22/11/2024 02:31
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El capítulo 7, Cuatro días decisivos, trata de las elecciones y del accidentadísimo recuento de los votos. Un auténtico sainete democrático. 

Es importante atender al desarrollo cronológico de los sucesos en estos días. Resulta muy curioso ver cómo la violencia callejera -agitada en la prensa comunista desde el mismo día de las elecciones- es capaz de forzar un cambio de gobierno sin ninguna formalidad tras unas lecciones que las izquierdas empezaban a lamentar como perdidas. Los paralelismos con las elecciones del 31, unas elecciones municipales perdidas por los partidos republicanos que se transforman en un referéndum sobre la jefatura del estado y se saldan con la imposición de la república. 

Las izquierdas habían declarado que, por supuesto, iban a ganar y que en caso de que perdieran sería porque había habido un atraco, literalmente [la desfachatez, siempre la desfachatez]: 

El Socialista anticipaba en su editorial del mismo domingo 16 que «en un juego sucio, como el que se ha planteado ahora, jugamos tan solo a ganar» y que «si el alijo es tan inmenso como para impedir al país, como lo desea, que se manifieste a nuestro lado, nadie podrá pedirnos que acatemos los designios de March y Gil Robles, que no son los del sufragio popular». Algo parecido apuntó El Heraldo, vocero del sector extremo de la izquierda republicana: «Con Comisiones gestoras monárquicas en la mayoría de los Ayuntamientos, con las Casas del Pueblo clausuradas y con la fuerza pública al servicio de la reacción, los votos reales que alcancen las izquierdas siempre serán muy superiores a los que arrojen los datos oficiales».
El 12 de febrero, Azaña había afirmado en León que esperaban «o el triunfo del Frente Popular o un atraco de los poderes oficiales para robarnos el triunfo después de obtenido realmente y que no aparezca en las cifras oficiales».
Para Martínez Barrio, según había dicho el 14 de febrero, su derrota solo se produciría merced a las «malas artes del poder público», que, además, serían prólogo de una persecución de las izquierdas «hasta exterminarlas». 

… el exdiputado socialista Amós Acero aseguró que «si no triunfamos el día 16, será porque nos robarán el triunfo […]. En ese caso, habrá que imponer la victoria como sea».
Fue el comunista José Díaz quien expuso el método en el mitin del Teatro de la Zarzuela el 11 de febrero: había que tomar las calles durante las elecciones y el recuento porque, si no, sus adversarios buscarían «las oportunidades para los pucherazos, para las provocaciones».
Nótese que no hay diferencia entre izquierdas republicanas y obreristas al respecto. La guinda la ponen los comunistas, que descubren los planes que tenían preparados de agitación desde el mismo día de las elecciones. Poco después leeremos: 

Mundo Obrero, sosteniendo la petición de José Díaz de tomar las calles durante el recuento, apelaba a la «acción de masas» para derrotar a un «fascismo» que «se alza amenazador». Esta propaganda llegó incluso a los cuarteles del Ejército: los comunistas informaron a los soldados que se les acuartelaba no como medida de seguridad, sino para sacarlos «a la calle a convertir en derrota el triunfo de nuestros hermanos». Por eso pedían a sus simpatizantes que el 16 se convirtiera en un día de lucha dentro de cada cuartel para demostrar «a los jefes y oficiales monárquicos y fascistas todo nuestro odio».
Ante «el peligro de un golpe militar fascista», la contestación debía ser su «fusilamiento sin contemplaciones». Y es que, para aumentar la confusión, varios periódicos de la izquierda obrera y republicana aludieron a un posible movimiento militar para evitar el triunfo del Frente Popular, y hasta a un fantasioso traslado de tropas de África a la península, a imitación de octubre de 1934[466]. 

Ante «el peligro de un golpe militar fascista» imaginario, los obreristas que declaraban que iban a una revolución impiden el recuento electoral. 

Las derechas, como es habitual, no se lo huelen: 

En la otra orilla, los medios y dirigentes del centro y la derecha, confiados en la victoria que se auguraba para ellos, se manifestaron de forma harto diferente. Si era previsible que ganaran, mejor apelar a sus electores para que no se confiaran, pues las urnas decidirían «el porvenir esencial de España», como dijo Ahora.

