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Estaban en la flor de la vida. Eran jóvenes, alegres y vitalistas. Entregados totalmente a su causa, trabajaban con la máxima dedicación y en perfecta colaboración, -como buenos amigos que eran- por alcanzar un ambicioso objetivo que había forjado, desde que eran adolescentes, ese carácter suyo, honesto, disciplinado y altruista, que define el patrimonio común y la idiosincrasia de esos políticos de raza cuya máxima ambición, fuera de toda mira personal, es el servicio sin mancha a la colectividad y la prosperidad de su patria.
Sus nombres no serán olvidados por la historia. ¿Acaso fue olvidado Sócrates, que se suicidó ingiriendo cicuta por demostrar su probidad acatando libremente la sentencia injusta que lo condenaba? ¿Acaso hemos los españoles olvidado al gran Mariano José de Larra, que se quitó la vida por desesperación al verse abandonado por su amor imposible?.. No: hay nombres en la historia a los que por derecho propio decidimos hacer inmortales y reservar su recuerdo en un lugar preferente de nuestra memoria. ¿Por qué entonces nosotros -con qué derecho- íbamos ahora a relegar a un rincón oscuro, a un desván polvoriento de nuestra historia parlamentaria, a esos dos eximios hombres que se acaban de suicidar políticamente, y no con premeditación calculada sino fruto de su torpe entendimiento, de su aturdida razón?… Pablo Casado y Teodoro García Egea: éstos son los nombres; a su memoria dedico estas humildes letras; en su honor reclino mi rostro con mirada compungida y entumecidos mis ojos, si no anegados, por un caudal salado que fluye de mi pecho como un poderoso e incontenible torrente.
¡Qué sueños tan altos los que alimentaban sus mentes!. ¡Qué derroche de candidez la suya, si para otros fuente de gracia y ventura, para ellos verdugo de su desolación!, ¡Ay, Fortuna traidora, que haces estrago de lo que fue gloria, que transmutas como un alquimista infame el oro puro de la dicha en el plomo más pesado de la miseria y el dolor!…
¡Y qué ambiciones las suyas!. Decid si no son propias de su reconocida e insuperable bonhomía, o callad para siempre: abrigaban la pretensión, que manifestaban abiertamente en cuantas ocasiones encontraban propicias, de obtener en las siguientes elecciones un número suficiente de votos como para alcanzar las más altas cimas del poder sin tener que suplicar ayuda y hacer concesiones al partido Vox, al que dirigían sus peores invectivas, sus más crueles execraciones. Ilusión quimérica aparentemente, pero no por ello imposible de toda imposibilidad total y absoluta: tenedla solo como un poco más difícil de cumplir que el sueño de un alpinista aficionado que se propusiera alcanzar la cumbre del Himalaya en traje de baño y chancletas. Pero ahí radica precisamente -en ese coraje sobrehumano- la grandeza de los aventureros intrépidos cuyas legendarias hazañas se han escrito con letras capitales en los libros de historia y en las epopeyas. Y es que estos héroes sin parangón, aún sobrados de fortaleza, coraje y abnegación, no son ni podrían ser perfectos: solo a los dioses del Olimpo les está reservado el triunfo perpetuo sobre la materia. ¡Ay, estulticia!, ¡ay, ingenuidad!, ¡ay, ambición desmedida!: ésas y no otras fueron las causas de su desdicha.
Allí, en la sede de Génova, abatidos y exánimes como peleles de trapo desvencijados, hallábanse tendidos en sus respectivos sillones estos dos políticos. Las masas, desde la calle, vociferaban sus improperios como una jauría encanallada y salvaje: ¡Fuera, fuera!, ¡dimisión!, ¡envidiosos!, ¡Ayuso presidente!… Solo algunas personas movidas por la piedad se acercaban a la sede del Partido Popular con coronas de flores mortuorias en señal de duelo, o acudían a sus puertas para rezar un responso: siempre ha habido corazones compasivos en medio de todas las turbas.
De pronto, el cortejo del Ayuntamiento se abrió paso entre la muchedumbre y accedió al interior del edificio: era el señor Almeida. Le vimos subir por sus interiores con paso firme e intención decidida y le perdimos la pista.
En la calle el gentío no cesaba de proferir burlas, insultos y amenazas contra los dos infelices. Y arriba, en la sala de juntas, todo eran lamentos y crujir de dientes: ¡Qué hemos hecho!, ¡qué va a ser de nosotros!, ¡Isabel Ayuso tiene el favor del pueblo y a nosotros no nos quiere nadie!. ¡Es el fin de nuestra carrera política!..
Y ya, más calmados, se desarrolló entre ellos el siguiente diálogo, según me ha transmitido una fuente cuyo nombre no me es dado revelar porque sería despedido:
-Confía en mí, Teodoro.
-Tú sabes que yo también.
-¿Tú también qué?
-También yo te adoro.
-Dije “Te-o-do-ro”. Has oído mal.
-Son los nervios…
-Esta mujer nos ha joribindigado pero bien.
-La idea de sacar trapos sucios a Isabel fue cosa tuya; ya te dije que te lo pensaras bien, que la envidia no es buena consejera y que nos íbamos a caer con todo el equipo. Si salimos a la calle nos mantean.
-¡Bah…! Resistiremos.
-¡Pero si somos dos cadáveres políticos!
-Resurgiremos de las cenizas y ganaremos la batalla contra Ayuso. Solo hay que expulsarla del partido. Esto crispará a gran parte de nuestras bases, pero yo salvaré los trastos culpándote a ti de haber llevado mal esta estrategia, como me sugieren en el partido. Haré rodar tu cabeza y ya te dejará una empresa del Ibex 35 entrar por su puerta giratoria.
-O sea, que me acusas a mí de felón para salvarte tú. De eso nada, o caemos los dos por este asunto o escribo un libro explicando con pelos y señales cómo conseguiste tu máster.
-Bueno, de eso ya hablaremos. Lo primero que hay que hacer es ponerse a trabajar para hundir la reputación de Ayuso: si se salva de ésta encontraremos otra excusa retorcida hasta que se desmoralice y abandone su lucha contra nosotros…Por cierto: ¿salió ya de la cárcel Villarejo?…
Hasta aquí llegó la información que puedo ofrecerles. Si les ha resultado de interés, si ha suscitado sus más vivas emociones, síganme leyendo. Aún tengo cuerda para rato.
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