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“Y es que también los reyes tienen que sacrificar sus intereses personales, y su prestigio, y sus etiquetas, e incluso su futuro en bien de la Patria. Porque todos los pecados contra ella, es decir contra España, son graves, pero más, mucho más, lo son los de aquellos que están en la cúspide del Poder”

 

“¿Qué porvenir tiene la Unión de Centro Democrático? Pues, a pesar del optimismo de sus afiliados, escaso. En primer lugar, porque tienen dentro el cáncer de la desunión. En segundo lugar, y a pesar de tener ya una Constitución, porque media España no ha aceptado su «traición» al pasado y la otra media no aceptará nunca sus orígenes”

 

 

“El Correo de España” se complace en publicar hoy la segunda conferencia que pronuncio Don Julio Merino, siendo Director de “El Imparcial” el 2 de noviembre de 1978, pocos días antes de que se aprobara la Constitución de la Transición.

 

EL FRACASO DE LAS “OPERACIONES DE CENTRO”

 

Así presentó Don Antonio Guerrero Burgos, Presidente del “Club Siglo XXI” al conferenciante

Señoras y señores, amigos todos:

 

Esta noche voy a ser muy breve, porque Julio Merino, el director de El Imparcial, ya no necesita ser presentado en esta casa. Todavía está en la mente de todos nosotros la magistral conferencia que pronunció en esta Tribuna tan solo hace unos meses, el 28 de marzo. Entonces nos habló de «El desenlace de una política de centro» y la marcha de la política actual está demostrando que sus tesis no estaban equivocadas. Hoy le hemos convencido para que nos amplíe el tema, estando como ya estamos al final del proceso constituyente y a punto de tener lo que ya se llama «La Constitución del Cambio».

Sí quiero decir algo que me sale del corazón: al hablar del director de El Imparcial ¿estamos ante un periodista, que es periodista antes que ninguna otra cosa? Desde luego, estamos ante un periodista de raza, de primera división. Pero en cuya definición se anteponen otras categorías que priman sobre las profesionales. Julio Merino es antes que nada un español visceral al que le duele España; un hombre que ama y conoce la moderna historia de España; un hombre que ama la independencia y la libertad y por ambas está luchando a corazón abierto. Sé, como todos los aquí presentes, que ser «Imparcial» en la España que vivimos no es fácil y eso es lo que él está consiguiendo. Sin partidismos.

Hoy nos va a hablar de «El espejismo de la UCD y el futuro del Centro»… y como ya me ha adelantado en privado su tesis les aconsejo que presten la máxima atención. Estamos en 1978 y según Merino a la UCD no le queda mucho tiempo de vida política. Tiene usted la palabra, señor Merino.

 

Aquí texto íntegro de la Conferencia

 

En primer lugar, un capítulo de agradecimiento para los miembros de este Club, y especialmente para su presidente, don Antonio Guerrero Burgos, por haberme ofrecido esta tribuna para hablar sobre España.

En segundo lugar, tengo que decir, y digo, aunque no lo jure, que inicio esta conferencia bajo los efectos inmediatos de dos circunstancias muy especiales: una, la alegría de saber que ya estamos en la última recta de la senda constitucional y desde una posición democrática plena y sincera; y dos, bajo el dolor y la incertidumbre de saberme amenazado de muerte varias veces en las últimas horas, y la campaña terrorista desatada contra la libertad de expresión.

Indudablemente, esto es España. Es decir, que aquí seguimos jugando a hacer constituciones (nuestro deporte político favorito) y jugando con algo tan valioso como es la vida.

Pero no, no va a ser ésta una conferencia triste ni pesimista. A pesar -extraña y casual circunstancia- de ser hoy en el calendario precisamente, el «Día de los Difuntos».

Tampoco yo voy a caer en la trampa de dejarme coger en las redes de aquellos que esperan impacientemente un fallo para cerrarme la boca y acallar la voz de mi libertad, de mi independencia y de mi imparcialidad.

No, no voy a caer en ninguna trampa. Eso queda para los ilusos que todavía se emocionan al oír la palabra España.

Y, sin embargo, hoy quiero hablar desde la alegría de saberme «blanco» de la incomprensión cerril de unos y de otros, desde la Dirección de El Imparcial, un diario que lucha por reflejar la España real, que navega contra la corriente de corrupción que ha irrumpido en la vida política española… y que, por defender la verdad (la verdad, aunque duela), está siendo «perseguido» por la poderosa máquina del Poder.