Una pacífica jornada electoral con varios muertos y patrullas policiales armadas con metralletas en las calles: 

«El pueblo ha dicho su palabra con seriedad y limpieza jamás vistas». Y según el primer titular del republicano La Voz, las elecciones habían sido un «modelo de ciudadanía».
En Madrid y en Barcelona, ciertamente, las votaciones transcurrieron con muy escasas violencias. Quizá eso explique que muchos medios, y también los principales protagonistas hablaran en un primer momento de «un día pacífico, de calma absoluta». Sin embargo, la tranquilidad de la jornada fue relativa, como se verá enseguida.
… se montó un dispositivo policial histórico, uno de los más importantes jamás dispuesto hasta entonces para una consulta electoral.
La policía puso en la calle sus propios vehículos y otros cincuenta más alquilados. Y a estos se sumaron las escuadras de motocicletas con los nuevos «sidecares equipados con radio» que patrullaron continuamente por toda la ciudad y el extrarradio, «autotanques» que acababan de entrar en servicio, «auxiliares femeninos» para realizar numerosos cacheos por las calles y en las puertas de los colegios, y hasta nichos de ametralladoras en zonas estratégicas de las ciudades.
En Málaga, por ejemplo, circularon camiones de la Guardia de Asalto con ametralladoras durante todo el día. Además, las medidas preventivas se extendieron más allá de las grandes ciudades. Los gobernadores anunciaron el cierre de tabernas y bares desde la medianoche hasta la última hora de la tarde del 16 de febrero.
En Madrid, concretamente, el sábado 15 de febrero se habían formado colas ante panaderías y tiendas de comestibles. Y resultó igualmente sintomático que, durante la semana previa, se registraran más de 17 000 renuncias a participar como presidentes y adjuntos en las mesas.
Desde mediodía del 16 de febrero empezaron a llegar informaciones de provincias que recogían un goteo constante de episodios con distintos niveles de gravedad. Lo que entonces se llamaron incidentes menores fueron muy numerosos y se dieron en casi toda la geografía española. Su presencia nos indica que, en ausencia de las prevenciones adoptadas por las autoridades, quizá muchos de ellos habrían llegado a mayores. En algunos casos, de hecho, así ocurrió.
En Madrid capital fue un grupo de comunistas el que ejerció coacciones para impedir el voto de religiosas, situación que se repitió en Pontevedra, La Laguna, Cadrete (Zaragoza) o San Sebastián, en este último caso con un herido. En Valladolid, al salir las monjas para ir a votar, se produjo un tiroteo que dejó un herido grave.
Se sucedieron numerosos incidentes entre interventores con motivo, por ejemplo, de la votación de religiosas. En Vivero (Lugo), que ya había destacado por la conflictividad durante la campaña, un grupo de mineros sustrajo actas electorales. En Castroverde, en la misma provincia, se secuestraba a un notario, y en Chantada y Palas de Rey grupos armados de izquierdas ocuparon los colegios.
Aunque Galicia fue la región más violenta en la jornada electoral, hubo también muertos y heridos graves en distintos lugares de la geografía nacional.
Con todo, el mayor número de víctimas mortales, tres, se registró en la región asturiana. En Santullano de Mieres, un falangista causó la muerte de un socialista. En Langreo, la víctima fue un falangista a manos de socialistas tras un choque en un colegio electoral al poco de empezar el escrutinio. El tercer muerto fue un afiliado de la CEDA tras una reyerta con izquierdistas en Villamayor.
La misma tarde-noche de la elecciones, con el recuento recién comenzado, empieza la ocupación de calles y la espantá de los gobernadores civiles y de Portela: 

