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He visto pasar la libertad. Bonita dama; ¡lástima que no se hubiera quedado! La libertad, ese el don más preciado que los dioses regalaron a los hombres, según Cervantes. Es el regalo más merecido de un jubilado sexagenario. Me he dado un paseo militar por la capital del reino. Marcando el caqui como en los viejos tiempos. Pero, como las aves de corral, de vuelo corto. Pues como ya no estamos para tirar cohetes, no me suelo salir de las fronteras físicas, ni de las morales, que por algo están. Y porque limitan tierras en las que a uno le pueden entender.
Después de cierto vagabundeo, regresé desde el Paseo de la Castellana respirando un poco más sosegado el ambiente metropolitano de Madrid. Sonrío, casi con reverencia. Veo las chicas guapas que cruzan, los fantasmas y zascandiles urbanos, o los buscavidas de los cartones que asaltan los contenedores de basura, o los tumbamartillos, y alguna puta suelta que todavía deriva desde la calle Capitán Haya, hacia Doctor Fleming, o pulula por la calle Padre Damián. A las putas siempre les ponen, los militares, los médicos y los curas. Estas mujeres de vida alegre, pese a estar en el capítulo de los desgraciados, son quienes más aceptación social tienen. Claro que esto ya no es como cuando hicimos la mili por aquí en el año 69, entre otras cosas porque, aunque siga siendo zona nacional, se acabó aquella alegría que la sustentaba. Hoy el barrio estaba lleno de juventud cibernética, robotizada y obsesa que no conoció aquello porque vino mucho después. Sólo sabe lo que le dijeron, que Franco era muy malo, pero ignora la realidad de aquella vida imaginativa cargada de ilusiones. El orden trae la paz, y sólo desde ésta se pueden construir muchas cosas y vivir con dignidad. Por ahí pasamos, pero el tiempo no se detuvo, y pasó también. No preguntes por saber que el tiempo te lo dirá. Ya vivimos aquellos tiempos bonitos de la Historia. Éramos también jóvenes y eso suele ayudar bastante. Ahora toca la destrucción de todo cuanto hicimos. Mejor non meneallo…Para qué amargarse el día.
Por la mente de un jubilata, cuando anda de paseo, cruzan muchas cosas, pero como la libertad, muy de corrido. Y no se suele quedar ninguna. Se le va el santo al cielo, que es donde debe de estar. Mejor así. Y que no quede la tristeza, porque lo peor que tiene es que mata el deseo de ahuyentarla. Resiste más la paz, fruto de una vida ordenada, de privaciones y virtudes, y también se quiebra pronto. Es como la experiencia que cuando se tiene, se pierde la memoria, y de poco sirve. Lo aprendido al fin no vale para nada. Es lo que nos pasa. Quedamos como barcos viejos varados en la esquina del puerto. Por la mente de un jubilado paseando con su soledad, atraviesan los tiempos más dispares; los mágicos soles de abril florecidos, las repentinas tormentas estivales como locas mujeres, los plácidos otoños amarillentos del abuelo con manzanas en la huerta, y los crudos y gélidos inviernos, cuando las aves ya se fueron y los pastores de la Mesta, o sea, cuando no amanece, como en estos tiempos presentes sin alma ni conciencia. Voy paseando solo, enfermo, viejo y cansado, decía Antonio Machado. Un hombre que murió de tristeza y honda pena, casi simultáneamente con su madre, tras cruzar los Pirineos, huyendo de la guerra civil, al tercer día de llegar a Francia. Sobran ejemplos clarividentes para entender la Historia y no volverla a repetir; pero parece que, ésta, como la vejez, interesan poco a la juventud. Y quedan en la esquina del puerto, arrinconadas, tanto la experiencia de los hombres sabios, como la historia que hicieron en este mundo convulso.
La mayor aventura de un jubilado está en que ha de cambiar sus costumbres. Quevedo nos advirtió que nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar y no de vida y costumbres. A un servidor, desde su cuartel general de Madrid, hasta su campamento montañés, allá arriba, en aquel medio hostil, reino del frío aunque estemos en agosto, le llega para mudar las costumbres de vivir, estoicamente conforme a la naturaleza. Piensa en aquel rótulo de la tienda de ultramarinos, que decía: El sol sale para todos, y resiste caminando por el gran teatro del mundo. Para Unamuno, proclamado mentor de andariegos, se viaja, no buscando aquel lugar al que se va, sino escapando de aquel del que se parte. Pues servidor, en esto del movimiento que para Heráclito es lo único que existe, rumia la gran paradoja de la vida: tanto cambio para al fin hacer lo mismo. Al final un servidor no sabe vivir sin su soledad y su propio estoicismo. Para este viaje no se hubieran necesitado alforjas, pero el destino lo ha querido así. Debe de estar escrito con letras imborrables; nadie puede ser como no ha nacido.
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