No, no nos vamos a engañar.

A pesar de los buenos deseos de don Adolfo Suárez, España sigue siendo España. Es decir, el paraíso de la sinrazón y la cobardía; de los Sénecas y de los Campeadores; de los enanos y de los traidores; de los cómodos y de los fofos; de los dictadores y de los demócratas de toda la vida; de los carrillistas y de los piñaristas; de los chaquetas nuevas y de los camisas viejas…

No, no estamos dormidos. España sigue siendo España. Es decir, la tierra de los proyectos constitucionales y el tiro por la espalda. Un eterno querer ser y no ser. Un eterno sueño de libertad. Un eterno tejer y destejer. Un eterno camino de vencedores y vencidos. Un eterno suspiro de convivencia. Un eterno pañuelo de lágrimas, de llanto y crujir de dientes. Una canción al viento. Una bandera pisoteada. Unas pandillas de jóvenes que se matan ilusamente… Y siempre, siempre, la tierra indomable de esta vieja piel de toro que se resiste a dejar de ser España.

No, no quiero asustar a nadie. Pero cuando otra vez la muerte ronda el corazón de nuestros pueblos y de nuestros hermanos… Cuando otra vez se nos va a hacer comulgar con ruedas de molino… Cuando estamos al borde del disparate y a punto de tropezar en la misma piedra de siempre… Cuando el hambre ya cabalga de nuevo, con su carga de desesperanza y de rencor… Cuando nuestros campos y nuestras fábricas se vacían o se cierran… Cuando las madres empiezan a tener miedo o la juventud se llena de sueños encontrados… En fin, cuando tenemos ya el precipicio tan cerca… ¡No hay más remedio que hablar rotundamente claro! Sin tapujos, sin tabúes, sin miedo, a pecho descubierto. ¡Democráticamente! Sí, ¡democráticamente!

Pero hay que hablar claro de todo y de todos. Desde el Rey hasta el último alcalde del último pueblo. Desde el Gobierno hasta el pescador. Del Capital y del Trabajo. Y de los Partidos. No, ya no debe haber tabúes de ningún signo.

Y no debe haberlos, porque por encima de todos, por encima de la Democracia Parlamentaria, por encima de la disciplina y del honor o del honor y la disciplina, por encima de los dividendos y por encima de los intereses personales…, ¡está España! Y España bien se merece un sacrificio: el sacrificio de la verdad.

Por eso, hoy, me atrevo a decir, parafraseando a Don Alfonso XIII, algo trascendental: ¿Monarquía o República?… ¿Democracia o Dictadura?… ¿Izquierda o derecha? ¿Marxismo o capitalismo? ¡Y qué más da! Por encima de todo: ¡España! ¡Siempre España! Así que nadie se llame a engaño. Que nadie se dé por escandalizado.

Y quien vaya o quiera darse por escandalizado yo le recuerdo aquella conversación de don José María Gil Robles con don Alfonso XIII en pleno apogeo de la II República. «Me propongo cuando pueda -decía Gil Robles- a gobernar con la República. Lo haré lealmente y no para traicionarla. Una Monarquía traída por la traición no duraría. Puesto que voy a hacer un intento tan difícil, lo menos que puedo pedir es que no me creen dificultades por parte de la derecha. Ahora bien, si con ello se consolida la República, no vacilaré en hacerlo.» A lo que don Alfonso, sinceramente emocionado, respondió: «Tienes razón. España es lo primero. Bastante cruz echas sobre ti. No seré yo quien aumente su peso.»

Y es que también los reyes tienen que sacrificar sus intereses personales, y su prestigio, y sus etiquetas, e incluso su futuro en bien de la Patria. Porque todos los pecados contra ella, es decir contra España, son graves, pero más, mucho más, lo son los de aquellos que están en la cúspide del Poder.

Por eso, yo tengo que decir, y lo digo, aquí y ahora: que para mí, antes que la Corona y el Rey, antes que el Centro y Suárez, antes que este o aquel partido, antes que ningún interés… está España.

Y porque, otra vez, veo a España en peligro es por lo que estoy aquí y por lo que… ni las presiones de unos ni las amenazas de otros van a conseguir silenciar mi verdad.

Y porque, otra vez, veo a España en peligro es por lo que, cada día más, siento repugnancia ante la cobardía de muchos y la comodidad de todos. Cuando España está en peligro, ser cómodos o cobardes es como ser «traidores a la Patria».