El abultado resultado en la ciudad condal a favor de la Esquerra y sus aliados había conmocionado a los dirigentes de la Lliga, y fue el detonante de la dimisión irrevocable de Félix Escalas. Portela había previsto que, para «no incurrir en ligerezas», Escalas se quedara al menos hasta que hubiese «constancia completa del resultado electoral». Pero, en una conversación telefónica, Cambó solicitó del presidente del Consejo precipitar esa misma noche su sustitución. Como Portela se resistió a ello, Escalas hizo pública, en un comunicado, su marcha. Mientras, en Madrid, la pronta aparición de grupos de izquierdas en varios puntos de la ciudad, especialmente en la Puerta del Sol, provocó tal intranquilidad en el Ejecutivo que Martí de Veses, secretario de Portela, se entrevistó esa misma noche con Martínez Barrio para pedirle que los republicanos llamaran a sus seguidores a desalojar las calles. Por su parte, el director general de Seguridad convocó a su despacho a Primo de Rivera y a los dirigentes socialistas para que contuvieran a sus seguidores.
Fue cesar la lluvia y en Madrid un «río de gente, desbordante, magnífico, arrollador» empezó a manifestar su «júbilo», a levantar los puños en alto «por todas partes» y a gritar: «¡Han triunfado las izquierdas! ¡Ya se acabaron las persecuciones! ¡Viva la República! ¡Viva el proletariado!». No parece que la manifestación fuera espontánea. Sobre las nueve de la noche habían sido detenidos varios afiliados comunistas que distribuían pasquines en los que se denunciaban «cientos de atropellos» que habían impedido la victoria de sus candidatos en varias provincias, y se exhortaba a protestar por ello en las calles.
Lejos, además, de ser meras expresiones de alegría por el triunfo del Frente Popular en varias capitales, conllevaron varios asaltos a las sedes de la CEDA, como ocurrió en Albacete, o episodios de violencia antirreligiosa como el ataque a la casa rectoral de Torija (Guadalajara). No solo servían, además, para intimidar a los adversarios, sino que tales concentraciones ponían contra las cuerdas a las autoridades que, o bien incumplían la ley y cedían ante el hecho consumado, o bien las disolvían por la fuerza.
La noche del 16, cuando comenzaron los desórdenes, la composición de las Cortes estaba en el aire. El resultado era, como se verá, ajustado en unas circunscripciones, por lo que las mayorías y las minorías se decidirían por unos pocos miles de votos; en otras, sencillamente, tan incompleto que era imposible conocer el vencedor. En esas circunstancias, la gestión del orden público era capital para asegurar un recuento tranquilo y, posteriormente, un traspaso de poderes ordenado a quien señalara el presidente de la República. 

LEER MÁS:  José Papparelli, director de ÑTV: “Llega la hora del periodismo que rompa el monólogo de la izquierda globalista mediática”. Por Javier Navascués

Gil-Robles pide la declaración del estado de guerra:
Gil Robles pide que se garantice el orden público, incluyendo la declaración de estado de guerra, una posibilidad recogida por la constitución que no implica golpe de estado.

Convencido de que «las turbas se habían adueñado de las calles en algunas ciudades», Gil-Robles pidió a su secretario, el conde de Peña Castillo, que avisara al comandante Carrasco. Este debía advertir de la situación al general Franco, entonces jefe del Estado Mayor del Ejército. Franco recibió el recado esa madrugada y, de inmediato, se puso en contacto con el ministro de la Guerra, general Molero, que le comunicó que llevaría la declaración del estado de guerra al Consejo de Ministros de ese día.
La demanda del estado de guerra cursada por Gil-Robles y Franco se ha tildado de «golpe legal». Esto, además de un oxímoron, es inexacto. O era un golpe o era una declaración legal.
… el relato construido a posteriori, de una derecha que no aceptaba el resultado y presionaba a un Portela atemorizado para que los militares impidieran el acceso al poder del Frente Popular, se basó en una falsedad notoria que se ha pasado por alto y cuyo origen es, en buena medida, el recuerdo distorsionado de Martínez Barrio. Este afirmó en sus Memorias que a primera hora del 17 «el veredicto electoral» era «concluyente», por lo que estaba justificado que Portela quisiera irse y que las izquierdas temieran un golpe derechista para falsificar el resultado. Sin embargo, como se verá, era imposible un veredicto concluyente a esa hora, como sabía bien el propio Martínez Barrio, que había presidido las elecciones de 1933.

 

Identificar el origen de la pretensión es relevante. Nótese además que después veremos que este gran masón también indicará que Azaña y él preferían que Portela siguiera en el cargo para poder hacer un traspaso con todas las formalidades.

 

El día 17, con el recuento en el aire, las izquierdas solo aceptan que han ganado.

 

Las manifestaciones se generalizaron por todo el país la mañana del 17 de febrero. Algunas fueron pacíficas si bien, como se ha señalado, no eran legales. Pero otras muchas fueron instrumentalizadas por grupos radicalizados de las izquierdas, con el objetivo de presionar para que el gobierno Portela diera paso a un nuevo equipo que decretara la apertura de las cárceles; a sabiendas, además, de que la presencia de miles de personas en las calles podía influir sobre el recuento.

… los concentrados ya no aceptaban otro resultado que la proclamación de su victoria. Lo contrario se consideraba un latrocinio perpetrado por las derechas. Precisamente para evitar que esto se produjera, el grueso de la izquierda obrera acabaría pidiendo sin ambages el cambio de gobierno y de las autoridades provinciales y locales. Y ahí es donde la instrumentalización de las manifestaciones desempeñó un papel fundamental, pues llevando a las masas ante los edificios oficiales, especialmente los gobiernos civiles y los ayuntamientos, se practicaba una intimidación notable sobre las autoridades provinciales y el mismo Gobierno, intimidación que influyó no poco, como se verá, en el ánimo de Portela y sus gobernadores.

