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Señalaba con buen tino Julio Miralta en su biografía Hiel y miel de Claudio Bernard (Editorial Salvat, 1948) la dispar fortuna de los coetáneos Louis Pasteur (1822-1825) y Claude Bernard (1813-1878), unidos, eso sí, por su común impulso a la Ciencia y más en concreto a la Medicina.

En 1865 Claude Bernard publicó Introducción al estudio de la medicina experimental, obra fundamental que apuntaló el camino para una Medicina moderna y científica. Ahora bien, ¿por qué ese libro marcó un antes y un después en la Medicina y en la Historia de la Ciencia?

A mediados del siglo XIX, los médicos y farmacéuticos eran, en muchos casos, farsantes que administraban pócimas, ungüentos y cataplasmas sin ningún rigor científico. Todavía entonces, el reputado profesor François-Joseph-Victor Broussais (1772-1838) era famoso por sus sangrías con sanguijuelas; manteniendo vigente aquella práctica recurrente que ya denunciaran, tiempo atrás, Molière en El médico a palos (1666), o Alain-René Lesage en Gil Blas de Santillana (1715), concretamente en la figura del médico Sangrado.

Entre 1832 y 1833, trabajando como ayudante de boticario en Lyon, Claude Bernard perdió el respeto a médicos y farmacéuticos, advirtiendo que no era necesario ningún título para recetar aquella mágica mixtura llamada “triaca magna” que, cual bálsamo de fierabrás, se vendía como remedio para todo. La famosa triaca estaba compuesta por los restos sobrantes de preparaciones, cajón de sastre de la farmacia. Decenas de ingredientes químicos de desperdicio, reaprovechados en arbitraria mezcla y proporción variante de una vez a otra; prescritos, sin embargo, como curativo para toda clase de dolencias. En poco o nada se distinguían aquellas hechicerías que incluían substancias como ruibarbo, agárico, sales de azufre y mercurio de esotras míticas fórmulas y pociones creadas por brujas o druidas con sus sapos, ojos, entrañas o muérdago…

En el siglo XIX todavía se sabía muy poco sobre el funcionamiento del cuerpo humano y se sucedían las corrientes que pretendían dar respuesta a los múltiples interrogantes que la Medicina presentaba. No en vano, dicho período vio el auge de infinidad de escuelas filosóficas pseudocientíficas que apenas se diferenciaban de las netamente espiritualistas. De modo análogo al hipnotismo o el mesmerismo en el siglo XVIII, se fundaron el animismo, el vitalismo o el organicismo, simultáneamente y no tan distantes del espiritismo, la teosofía, el ocultismo y otras teorías esotéricas… De hecho, Samuel Hahnemann (1755-1843), con sus minúsculas grageas, inauguró la homeopatía. Y Franz Joseph Gall (1758-1828), George Combe (1788-1858) y Cesare Lombroso (1835-1909) popularizaron la frenología en la misma centuria.

A todos ellos se opuso Claude Bernard, en su reivindicación de una ciencia real, objetiva, ajena a confusas teorías más o menos atractivas, pero, en el fondo, indemostrables.

Algunos vieron en Claude Bernard un escéptico, un ateo, un relativista, o las tres cosas juntas y alguna más, no queriendo entender su defensa de la duda cartesiana como motor de un verdadero avance. En su Introducción al estudio de la medicina experimental, Bernard afirmaba: “Los hombres que tienen una fe excesiva en teorías o en sus ideas, no sólo están mal dispuestos para hacer descubrimientos científicos, sino que hacen siempre observaciones muy imperfectas”.

Sin embargo, su método no tenía por objeto instituirse en dogma, sino resolver las dudas que planteaba lo desconocido mediante un esfuerzo honrado; estableciendo unas condiciones de estudio uniformes, sistematizadas y sujetas a contraste y periódica comprobación, apelando únicamente al deseo de conocer: “El método experimental en sí no es otra cosa que un raciocinio por el cual sometemos periódicamente nuestras ideas a la experiencia de los hechos”.

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Sólo teniendo en cuenta esta duda metódica –que conduce a la verificación científica–, puede entenderse la crítica de Bernard a viejas creencias que, indudablemente, lastraban la Medicina: “La medicina se halla todavía en las tinieblas del empirismo, y paga las consecuencias de su estado incipiente. Se la ve todavía más o menos mezclada con la religión y lo sobrenatural. Lo maravilloso y la superstición desempeñan en ella un gran papel. Los encantadores, los sonámbulos, los curanderos en virtud de dones celestiales, son oídos junto a los médicos. La personalidad médica está colocada por debajo del nivel científico por los mismos médicos que buscan las autoridades en la tradición, en las doctrinas o en el tacto médico: este estado de cosas es la mejor comprobación de que el método experimental no ha llegado todavía al campo de la medicina”.