Ahora se nos habla de moderación y de democracia. Ahora se nos habla a todas horas de las maravillas que es la Unión del Centro Democrático como partido. Parece como si de la noche a la mañana se hubiese descubierto el Mediterráneo y el huevo de Colón al mismo tiempo. Dicen: Todo ha sido posible gracias a la UCD. Todo es posible gracias a la UCD. Y nada será posible sin la UCD. Y repiten: La UCD ha traído la Democracia. La UCD ha hecho la transición sin sangre. La UCD ha homologado la Monarquía con las otras monarquías europeas. La UCD domina la economía. La UCD ha doblegado al Ejército. La UCD ha conquistado a la Iglesia. La UCD controla para sí toda la prensa, toda la radio y toda la televisión. En fin, la UCD es hoy dueña y señora de los destinos de este viejo país.

Y, por ende, su mentor y domador, el señor Suárez, bien puede mirarse al espejo y decirse a sí mismo: «Soy el más guapo. Conmigo no hay quien pueda. Soy el amo, y los demás, mis esclavos. Soy el más inteligente. Soy el más astuto. Soy -¿y por qué no?- el Rey de este Milagro.»

Y, sin embargo, el señor Suárez no ha descubierto nada. Desgraciadamente, en este país todo está ya descubierto. En el parto, antes del parto y después del parto.

EL CENTRISMO DE FRAGA

Corrían los primeros años setenta y un buen día don Manuel Fraga se puso a hablar de la necesidad de una política de centro; una política que huyendo de los extremos hiciese posible la Reforma y salvase a España a la hora de cumplirse las «previsiones sucesorias».

Los extremos en esos momentos eran los comunistas Y los más recalcitrantes servidores del Movimiento Nacional.

¡Qué casualidad! Allí estaban don Santiago Carrillo y don Adolfo Suárez. Precisamente, los dos hombres que luego harían el «milagro». Fraga hizo la tarta y Suárez se la ha comido. Este es el quid.

Para nadie es un secreto que cuando aquel día del mes de julio del 76 la Corona aupó al entonces ministro secretario general del Movimiento a la Presidencia del Gobierno nadie, ni el propio interesado, daba un duro por su futuro. «¡Qué error, qué inmenso error!», dijeron unos. «¡Es un penene!», dijeron otros. Pero todos, tirios y troyanos, se llevaron las manos a la cabeza. ¿Cómo podría hacer la transición un hombre tan rematadamente significado entre los azules? ¿Cómo podría ser el ministro de la Falange el hombre que sentara a una misma mesa a los dirigentes de la perseguida y maltratada izquierda marxista?

Naturalmente, quienes así pensaban no tenían en cuenta dos factores o características personales del designado:

Primero, sus grandes conocimientos de la ciencia camaleónica y su increíble poder de adaptación. A este respecto, conviene recordar que no hay un animal más acomodaticio que el camaleón en todo el reino animal. Por cierto que no hace mucho el profesor Toole hacía en «El Imparcial» una descripción del «camaleón» político, que no me resisto a reproducir:

«Quizá una de las cualidades más necesarias, ¡absolutamente necesaria!, para el político es la de tragarse los sapos… Porque, ¡ay del político que no se trague cada mañana, junto con el desayuno, un buen sapo! Sobre él caerá el rayo del desprecio.»

Segundo, su falta de «cuarteles de invierno». Es decir, no tener a donde retirarse en caso de cese o dimisión. Pues es público y notorio que el señor Suárez, al margen de la política, sólo era un humilde licenciado en Derecho. Circunstancia ésta digna de tenerse en cuenta a la hora de enjuiciar a un político, pues al final resulta decisiva en toda su actuación pública. El hombre que tiene «cuarteles de invierno» puede permitirse el lujo de tener, aunque sólo sea una vez en su vida, dignidad y coraje para pegar un puñetazo en una mesa y marcharse. El hombre que, por el contrario, quemó las naves al hacer su primer juramento ya no tendrá otro remedio a lo largo de su vida que ceder. Ceder para conservar; ceder para trepar; ceder para traicionar; ceder para engañar… ¡Y por ceder, hasta su propia alma! Todo, antes de quedarse en la calle. ¡Ah, qué gran maestro fue en esto mi admirado Fouché!

Estas dos características iban -y van- a ser decisivas en el «currículum» de Suárez como presidente del Gobierno. Y en este marco hay que encuadrar todo lo que ha hecho en este tiempo o, incluso, lo que ha dejado de hacer.