Tras ganar la elecciones en la calle, se pasa de exigir la amnistía, sin ninguna formalidad legal. Se amotinan algunas prisiones:

 

Consumado, además, el relevo de poder [en Barcelona], el objetivo de las movilizaciones en la región fue presionar por la amnistía y por la toma de los gobiernos locales. Lo segundo se consiguió casi de inmediato, pues Moles expidió órdenes para reponer los ayuntamientos de izquierdas en Cataluña «sobre los que no pese ninguna circunstancia judicial que lo impida». Al poco, Pi y Sunyer tomaba posesión del ayuntamiento de Barcelona, sin formalidad alguna y aprovechando la presión de los simpatizantes de la Esquerra que se habían concentrado en la plaza de San Jaime.

La jornada del 17 fue especialmente violenta, con muertos, en provincias como Valencia, Murcia, Santander, Vizcaya, Las Palmas, Cáceres o Zaragoza. En esta última, la intervención de la policía frente a los manifestantes, entre los que había grupos armados y bien organizados, tuvo consecuencias trágicas, con un muerto entre los primeros.

… el gobernador [de Zaragoza] resignó el mando en la máxima autoridad militar, el general Cabanellas, lo que suponía declarar el estado de guerra.

No obstante, lo que más alarmó al Gobierno fueron los motines dentro de los penales, donde a los intentos de los presos revolucionarios de forzar su liberación, en conjunción con las concentraciones fuera de ellos, se sumaron los presos comunes.

Por otra parte, la acción de los extremistas tomó a la Iglesia como objetivo, en una nueva muestra de que la violencia antirreligiosa parecía un elemento consustancial de la protesta izquierdista. El 17 se incendiaron templos en las provincias de Madrid, Santander y Valencia, y fueron asaltadas las casas rectorales de Sella (Alicante) y Rúa (Orense), y una ermita en Horche (Guadalajara) por «elementos populares». La amenaza contra edificios religiosos movilizó a individuos de derechas armados que, como en Uclés (Cuenca), se dispusieron a vigilarlos.

Mientras tanto, el gobierno de Portela, da el visto bueno a una declaración de estado de guerra, pero Alcalá-Zamora la para:

 

Después de casi no haber dormido y tras una madrugada complicada en Gobernación, el ánimo de Portela había decaído cuando amaneció el día 17. A las diez de la mañana, fue a ver a Alcalá-Zamora. Este percibió al jefe del Gobierno «sobresaltado por el derrumbamiento de sus cálculos electorales», y consideraba «imposible» continuar en el cargo «así fuera unos pocos días». Alcalá-Zamora le pidió serenidad para afrontar una situación en la que ya «andaban por las calles» grupos «resueltos», y logró que Portela aplazara cualquier amago de dimisión «hasta el viernes»…

Antes de marchar a Palacio, los ministros aprobaron la propuesta del de Guerra, Molero, de declarar el estado de guerra.

Pero los preparativos fueron interrumpidos cuando al término del Consejo en Palacio se supo que Alcalá-Zamora se había opuesto, preocupado por la reacción de las izquierdas. Se apoyó, además, en la oposición a la medida que mostraron en sendos recados el director general de Seguridad, Santiago, y el inspector de la Guardia Civil, general Pozas. El segundo le había dicho a Franco que consideraba las manifestaciones muestra de «¡alegría republicana!», y no creía «necesarias» medidas especiales.

Alcalá-Zamora conocía que Portela y otros ministros habían aprobado los preparativos para declarar el estado de guerra en algunas provincias. Pero lo atribuyó a la «campaña demagógica de Gil-Robles» y a un «lamentable exceso de celo de las autoridades navales y militares» en lugares como Cartagena.

… Alcalá-Zamora pensaba que «una declaración precipitada» podría «atraer otro peligro, el de un golpe de Estado reaccionario».

 

Este personaje no tenía arreglo.

 

Mientras tanto, las izquierdas, quieren que Portela siga en el puesto tragando con los desordenes, pero no quieren que haga nada por contenerlos. Este es el doble juego de los republicanos de izquierdas:

 

… y advirtieron al presidente que la mejor forma de controlar el orden era asegurar un cambio rápido del poder.

