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Y de nuevo comenzó la persecución y la conquista del audaz y escurridizo enemigo, porque nunca los españoles, y nadie en realidad, han luchado mejor con un barco que lo hicieron ellos.  

Con esta frase, el oficial británico George Walker resumía uno de los momentos más célebres de entre todos los que sucedieron durante la Guerra del Asiento, que enfrentó a España contra Inglaterra durante nueve largos años, entre 1739 y 1748. Nos referimos a la Carrera del Glorioso, una sucesión de enfrentamientos entre un navío de línea de la Armada Española de 70 cañones contra doce navíos y fragatas inglesas que trataron de capturarlo.

La travesía del San Ignacio de Loyola (Glorioso)  se inicia en julio de 1747 en el puerto mexicano de Veracruz. En su interior, el navío de línea español transportaba una valiosa carga compuesta, entre otras cosas, por más de cuatro millones de pesos en monedas de plata, cuya llegada a España se consideraba fundamental para poder sufragar el terrible coste de la guerra contra el gigante inglés.  Por este motivo, y más aún teniendo en cuenta la dificultad de atravesar un océano totalmente plagado de buques enemigos, el mando de la misión fue encomendado al prestigioso capitán don Pedro Mesía de la Cerda. 

            Tras varias jornadas de navegación, el 25 de julio tenemos al Glorioso cerca de las costas de la isla de Flores, en el archipiélago de las Azores. La tranquilidad que hasta ese momento había tenido la tripulación se desvanece, cuando uno de los vigías da el grito de alerta anunciado que entre la niebla ha podido divisar un convoy británico formado por diez buques, tres de ellos de guerra: el navío de línea Warwick (60 cañones), la fragata Lark (40 cañones) y el paquebote Montagu (16 cañones), además de un buque de transporte armado con otros veinte cañones. La gesta del Glorioso está a punto de iniciarse.

            Siendo consciente de su inferioridad, el capitán español decidió rehusar el combate. Tras ordenar zafarrancho de combate, don Pedro Mesía aprovechó el barlovento y continuó navegando en dirección al Ferrol, a lo que John Crookshanks, jefe del convoy inglés, respondió ordenando la persecución de un barco español que poco a poco logró dejar atrás a todos sus perseguidores. La presa era lo suficientemente jugosa como para dejarla escapar sin más, por lo que el británico mandó al Beaufort  proteger al convoy, mientras él se lanzó en solitario, a bordo del Montagu, a la caza del Glorioso, alcanzándole a las 21 horas, e iniciando un intercambio de fuego artillero nocturno con la intención de retrasar la marcha de su enemigo y dar tiempo al resto de la escuadra inglesa para que se acercasen al solitario navío español.

            A las 11 horas del día 26, los barcos de guerra ingleses ya se encontraban cerca del San Ignacio de Loyola, y para colmo de males pocas horas más tarde se produjo un chubasco que dejó sin viento al buque español, situación que fue aprovechada para la escuadra británica para ponerse en orden de combate e iniciar una desigual lucha contra su enemigo. La lógica invitaba a pensar que don Pedro Mesía terminaría rindiendo su barco, pero contra todo pronóstico hizo girar al Glorioso y cargó contra el Montagu al que dejó pegado a su aleta de estribor y por lo tanto en una excelente posición de tiro para ordenar abrir fuego sobre este bergantín que ante la ágil maniobra de su oponente y el daño sufrido en su casco, no tuvo más remedio que huir para no regresar al combate. El movimiento del español fue magistral porque al mismo tiempo había situado su barco al costado de babor de la fragata Lark, por lo que ordenó una descarga cerrada de todos sus cañones que provocó la destrucción de su mastelero de sobremesa. Totalmente sorprendidos por la audacia de los españoles, la tripulación de la fragata se dispuso a enfrentarse con el Glorioso, pero después de un intenso cañoneo que no duró más de cinco minutos, el oficial inglés, Crookshanks, decidió escapar y alejarse lo más posible de la línea de fuego española.

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            Tras varias horas de lucha la niebla cayó sobre el Glorioso circunstancia que bien pudo ser aprovechada por Pedro Mesía para dejar atrás a sus perseguidores, pero crecido por su victoria sobre los dos barcos ingleses, volvió a girar en redondo y se dirigió hacia el Warwick, mientras incansablemente animaba a todos sus hombres para armar de nuevo sus cañones y prepararse para la batalla. Cuando pasó por el costado de un navío inglés, cuya tripulación no pudo comprender la rapidez con la que el barco español había caído sobre ellos, toda la línea de cañones de la banda de babor estalló en un rugido ensordecedor que hizo estremecer al Warwick, mientras que la tripulación española disparaba una carga cerrada con la fusilería embarcada causando estragos entre los marineros británicos. A partir de ese momento, los dos barcos inician un intercambio de andanadas hasta las 3 de la madrugada de la jornada siguiente, en la que el capitán inglés Erskine no tuvo más remedio que emprender la huida.

