15/05/2024 20:49
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-Yo no sabía que era tan malo lavarse- dijo una señora junto a la oreja de su marido con comedimiento.

 -Tú que vas a saber mujer…tú que vas a saber- replicó el esposo displicente, mientras con gesto  autosuficiente meneaba rítmicamente su lineal bigotillo. Para apostillar tras unos instantes en silencio: Malísimo. ¡Vamos! Horroroso. ¿No lo estás oyendo?

       Varios oradores habían participado en el acto.  El contenido fundamental de la mayor parte de las intervenciones, había girado en torno a los daños que una excesiva higiene corporal, podía acarrear a la salud de los seres humanos.

       Uno aseguró que los tejidos epidérmicos podían sufrir quebrantos irreparables ante una incisiva pulcritud. Otro, que la limpieza excesiva era consecuencia de procesos educativos cimentados en la represión, y ocasionadora de profundos traumas psicológicos inhabilitadores de un adecuado devenir existencial para el sujeto. Todos, en fin, habían tratado de poner a la Ciencia como estricto notario de sus afirmaciones.

       El alcalde de la ciudad, que presidía el evento se puso en píe. Sacó unas cuartillas del bolsillo derecho de su chaqueta. Se colgó las patillas de unas brevísimas gafas en sus orejas y, con gesto docto, comenzó a fingir que leía sobre las hojas de papel desdoblado.

ANTECEDENTES DEL DISCURSO DEL SEÑOR ALCALDE

       El alcalde de aquella ciudad, había realizado un master en la sede central del partido político al que pertenecía. Los contenidos de aquel master iban dirigidos al logro de unas adecuadas destrezas  oratorias. Con no más de quince frases debidamente mezcladas,  se podía pronunciar un discurso de hasta  treinta minutos de duración  sin decir absolutamente nada; sin incorporar contenido alguno a las palabras dichas; sin manifestar un solo mensaje a lo largo del discurso; sin proyectar una sola  idea ante el auditorio, sin que pudiera comprometer al político ningún sonido articulado que saliera de su boca, pero quedando muy bien, en cualquier medio, en cualquier lugar; ante cualquier auditorio, en cualquier circunstancia. Cierto es que, a lo largo del discurso, con intervalos de no más de cuarenta y cinco segundos, se debían intercalar alguna de las expresiones siguientes:

        1º.- En nuestra constante marcha hacia la igualdad nadie quedará relegado.

        2º.- Las libertades que los españoles nos hemos dado.

        3º.- El profundísimo respeto a los derechos  humanos.

        4º.- El rechazo total y absoluto al envilecedor y degradante machismo.

     Aunque el señor alcalde era un verdadero lince en el manejo de las tramas políticas y los chanchullos municipales en el seno del Ayuntamiento, era bastante lerdito en lo que a las labores intelectuales respecta, no siendo la lectura, a decir verdad, una de las habilidades en las que hubiera logrado niveles notorios.  Esta circunstancia fue superada mediante el eficacísimo asesoramiento de su esposa. Esta le escribió un discurso siguiendo las pautas recibidas por su cónyuge en el master desarrollado en la sede central del Partido, a fin de que se lo aprendiera de memoria y en toda circunstancia que lo requiriera fuera recitado ante el auditorio. Implicaba esta medida, claro está, que en todo momento que la palabra del edil fuera requerida en forma de discurso, éste acudiera al mismo texto, a idéntico recitativo.

   -Si es lo mismo lo que digas. No ves que todo el mundo está a lo que está- le decía su esposa al edil tranquilizándolo.

  – Pero mujer…no te parece que…-susurraba el alcalde, quejoso a su esposa.

  -Tú déjate de tantas gaitas y no me vengas con monsergas. Que yo me sé muy bien lo que me digo.

    De este modo la señora del alcalde de aquella ciudad, persuadió a su esposo de que fingiera leer su discurso al objeto de imitar al Secretario General del Partido en sus intervenciones en la Cámara del Congreso de los Diputados, pero que en realidad lo recitara de memoria, para que así todo el mundo pensara que sabía leer evitando, al mismo tiempo, todo tipo de atascos y dubitaciones a los que su lectura silábica le forzaba.

     Claro está que para conseguir el feliz fin deseado, la esposa del edil hubo de ejercer toda su influencia sobre su marido, obligándole a este a recitar el discurso, previamente memorizado, diariamente en dos ocasiones a fin de llevar a término un eficaz  e intenso entrenamiento. Y así el edil veíase obligado por su mujer a recitar el discurso todas las noches, en los interiores de la alcoba antes de serle permitida su introducción en el tálamo. Por la mañana, apenas levantarse el edil, antes de desayunar, y todavía en paños menores, volvía a ser obligado a pronunciar el memorizado y consabido texto.

      No se conformó con esto la esposa del edil, sino que incluso introdujo leves modificaciones a las pautas dadas por el Partido, consiguiendo ciertas mejoras en el resultado final.