Naturalmente, sus seguidores más cercanos o su gran aparato de propaganda lo plantearán de otra manera. Pero eso ya es política de partido… y yo estoy estudiando al hombre. (Es decir, al hombre que nos lleva al desastre.)

Una cosa está clara, sin embargo: Suárez no llega al Centro por el camino de las ideas o del convencimiento. Eso podría permitírselo Fraga, o Ruiz Jiménez, o Gil Robles, o Areilza… Pero nunca Adolfo Suárez. Suárez llegó al Centro (y así pudo nacer la UCD) por pura conveniencia política. Porque se da cuenta de que con la izquierda no tiene nada que hacer y en la derecha, por experiencias pasadas, se le conoce demasiado bien.

 

LOS CHANTAJES DE SUÁREZ

Entonces se agarra, como a un clavo ardiendo, al incipiente Centro (entonces todavía sólo Centro Democrático), defenestra a Areilza y empieza a hacer de las suyas. Es decir, hace un «Centro» extraño y sorprendente: una mezcolanza de antiguos seuistas, socialdemócratas, liberales, democratacristianos, falangistas arrepentidos, opus, chicos de acción católica, subsecretarios y directores generales, cachorros del franquismo, y cien aparatos más. Y con la maestría del admirado Chicote los mete a todos en la coctelera, los mezcla y los confunde. Y lo que de ahí sale se bautiza con el nombre rimbombante de «Unión de Centro Democrático». Todo, cualquier cosa, antes de perder el poder. Así no es de extrañar que compre voluntades, destroce famas o ceda ante el menor chantaje.

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Pero, llegados a este punto, hay que preguntarse: ¿Sabía don Adolfo Suárez qué era el Centro? ¿Conocía don Adolfo Suárez los intentos de una política de centro que se han hecho en la España contemporánea? ¿Estaba preparado para encabezar y dirigir una operación que, por su trascendencia, podía y va a ser definitiva en esta ocasión histórica? ¿Medía el señor Suárez los riesgos que implica para la Monarquía complicar al Rey en esta operación? Y por último, ¿sabía, o sabe, don Adolfo cómo terminaron estos intentos de Centro en el pasado cuantas veces se llevaron a la práctica?

Esta es la cuestión. Y esto es para mí lo grave. Grave para la Democracia y grave para la Corona. Porque es demasiado lo que nos jugamos todos para dejar el juguete en manos de un político tan sobrado de audacias y tan falto de condiciones.

«El peor de los experimentos que puede hacerse -diría un día mi admirado Lucio Anneo Séneca, cuando era preceptor de Nerón- es aquel que se hace con la vida entera de un pueblo.» No, no ha sido inteligente dejar a una nación como España, en una etapa de transición tan difícil como ésta, de «conejillo de indias» de un político avispado y osadamente audaz, y con un pasado tan camaleónico. Hacer experimentos con un país que sale de una dictadura de cuarenta años y tras una espantosa guerra civil como fue la del 36, es demasiado arriesgado. Pero también de eso algún día el pueblo español exigirá cuentas.

 

LOS EXPERIMENTOS DE “CENTRO”

En fin, creo que merece la pena dar un ligero repaso a los antecedentes de la política de Centro que hoy quiere llevar a cabo la UCD del señor Suárez. Especialmente el gran intento del Centro que fue la llamada «Década de los Moderados» que gobernó España de 1844 a 1854.

Alguien ha dicho que la Historia de España del siglo XIX es la historia de un gran desastre, pues comienza con el desastre de Trafalgar y termina con el desastre del 98.

Lo cual, para empezar, no puede ser ya más pesimista.

Sin embargo, son los hechos. No hay que dar de lado a uno de los males que aquejan a España en esos comienzos de siglo. Es el estado enfermizo a que ha llegado la propia Monarquía. Tal vez, reconocer esto, para aquellos españoles, era demasiado. Pero no para el propio Napoleón Bonaparte, quien en su famoso mensaje de Bayona de 1808 dice:

«Españoles… Vuestros príncipes me han cedido todos sus derechos a la corona de las Españas. Yo no quiero reinar sobre vuestras provincias, pero quiero adquirir títulos de amor y el reconocimiento de vuestra posteridad. Vuestra Monarquía se encuentra envejecida y es misión mía rejuvenecerla. Yo mejoraré todas vuestras instituciones, y os haré gozar, si me secundáis, sin convulsiones… Españoles… Acordaos de lo que fueron vuestros padres; mirad a lo que vosotros habéis llegado. La falta no está en vosotros, sino en la mala administración que os ha regido en los últimos años…»

Pero esto, dicho por el «enemigo invasor», naturalmente, no tenía -no tuvo- valor para los españoles. Y, sin embargo, los hechos posteriores darían la razón a Napoleón. La Monarquía española no sólo había envejecido, sino que había perdido totalmente la iniciativa y la creatividad.