            Tras este primer combate, el San Ignacio de Loyola pudo seguir navegando en dirección a España, pero pronto tuvo una nueva ocasión para engrandecer su prestigio. El 14 de agosto tenemos a nuestro hombre en las proximidades del Cabo de Finisterre, cuando un grito de alerta anuncia la presencia de tres nuevos barcos ingleses que ya se divisan en el horizonte. En esta ocasión son tres de los buques de la escuadra del almirante Byng, el navío de línea Oxford (50 cañones), la fragata Shoreman (24 cañones) y la balandra Falcon (14 cañones), los cuales navegan con todas sus velas desplegadas para dar caza al solitario barco español. A las 4 de la tarde, las embarcaciones inglesas ya están a la altura del Glorioso, el Oxford por sotavento y las más pequeñas por barlovento, mostrando su intención de rodear a los españoles para obligarles a luchar entre dos fuegos, pero nuevamente fue el capitán español el que no tardó en demostrar su audacia, cuando tomó la iniciativa e hizo girar el barco para dirigirlo hacia el Oxford, al que le ganó el barlovento, y dejaba a la Shoreman y la Falcon en su otro costado, lo que le permitió al Glorioso disparar todos los cañones de sus dos bandas sobre los tres barcos ingleses que apenas habían tenido tiempo de ocupar sus posiciones para entablar combate. Con una velocidad endiablada, don Pedro Mesía volvió a maniobrar virando en redondo y dejando a los barcos enemigos a su costado de babor, por lo que evitó el peligro de verse rodeado por los ingleses, al tiempo que hacía rugir a sus cañones y disparaba sus dos baterías sobre el Oxford, cuyo capitán Smith Callis salió huyendo con el rabo entre las piernas, seguido bien de cerca por el resto de barcos ingleses.

            Pocos días después, el Glorioso llegaba al puerto de Corcubión, en donde pudo desembarcar todo su cargamento y las enormes riquezas transportadas, imprescindibles para sufragar una guerra en la que el Reino de España logró derrotar al floreciente Imperio Británico. La misión había sido cumplida. Desde ese momento, la épica del Glorioso y de su aguerrida tripulación comandada por don Pedro Mesía, ocupó un puesto de honor en la historia de la Armada Española, pero los acontecimientos posteriores no hicieron más que incrementar su leyenda.

            Tras descargar el valioso cargamento, el barco permaneció cerca de dos meses en la ría de Corcubión, lamiéndose sus heridas mientras esperaba el momento oportuno de hacerse a la mar. Reparados los principales daños, el Glorioso pudo por fin zarpar el 5 de octubre pero con tan mala suerte que a la mañana siguiente se topó con 15 buques ingleses, motivo por el cual se vio obligado a retroceder y buscar cobijo en la costa hasta que el día 11 pudo partir definitivamente en dirección al Ferrol, con tan mala suerte que tres días más tarde un fuerte viento arrastró al barco, obligando al capitán a poner rumbo al sur, hacia la ciudad de Cádiz, atravesando unos mares plagados de navíos ingleses.

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El 17 de octubre, los vigías del Glorioso divisaron a la altura del cabo San Vicente una escuadra corsaria inglesa formada por diez navíos comandada por el comodoro George Wlaker. Inmediatamente cuatro fragatas de guerra: King George, Prince Frederick, Princess Amelia y Duke, que sumaban 120 cañones y cerca de 1000 hombres, iniciaron la caza del Glorioso dejándose llevar por su convencimiento de que en esta ocasión los españoles no tendrían otra solución más que la rendición; una creencia absurda porque ante ellos tenían un barco de la Armada Española que nunca entregaría su bandera sin luchar. Cuando la King George se aproximó al Glorioso, Pedro Mesía de la Cerda le lanzó una andanada lo suficientemente contundente como para desmontarle el palo mayor y varios de sus cañones, iniciándose un feroz enfrentamiento en el que el inglés recibió un duro correctivo. La lucha continuó durante toda la noche, pero a la mañana siguiente se unieron a la fiesta el resto de las fragatas y dos navíos de línea, el Darmouth y el Russell: seis barcos con 250 cañones se iban a enfrentar contra el solitario y maltrecho buque español, aunque al capitán del Glorioso y a su tripulación les dio igual: la lucha iba a ser hasta el final.

            Inesperadamente, el San Ignacio de Loyola se puso en posición de combate, lanzándose hacia una batalla que nunca podría haber ganado. En primer lugar se abalanzó contra el Darmouth para iniciar un duelo artillero que hizo palidecer a su capitán, Hamilton, el cual se vio obligado a maniobrar con la intención de no exponer todo su costado a los cañones del Glorioso, una decisión inteligente pero insuficiente para evitar la desgracia, porque en una de las andanadas procedentes de un barco español que a esas alturas de la batalla se defendía como gato panza arriba mientras era rodeado por unas fuerzas infinitamente superiores a las suyas, acertó a impactar en la santabárbara del navío inglés, provocando una tremenda explosión que finalmente desintegró el Darmouth. Nada les duró la alegría a los marineros españoles, porque poco después se les vino encima un enorme barco de 80 cañones, el Russell, dirigido por el intrépido capitán Mathew Buckle, mientras que otras dos fragatas enemigas se situaron cerca de su popa.

            Durante la noche del 18 al 19 de octubre de 1747 los tripulantes del Glorioso siguieron defendiéndose y disparando con cualquier tipo de arma que tuviesen a bordo, hasta que a las seis de la mañana sus cañones dejaron de disparar. La munición se había agotado. La imagen del barco era desoladora, totalmente desarbolado, plano como un pontón y con la cubierta repleta de sangre. Con gran solemnidad, el capitán español convocó a los pocos oficiales que seguían vivos y les anunció su decisión de arriar la bandera y rendir el navío.

            Cuando don Pedro Mesía de la Cerda subió a bordo del Russell quedó totalmente atónito. El barco inglés estaba prácticamente destrozado. En ese momento comprendió lo cerca que había estado de hundir al buque insignia de la escuadra enemiga, algo que posiblemente habría conseguido si unos días antes se le hubiesen suministrado las municiones que había solicitado mientras se encontraba fondeado en la ría de Concurbión.

            Un año después terminaba la guerra del Asiento con la victoria de España sobre el reino de Inglaterra gracias, entre otras cosas, a la valentía y a la destreza de personajes como Blas de Lezo, Andrés Reggio o nuestro Pedro Mesía de la Cerda, cuya gesta a bordo del Glorioso sigue siendo recordada en nuestros días.

 

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REDACCIÓN