      Fue una idea rebosante de creatividad la incorporada por la esposa del edil al perpetuo y perenne discurso de este. En una de aquellas frases que, en el master desarrollado en la sede central del Partido, se les había dicho a los asistentes, debían de repetir reiteradamente durante el trance oratorio y que rezaba: El escrupuloso y profundísimo respeto a los derechos  humanos. La esposa del señor alcalde opinaba que quedaría más lucido y progre concluirla del siguiente modo:… respeto a los derechos humanos de nuestros hermanos gemelos los animales. Y así lo recitaba el prócer municipal, logrando de esta manera éxitos más abultados.

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     Con respecto a eso de las libertades que los españoles nos hemos dado decía la mujer: Bueno eso ya lo dicen todos, o sea que no es nada nuevo, con eso desde luego no se va a llamar la atención de nadie. Pero en fin, si  el Partido dice que se diga, bien dicho estará. Que donde hay patrón no manda marinero.

     Entre dientes comentaba la primera dama municipal con respecto a eso del machismo: Válgame Dios  con el dichoso machismo, con lo que me gustaría a mí que fueras un poquito menos bolo de lo que eres. Porque mira que eres bolo, cariño. Pero bueno si así lo manda el Partido…haremos caso al Partido…¿Qué lo vamos a hacer…?

     Esto no quiere decir que la primera dama municipal no expusiera sus quejas ante aquello de que “en nuestra constante marcha hacia la igualdad nadie quedará relegado”. Y entonces ¿para qué coña estamos aquí? ¡Vamos! Es que cuando te lo oigo largar en el discurso, es que se me pone la sangre envenenada. Pero vamos. Dime…Sí. Sí. Tú…dime… Que pareces bobo,…dime. ¡¿Para qué estamos aquí?!. Porque ¡vamos! el Ambrosio (Ambrosio ocupaba la concejalía de urbanismo) en dos años ya lleva dos fincas. Y tú nada de nada. Vamos hombre…Si como te digo eres muy bolo. Si cariño. Te lo tengo que decir tal y como lo siento: eres un bolo de mierda.

     El edil tranquilizaba a su esposa diciéndola que eso de la igualdad son cosas que se dicen. Que hay que decirlas. Que si no vendes igualdad, hoy día no te comes  un rosco en política. Ya ves al jefe vendiendo aquello de igualdad y talante… ya le ves ahora, con minas de oro en América. Y eso de que nada de nada. Tampoco es eso mujer –se disculpaba el alcalde ante su esposa en tono compungido- ¡Joder! Que tampoco es eso. Que el piso de Madrid y el apartamento de Fuengirola los hemos pagado, en ocho meses con la política. Que no es eso mujer. ¡Joder!…Que no es eso. Pero no te preocupes mi cielo…No te preocupes…Que estoy detrás de un asunto que te vas a caer de espaldas cuando te enteres…Que a mi chatita la voy a poner como a la reina de Saba. Sonriente concluía sus justificadoras palabras el marido, mientras daba un  cachetito acariciador en las nalgas vestidas de su cónyuge.

    El señor alcalde ya había hecho uso de los conocimientos logrados en el master realizado en la sede central de su partido en varias ocasiones. Discurso siempre matizado y mejorado por su esposa, claro.

    Lo había utilizado en la clausura de la Asamblea Provincial de Amas de Casa; en la inauguración del Congreso Nacional de criadores de la cabra muda que se celebró en la ciudad hacía casi un año; en el homenaje al club de futbol local, cuando ascendió a la tercera división regional; en la recepción que el Ayuntamiento ofreció a una ONG que promovía la eutanasia obligatoria, indolora y gratuita a los noventa días justos de que el sujeto adquiriera la condición de jubilado…y en tantas otras más ocasiones en  las cuales, el éxito siempre había sido rotundo.

 

DESARROLLO DEL DISCURSO DEL SEÑOR ALCALDE

 

    -Mis queridos conciudadanos y conciudadanas– comenzó su recitativo el señor alcalde con sus gafas caladas, gesto sapiencial y mirando a las cuartillas que mantenía en sus manos.

     Llenaba el local un conjunto de cien o ciento veinte bultos, que ante las emanaciones de poder que desprendía la persona del señor alcalde, se veían inclinados a mantener una postura de absorto interés.

     Después de una breve pausa, carraspeó el señor alcalde y con voz engolada continuó su declamación ante el silencio atento de todos los bultos. Ningún bulto entendía nada, porque no había nada que entender. Ese había sido el objetivo docente del master realizado en la sede central del Partido por el señor alcalde. Pero los bultos asistentes al acto no desprendían su mirada del orador. Algunos bultos, incluso, hacían con su cabeza gestos afirmativos y visibles, corroborando los sonidos huecos, las palabras vacías que salían de la garganta del prócer municipal.

     Hubo un momento en el que algunos de los bultos, a causa de un no deseado ataque de somnolencia, dejaron que sus cabezas se deslizaran, desde la palma de la mano derecha en la que quedaban apoyadas sus barbillas, hasta los manteles que todavía cubrían las mesas, y en los cuales quedaba clavado el codo, en cuyo extremo superior, la mano sustentadora, exánime ya de energía en sus flácidos dedos, había posibilitado que el desprendimiento de los correspondientes cráneos fuera posible. Este grupal acontecer daba origen a sonidos similares a toques, en unas ocasiones, y repiques en otras, de tambores al colisionar los frontales de los dormidos bultos con los tableros de las mesas. Una sonrisa, tan disculpatoria, como de autoculpabilización, aparecía siempre en el rostro de los bruscamente despertados bultos.

