisco por última vez, acudía a los pies de su amo y, acurrucado, olvidaba que era tan solo un perro, y daba rienda suelta a sus sueños.

Los ojos de Tiburcio antes de dejar que sus párpados se cerraran quedaban, todas las noches, fijos en una estrella, en la más alta, en la más lejana. Cada noche con las pupilas en aquella casi diminuta estrella, olvidando todo cuanto le rodeaba, mecido tan solo por el silencio que todo lo invadía, dejaba galopar a su imaginación creando con su fantasía, mundos que nunca llegarán a existir y que el tiempo jamás podrá engendrar. Mundos que alimentaban la ilusión en aquel pequeño pastor. Mundos por los cuales, en aquella vida la esperanza era posible.

Todas las noches cuando los cansados huesos de Tiburcio reposaban en el rudo petate, sus inquietos ojos buscaban la insignificante lucecilla y, una vez encontrada, ambos, estrella y pastor en íntima armonía, al igual que dos corazones en el instante que han sido atravesados por el amoroso flechazo, componían la más bella de las quiméricas utopías, la más dulce ensoñación por la cual, tan solo, las fatigas del día tenían una compensación, adquirían un sentido.

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Aquella noche, los párpados de Tiburcio se entornaron antes de lo usual. El cansancio huía por cada uno de los poros del fatigado cuerpecillo. El firmamento negro, inmenso y quieto dejaba, sereno, que toda su infinita bóveda derramara torrentes de paz desde sus incontables y rutilantes astros. Todo era silencio.

Un ser extraño apareció ante Tiburcio. Su raquítica anatomía se contorsionaba con rápidos y ligeros movimientos. Su cara albergaba sonrisas y un sinfín de muecas en cuyo interior se mezclaban señales de ironía, expresiones de cariño complacido y huellas de profunda incomprensión. Sus manos gesticulaban sin descanso dejando entrever raras invitaciones al dormido Tiburcio.

   -¿Un viaje hasta aquella estrella? ¡No puede ser cierto! ¡Oh…si!

Acompañado Tiburcio del extraño duendecillo se adentró en el cosmos. El alma del pastor no podía albergar dentro de sí la dicha que le inundaba. Los llameantes y gigantescos soles daban vertiginoso paso a la oscuridad repetida del espacio sin fin…

Numerosos astros, con la claridad prestada por las estrellas que los tutelaban, miraban extrañados el paso de los dos viajeros. La luz de la estrellita que por las noches contemplaba Tiburcio, momento a momento, aumentaba su intensidad. Los ojos de nuestro amigo apenas podían resistir el torrente luminoso que abrasaba sus pupilas.

Todo ocurrió en un instante. La oscuridad ofreció descanso a los fatigados ojos. El vacío llenó el espacio. Solo la estruendosa carcajada del duendecillo apuñaló los oídos de Tiburcio.

¡Ya has visto tu estrella! ¡Si…tu estrella!… ¿¡No ves Tiburcio!?…Este es el lugar donde se acaba la luz que, diminuta, tú contemplas en tus noches. La luz de una estrella, que hace miriadas de mileños dejó de existir. Una estrella que cuando ya era muy vieja, muy vieja, reventó, y solo quedan de ella los millones y millones de pedruscos y cascotes que ves a nuestro alrededor, los cuales forman una nebulosa dentro de la cual nos encontramos.

Una supernova de tipo 1 a, que así llaman los astrónomos a este tipo de estrellas.

La luz de tu estrella Tiburcio, es la luz de una estrella muerta.

Entre convulsiones despertó aquella mañana el pastor.  No terminaba de entender lo que había sucedido. Le parecía como si le hubieran arrebatado a hierro y fuego, algo muy suyo mientras dormía. Tiburcio se hacía mil preguntas y no lograba respuesta alguna. Al despertar esa mañana percibió dentro de sí, un no se qué…, un qué se yo…, que le había producido un cambio muy grande en sus adentros. Se sentía más mayor. Quizás durante esa noche, sin él mismo percatarse, se había convertido en una persona adulta.

Tiburcio nunca más volvió a mirar a su estrella antes de dormir. Desde aquella noche, solamente los olores del estiércol que cubría el suelo del solitario aprisco, cantaron nanas de mierda a los sueños de Tiburcio.

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