22/11/2024 14:45
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Hay un algo majestuoso, un no sé qué en la atmósfera del alba que dulcifica como calmante divino el pasar de las jornadas, su légamo corrosivo, permitiendo levar el ancla del descanso y alzar las velas de un nuevo día con la ingenuidad de un niño, con la virginidad de un ángel. Hay en el aire de las siete de la mañana un desmantelamiento de la cultura, una aspita para el ensueño, una sinfonía de belleza reconcentrada que traspasa el alma y la purifica, repristinando todo lo que toca, limpiando los bajos fondos de nuestro corazón (como los camiones de agua el sucio empedrado de la noche), y entonces el corazón se yergue de su encallamiento miserable.

El amanecer es un fenómeno delicado y religioso que redime de ese sufrimiento de encarnarse otra vez en la consciencia en que consiste el despertar, dolor exasperado para aquellos que gozamos de la dicha del sueño profundo. Pues cuán placentero resulta prepararse el primer café con leche, otro regalo de Dios para hacer la existencia medianamente soportable, y asistir como a una eucaristía del paisaje al renacer de la urbe, observando desde la ventana la veloz erección de su actividad, su creciente agitación de enjambre, ese advenimiento del rugir maquinal de los autobuses, del caminar proletario hacia las bocas de metro, del rumor chirriante de las persianas de los locales. Bares, droguerías, fruterías que con sus aperturas y encendidos nutren las calles de municipalismo inmutable, exactamente igual que en los amaneceres de hace medio siglo, en los que la gente se despertaba con la radio, que me gusta poner a mí también para duchar de perfume tradicional la excesiva modernidad de mi cronología. Y me veo conminado a sumergirme en mi pequeña actividad, entre el café y la radio, bendecido por el fondo acústico de la densa intrahistoria.

Siento el frescor de la mañana besando mi adentro, y la nostalgia que produce tanta hermosura está domesticada por lo apolíneo de las luces del alba y por la humedad fresca de las aceras, que hasta las aceras tienen sus despertares. Entonces me pregunto siempre, como Borges en aquel poema inmortal, si están ajenas de sustancia las cosas y si esta numerosa Madrid no es más que un sueño.

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Sea cual sea la estación y el punto espacial, el amanecer posee una esencia propia, un perfume idéntico. Es lo estable ante las mudanzas de climas y geografías, la columna cósmica que permanece como un cáñamo de eternidad entre las transformaciones intrépidas de la vida y de la historia, y sus respectivas ruindades. Cuando pensamos que todo está perdido en nuestra existencia y que este mundo bien parece sentenciado, vuelve a amanecer como si nada. Bajo su hora se aparecen las cosas de la vida como desprovistas de conflicto, y se aquietan del mismo modo los males de la civilización, pareciéndonos cercano cualquier tiempo pasado, pues en aquel tiempo extinguido que nos lanza su anzuelo poético también amanecía con luces tan bellas e irreales como ahora.

Algo tiene el amanecer de creatura, algo de perdón, algo, en fin, de oportunidad para alojar en el pecho, tras haber sido disculpados de nuestra falta de sensibilidad, una empresa grande y pura. De nuevo amanece, el mundo se salva un día más, y como se lamentaba trágicamente el poeta la noche gastada sólo queda en los ojos de los ciegos.

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