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      De vez en vez, se producían sonidos silbantes y astillados. Sonidos provenientes de las juntas a punto de crujir de los silloncitos en los que se aposentaban los bultos.

      Todos los bultos se veían en la social exigencia de sostener el gesto de ensimismada atención. Era esta misma postura la que, en muchos, producía un agarrotamiento muscular en la zona dorso-lumbar. Este dolorido agobio era causa de que muchos bultos hicieran pequeños y sinusoides movimientos de sus sufrientes caderas buscando el alivio de sus padecimientos. Vaivenes que proyectados en los silloncitos en los que se sentaban, originaban las quejas de sus juntas. Algunas de estas quejas eran silbantes y astilladas, como queda dicho. Otras  parecíanse a tímidos y opacos maullidos.

     Después de veinticinco minutos de discurso el señor alcalde concluyó con un enfático: Muchas gracias.

     Arreció una férvida ovación que los bultos asistentes al acto dirigían al señor alcalde, el cual, con gestos, quería hacer ver que la compartía con el resto de los elocuentísimos conferenciantes.

 

El PROTAGONISTA  DEL EVENTO

 

     Tiburcio, mientras tanto, sumía sus pensamientos en la más profundísima perplejidad. Todo aquello estaba organizado en torno a él y no podía darse una explicación congruente a sí mismo.

     Las dificultades de abastecimiento de agua a la ciudad, ocasionadas por la pertinaz falta de precipitaciones habidas durante los dos últimos años, habían ocasionado qué durante veintitrés horas diarias, la pequeña urbe se viera con sus grifos en secano.

      La fatalidad que arbitra el destino había situado a Tiburcio en un hogar de siete miembros: los papás, cuatro hijos y la abuelita por parte de madre. Tiburcio era el tercero de los retoños.

      Una estruendosa orgía de sanitarios invadía, de siete a ocho de la mañana -único periodo de tiempo durante el cual la ciudad gozaba de suministro de agua- con sonora sinfonía el domicilio de Tiburcio.

      La algarabía familiar, que a esa fatídica y deseada hora, tomaba al asalto los aseos del domicilio de la familia. La pesadez torpe y perezosa en el despertar de Tiburcio. El hecho de que la mayor de las hermanas de Tiburcio, frente al espejo que coronaba el lavabo, finalizara de extender la última de sus cremas sobre su rostro juvenil, al mismo tiempo que, a diario, de las tuberías emanaran los gangosos sonidos que anunciaban la extinción del acuoso suministro. Todas. Todas y cada una de estas circunstancias se habían constituido en causas por las que Tiburcio llevara un año, ocho meses y doce días sin lavarse. Un año, ocho meses y doce días sin que una sola gota de agua hubiera tenido como destino la capa epidérmica que envolvía el cuerpo de Tiburcio. Este fue el motivo último por el cual el muchacho había sido designado CIUDADANO MÁS SOLIDARIO con las municipales y restrictivas medidas para el ahorro de agua.

      El silencio se apoderó del salón. Una refulgente placa fue a parar a las manos de Tiburcio. Una prolongada ovación. La espalda del ejemplar, juvenil y mugriento ciudadano se sembró de afectuosas palmaditas. Lejos, en un esquinazo del grandísimo local, la abuela y los padres del homenajeado, con un pañuelo secaban las lágrimas de sus emocionados ojos.

 

ESCENA FINAL

 

      Ya había pasado todo. Desde un mirador alto y solitario que se encontraba en un parque existente en la ciudad, Tiburcio y Ana -la chiquilla con la que salía a pasear Tiburcio desde hacía ya algún tiempo- contemplaban el ir y venir de las luces de los coches que peregrinaban por una carretera. Un beso. El primer beso. Fue aquel primer beso con el que ambos cambiaron amistad por amor. Fue aquel primer beso lo único limpio que en la ciudad, en aquel instante, había. Fue aquel primer beso lo único noble y claro que aquella ciudad, en ese momento, albergaba. Aunque aquel primer beso, hemos de reconocer, se vió forzosamente prolongado por las mugrientas y pestilentes viscosidades faciales que, a Tiburcio, le habían hecho acreedor del título de CIUDADANO MAS SOLIDARIO. Pero, aún así, fue aquel primer beso el que produjo los bellísimos y musicales susurros de verdad y belleza que, recorriendo todas las encenagadas y silenciosas calles de aquella ciudad miserable, no fueron capaces de percibir ninguno de sus envilecidos habitantes.. 

TELÓN 

      Después las manos de Ana y Tiburcio se apretaron fuertemente, y las miradas de sus ojos se perdieron en la inmensidad a la que la noche teñía con blanquísimas y melodiosas oscuridades.

                          

 

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