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Si en muchas ocasiones, esta no es una de ellas, el amor propio es móvil de altas y nobles acciones, cuando «no está moderado y dirigido por la razón, como es el caso, digo yo, se hace orgullo; el orgullo que hincha el corazón, enhiesta la frente, da a la fisonomía un aspecto ofensivo y a los modales una afectación entre irritante y ridícula; el orgullo que desvanece, que imposibilita para adelantar, que se suscita a sí propio obstáculos en la ejecución, que inspira grandes maldades, que provoca el aborrecimiento y el desprecio, se hace insufrible».
No acertaría yo a deciros, a todos los implicados, siéntanse los que quieran referenciados, pero ya nombrados en otros artículos, cuál de ambas manifestaciones encuentro más perniciosa; pero me atrevería a decir que prefiero la altivez desdeñosa del orgullo a la hueca pomposidad de la vanidad y de la prepotencia, que excluye, como es el caso, hasta la más remota actividad intelectual; o la envidia, el más asqueroso de los pecados capitales.
El desmedido amor propio, que es, a fin de cuentas, un estado morboso del espíritu no siempre presenta el mismo carácter. «En los hombres de temple fuerte y de entendimiento sagaz, que no es vuestro caso, es orgullo; en los flojos y poco avisados como vosotros es vanidad…», caso de los «valientes» que parecen creer que «lisonjeado el orgullo», los orgullosos no rechazarán la lisonja, por temor a dañar su reputación haciendo el ridículo.
«El orgullo, dice Balmes, tiene más malicia, la vanidad más flaqueza; el orgullo irrita, la vanidad inspira compasión; el orgullo sugiere, quizás, crímenes; la vanidad, ridículas miserias; el orgullo está acompañado de un fuerte sentimiento de superioridad e independencia; la vanidad se aviene con la desconfianza de sí mismo, hasta con la humillación; el orgullo tiende los resortes del alma, la vanidad los afloja; el orgullo es violento, la vanidad es blanda; el orgullo quiere la gloria, pero con cierta dignidad, con cierto predominio, con altivez, sin degradarse; la vanidad la quiere también, pero con la lánguida pasión, con abandono, con molicie; podría llamarse la afeminación del orgullo».
Ante la certeza de tamañas injusticias, que se pueden comprobar en los procedimiento/s de los que soy conocedor, la falsedad documental, como queda reflejado en los mismos, la falta de respeto al material clasificado, el rechazo de peritajes que demostrarían implacablemente la inocencia de los encartados, la concupiscencia de fiscales con abogados del Estado y Jueces, la manipulación de pruebas e, incluso, la falsedad de algunas de ellas…, fuerza será que, si no para barrear de vuestro espíritu tal vicio como son los mencionados, para combatirlos os arméis de todas armas, de entre las cuales el mismo Balmes señala en otro pasaje la más eficaz: el ridículo…; «el ridículo, que no sólo se emplea con fruto contra los demás, si no también contra nosotros mismos, viendo nuestros defectos por el lado que se prestan a la sátira…». «Sátira que puede ser tanto más graciosa y libre, cuanto carece de testigos, no hiere la reputación, nada hace perder en la opinión de los demás, pues no llega a ser expresada con palabras y la sonrisa burlona que hace asomar a los labios se extingue en el momento de nacer…».
Consecuencia de la vanidad, que no del orgullo, es, a veces, la persecución encarnizada de los hombres y de las distinciones, a la que muchos os dedicáis por una especie de instintiva inclinación; ni unos ni otros tienen valor nunca a los propios ojos cuando se posee un espíritu fino y elevado, del que carecéis, y a los de los demás sólo cuando se reconoce que han sido ganados por un espíritu inteligente y fecundo, y que si es legítimo, o al menos inevitable, por ser hijo de la flaca humana naturaleza , un afán más o menos difuso de alcanzar la gloria, perseguirla con demasiado ahínco, y aún más que a la gloria a los vanos fantasmas de ella que toman formas y colores tan caprichosos como los que en nuestra civilización se estilan, empuja violentamente al ridículo, y llama insistentemente a la burla como es el caso.
¡Amargo, pero exactísimo cuadro del lamentable espectáculo que las concupiscencias, los egoísmos y las envidias pueden ofrecer, cuando se desata la hambrienta jauría de los deseos, asaltada por el vértigo de la carrera hacía los honores, hacía las distinciones, hacía los puestos preeminentes ¡
Y no quiero descubrir en todo lo que he dicho ningún dejo amargo de aflicciones personales; esta vez no estaría bien aplicado aquél expresivo proverbio italiano: la lingua batte dove il dente duole, la lengua late donde duele el diente.
Nada más conforme a razón que aquel sentimiento de la propia dignidad, que se exalta santamente cuando las pasiones brutales excitan a acciones vergonzosas como la que han tenido lugar; que recuerda al hombre lo sagrado de sus deberes y no le consiente deshonrarse faltando a ellos.
A la espera del resultado del contencioso-administrativo y de las derivaciones penales.
Abrazos fuertes como los del oso.
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