… no era adecuado usar la policía para reprimir «manifestaciones espontáneas y pacíficas de los elementos triunfantes» y que resultaba «conveniente que el pueblo percibiese la sensación de que su victoria comenzaba a dar resultados».

Quienes se autoproclamaban vencedores se mostraban, a cambio, dispuestos a «controlar» a sus masas, sin reparar en las consecuencias para el orden público y la seguridad jurídica del recuento.

Tanto Azaña como Martínez Barrio querían que Portela aguantara como mínimo hasta el final del escrutinio. Sin embargo, a medida que las manifestaciones pusieron en peligro esta posibilidad, el mensaje que lanzaron a la opinión no fue el de respetar la ley y condenar a los extremistas de izquierdas que intentaban pescar en río revuelto. Al contrario, se denunció la presencia de «agentes provocadores» y «extraños a las fuerzas republicanas y obreras» para justificar así las primeras violencias ocurridas en Madrid, y se tachó de «improcedente y vejatoria» la declaración del estado de alarma, advirtiendo claramente que el Gobierno ocupaba su «puesto en precario» y no se podía coartar el derecho de quienes clamaban por la amnistía de unos presos que «pronto recobrarán la libertad».

Curiosamente, el gobierno republicano aplicaría después un estado de alarma permanente. Pero Portela no aguanta la presión de la calle:

 

… los problemas de orden público provocaron la marcha de Portela antes de lo que ellos querían, heredando así una situación muy difícil; y, segundo, porque a su izquierda, la radicalización y la presión por la amnistía iban en aumento. Además estaba en juego la propia victoria electoral, que el Gobierno no terminaba de proclamar oficialmente para despejar toda duda, como deseaban.

La izquierda del PSOE aprieta aún más:

 

Sin consideración alguna para las formalidades legales, Caballero demandó sin ambages lo que se pedía a gritos en las calles: «Que se abran las puertas de las cárceles y de los penales. La ley la hace el pueblo. Y el pueblo ha decretado la amnistía».

«El Gobierno dimitirá. Los presos saldrán y los republicanos ocuparán el Poder, respaldados por las masas, cuyo entusiasmo, si alguien se opusiese, arrollaría todos los obstáculos».

La «ansiedad» de los ganadores era «legítima y justificada», porque debía «urgentemente […] entregarse el poder al Frente popular», al que le «corresponde libertar a nuestros presos». El Gobierno, por tanto, era ahora del «pueblo»: «Lo ha conquistado y nadie puede oponerse a que vaya a sus manos». No otra cosa reprodujeron medios republicanos como El Heraldo o La Libertad.

La derecha ve como le roban las elecciones:

 

En cuanto a los mencionados «traidores» y «reaccionarios», quedaron con una mezcla de estupor ante los primeros resultados, preocupación por las implicaciones que pudiera tener la vuelta al poder de quienes mostraban su orgullo por la «gesta» de «Octubre», y un temor creciente por la ocupación de las calles y sus consecuencias en el recuento electoral.

«No es admisible, ni es democrático, que se piense en la constitución de un Gobierno a las pocas horas o a los pocos días de un escrutinio. Falta una segunda vuelta y falta, sobre todo, una discusión de actas».

La situación se precipita día 18:

 

… a última hora del día [18], el Gobierno empezó a recibir «noticias inquietantes», pues los «excesos cometidos por sindicalistas y comunistas en distintas formas y localidades», especialmente algunos «asaltos de ayuntamientos» que, como anotó Alcalá-Zamora, podían provocar tanto la acción de «imitadores» como la «reacción derechista».

… en Jumilla (Murcia), donde 35 derechistas, al menos la mitad falangistas con su jefe local, fueron paseados, humillados y vejados en público.

El de Tarragona no le fue a la zaga: nada más tomar posesión, dirigió un saludo a las personalidades «detenidas» y prometió «destituir inmediatamente a todos los empleados interinos […] nombrados a partir del 6 de octubre»

La cosa se va de las manos, Portela se derrumba el día 19, aunque Azaña y Martínez Barrio aún quieren que aguante:

 

… todo sumaba para quebrantar el ánimo de un Portela que tampoco pudo dormir mucho la noche del 18 al 19. Se lo dijo a Martínez Barrio en una entrevista personal celebrada ya esa noche: que debía irse para que ellos formaran gobierno. La opinión que sacó el líder de UR fue la de un «hombre derrumbado».

De hecho, Martínez Barrio había convenido con Azaña que, pese a la presión obrerista, no era bueno recibir el poder de inmediato y que Portela debía aguantar unos días más al frente del Gobierno.