Una visión en absoluto maniquea, en guardia igualmente ante otros corsés, presuntamente científicos, que igualmente –si no más– dificultaban o impedían el acceso a los conocimientos verdaderos: “Las observaciones, las teorías, deben creerse sólo como beneficio de inventario experimental. Si creemos demasiado en ellas, el espíritu se encuentra ligado por las consecuencias de su propio raciocinio; se acaba la libertad de acción y falta, en consecuencia, la iniciativa que posee el que sabe deshacerse de esta fe ciega en las teorías, que en el fondo no es más que una superstición científica”.

En todo momento, Claude Bernard defendió la libertad de pensamiento y la independencia, combatiendo aquello que la impedía: “En medicina, la creencia en causas ocultas, llamándolas vitalismo o de otro modo, siempre es una manera de favorecer la ignorancia y da lugar a un charlatanismo involuntario, por la creencia en una ciencia infusa e indeterminable”.

Bernard siempre se opuso a las corrientes de moda, a los sistemas, a los “ismos”, porque su único fin era hallar bases firmes para asentar un conocimiento verdadero: “El papel del fisiólogo, como el de todo experimentador, es buscar la verdad por sí misma, sin querer servirse de ella como medio de control o demostración de tal o cual sistema filosófico”. […] “El positivismo, que, en nombre de la ciencia, rechaza los sistemas filosóficos, tiene como ellos el inconveniente de ser un sistema más. Y para hallar la verdad, es suficiente que el investigador se enfrente con la naturaleza y la interrogue según el método experimental y con auxilio de medios de investigación cada vez más perfectos. Yo creo que, en este caso, el mejor sistema filosófico es no tener ninguno”.

 

Por otra parte, la semana pasada, invocando una presunta analogía entre Ciencia y Arte, escuchaba todavía a un defensor de las vanguardias artísticas –fábrica de ismos– que éstas promovían la experimentación y que incluso eran fruto de ella; y que yendo contra las leyes implacables y rígidas de la Academia quedaban justificadas. Por supuesto no era la primera vez que oía tal idea, ni seguramente será la última. Sin embargo, recordando a Bernard, no pude evitar volver a preguntarme sobre la solidez de aquellas “razones”… ¿La experimentación para llegar a dónde? ¿Para alcanzar qué? ¿Qué había de cierto en las vanguardias? ¿Qué verdad habían alumbrado? ¿Acaso buscaron alguna? Más me parecía que aquellos “artistas” invocaban, cada uno de ellos, el descubrimiento de una nueva triaca.

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El empeño por estudiar la realidad, por desentrañar la forma, por perfeccionar –o incluso descubrir– una técnica para mejor plasmar la vida, podemos hallarla en Velázquez, o en Bernini; y en quienes, deudores de los grandes maestros, dedicaron su esfuerzo a esa misma búsqueda. Pero jamás en esas vanguardias uniformemente agresivas, dogmáticas, mediocres y estériles.

¿Qué movió a las vanguardias artísticas sino un afán destructor? Experimentar para imponerse en nombre de la novedad, para “epatar”, para desconcertar, para engañar, para oscurecer… Olvidando y haciendo olvidar a aquéllos que mucho antes hicieron del Arte un sinónimo de virtud, belleza, saber y verdad. Las vanguardias –como sectas– dieron a luz una nueva casta de chamanes, brujos y hechiceros, sometiendo el Arte hasta hoy a su imperio, olvidando la Naturaleza, haciendo olvidar valiosos referentes, envileciendo y vulgarizando la técnica. Exactamente igual que esos “pedagogos” que alientan nuevas metodologías experimentales sacrificando miles de niños en el altar de la “innovación metodológica”, en reeditada hecatombe en honor de estúpidos Baales y Astaroth “educativos”.

Picasso, como Pasteur, y al contrario que Claude Bernard, encontró la vocación y el apoyo en casa. Su padre, José Ruiz y Blasco, fue catedrático de Dibujo en la Escuela de Bellas Artes de Málaga y, posteriormente, en la Escuela de “La Lonja” de Barcelona. Sin embargo, al contrario que Pasteur y Bernard, Picasso jamás tuvo como fin el hallazgo de ninguna verdad. Ni mucho menos “la verdad de la pintura”, como dicen los demagogos para ocultar su falta de argumentos bajo el manto de lo cursi.

Por supuesto, alguien dirá que comparar a Bernard con Picasso es mezclar peras con manzanas o churras con merinas. Puede ser. Ahora bien, tampoco es lícito confundir al lector. Pues no es quien suscribe estas líneas el que ha situado al científico y al artista en rango de igualdad entre los astros del “progreso” de la Humanidad. No quede duda: somos los primeros en desmentir, por ridícula y falsa, cualquier hipotética igualdad entre Bernard y Picasso. Todos sabemos que la fama del artista adelanta en mucho a la del fisiólogo, aunque semejante evidencia se nos antoje injusta y moleste la inteligencia.

Es éste el motivo, y ahí reside la pertinencia de la comparación. ¿Cómo hemos llegado a integrar en nuestro imaginario una jerarquización semejante? Debería dar que pensar.

Autor

Santiago Prieto