… el partido debía evitar toda veleidad extralegal y facilitar el traspaso de poderes a Azaña, «ayudándole con toda energía y lealtad a mantener el orden público».

Giménez Fernández no se vio en persona con el líder de UR hasta el día siguiente, ya en la mañana del 19, cuando le dijo que el «cobardísimo Portela» era incapaz de mantener el orden y que ellos proponían una publicación conjunta de notas, tanto de la CEDA como de los partidos de centro-izquierda, para rebajar la tensión. Martínez Barrio le aseguró que su preocupación era no «deshonrar la victoria» con nuevos desórdenes.

Sobre las diez de la mañana, Azaña supo, por boca de Martínez Barrio, que Portela podría ignorar su petición «de que demore la dimisión», ya que había confesado al líder de UR lo mucho que le abrumaba lo que pudieran «hacer las masas victoriosas». Azaña tomó la noticia como un desastre, pues en ese momento «falta[ba] repetir la elección en algunas provincias» y «ni siquiera san[rían] exactamente cuál e[ra] el resultado electoral, ni por tanto, que mayoría ten[rían]».

Pese a que no ofreció noticia alguna sobre el escrutinio, Portela consideraba que este ya no podría variar más que «decimales» y que nada era peor que un «Gobierno interino».

 

El final del gobierno:

… a la una y media Portela se fue allí para comunicar al presidente de la República que dimitía irrevocablemente. Alcalá-Zamora intentó sortear la dimisión convocando apresuradamente a los ministros para que celebraran un nuevo Consejo en Palacio. Sin embargo, este apenas duró media hora. El ministro de la Guerra informó a Portela de que se había reunido con los altos mandos del Ejército y que se podía contar con su lealtad, pero al presidente del Consejo ya solo le preocupaba el «peligro de izquierdas», a decir de Alcalá-Zamora. Dada la actitud de Portela, los ministros se pronunciaron por la crisis y ninguno de los civiles quiso sustituir al dimitido presidente. Alcalá-Zamora manifestó su «absoluta discrepancia» y se lamentó de que la Constitución no le permitiera nombrar presidente del Gobierno a un militar en activo, «porque si no, ordenaría al de Guerra o al de Marina que se hiciesen cargo de la situación como tales».

Consumada su dimisión, Alcalá-Zamora, que había sido el gran responsable de que el Gobierno no frenara los conatos iniciales de esa «revuelta» declarando en un primer momento el estado de guerra, apenas tuvo dudas en señalar a Azaña como «la única solución posible», antes incluso de iniciar una ronda de consultas tan amplia como formularia.

 

[Ninguno de los ministros quería hacerse cargo de] una gestión del orden público que conllevara muertos y heridos pondría al nuevo presidente en el aprieto de afrontar un probable procesamiento penal, e incluso la cárcel, en línea con las exigencias que las izquierdas obreras estaban haciendo explícitas para quienes habían hecho frente a la revolución de 1934.

Azaña, nuevo presidente del gobierno:

 

… el presidente de la República se resignó a entregar el Poder a Azaña, más aún cuando sus socios (Martínez Barrio, Besteiro, Pi y Sunyer y Cabello) apoyaron la solución y desde los medios de centro-derecha se confiaba en el líder republicano para templar el radicalismo de la izquierda obrera.

Ahora bien, el líder de IR consideró que no podían ser «peores» las «condiciones» de su vuelta al Gobierno. Durante las primeras treinta y seis horas la oleada de desórdenes que había temido Portela se hizo realidad, sin que el cambio de gobierno propiciara la desmovilización de los extremistas, al contrario. La llegada al poder de Azaña fue interpretada como la puerta abierta a un cambio rápido de los ayuntamientos y a la amnistía. No en vano, el nuevo presidente se encontró incluso con una situación peor de la que había previsto. «Como si me entregase las llaves de un piso desalquilado», escribió Azaña… 

La expresión de Azaña pone de manifiesto el miedo que le daba la presión obrerista. El hubiera preferido una trasferencia cumpliendo todos los plazos, pero tuvo que coger la presidencia cuando y como le forzaron los obreristas y los disturbios de la calle. Algo parecido sucedió e el 31, cuando tras perder las municipales Azaña y compañía se hicieron con el país. Se cuenta que a Azaña hubo que empujarlo, porque no estaba seguro de que el poder estuviera vacante y temía llevarse un susto.

 

Autor

Colaboraciones de Carlos Andrés
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