Es curioso observar, aunque sea de pasada, cómo la historia entera del siglo XIX, y tal vez hasta el estallido de la guerra del 36, o tal vez hasta nuestros días, viene marcada por los acontecimientos de 1808. En los seis años que dura la guerra de la Independencia surgen los tres partidos que, con sus naturales variantes, van a llenar todo el siglo: los absolutistas, los liberales y los «afrancesados». Estos últimos, aunque parezca raro. Pero, ahí están las palabras de Artola sobre ellos: «Los afrancesados, que por su ideología ilustrada debían ocupar la transición, el centro, y hacer puente entre los otros dos, son combatidos encarnizadamente por ambos. Al desaparecer -sigue diciendo Artola- dejaron el país sometido a un movimiento pendular, a una oscilación periódica entre los dos extremismos triunfantes. En consecuencia, durante el siglo XIX, las pasiones demagógicas sucederán a los excesos reaccionarios, y éstos a aquéllas, sin que el país logre encontrar el equilibrio definitivamente perdido en estos años de guerra.»

Es decir, la derecha, la izquierda y el centro. Una derecha -los absolutistas- que no quiere ceder en nada y que se cierra en los privilegios ancestrales. Una izquierda -los liberales- naturalmente, aún burguesa, que tal vez influida por las nuevas ideas de la Revolución Francesa, quiere romper todos los moldes y saltar todas las barreras del pasado, incluso con el riesgo de perderlo todo; a veces insensata, a veces idealista y casi siempre poco realista. Por supuesto, muy patriótica. Y un centro -en este caso los llamados «afrancesados»- que agrupa a los moderados y que ya -y he aquí su característica clave- se muestra acomodaticia a las circunstancias, aunque sea sin honor y sin dignidad. Ni están con unos ni están con otros, ni comen ni dejan comer… pero, serviles siempre, se suben al carro del triunfador por aquello de las conveniencias.

 

PRIMERA “OPERACIÓN CENTRO”

Señores, estamos, pues, ante la primera «Operación Centro» de nuestra historia contemporánea. Y ya tenemos las características principales del Centro a la española: moderación, servilismo y acomodamiento.

Sin embargo, no fueron ellos los autores de aquella famosa Constitución de 1812, sino los liberales. Porque este primer intento de «centro» fracasa estrepitosamente.

Y los liberales, como luego se haría costumbre y casi ley, hacen la Constitución que les da la gana, sin contar para nada con las «minorías». Es el pecado de soberbia que van a cometer sistemáticamente a lo largo del siglo unos y otros. Y es que aquí quien gana hoy ya se siente vencedor para siempre. Sin tener en cuenta, desafortunadamente, los vuelcos que da la vida, y más, muchos más, la vida política.

Y comienza el reinado de don Fernando VII, el Rey de quien escribiera don Gregorio Marañón: «Pocas vidas humanas producen mayor repulsión que la de aquel traidor integral, sin asomos de responsabilidad y de conciencia, ni humana ni regia; y, por añadidura, para agravar sus culpas, no estúpido como sus hermanos, sino, ya que no inteligente, avispado.»

De 1814 a 1820 y de 1820 a 1823, así como de 1823 a 1833 (año éste en que muere el Rey) se sucede todo un recital político y pendular. De izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Dos pasos adelante y tres hacia atrás.

Pues el Rey vuelve de la mano del Ejército, al menos de los oficiales generales de más rango, y gracias a un golpe de Estado en toda regla, que borra de un plumazo (Decreto por el que se declara la Constitución y las Cortes «nulos y de ningún valor ni efecto, ahora ni en ningún tiempo, como si no hubiesen pasado jamás tales actos y se quitasen de en medio del tiempo») cualquier aire de apertura y de libertad.

Esto, naturalmente, hace que las posiciones se radicalicen y que los partidos se escindan. Los absolutistas, la derecha, se hacen más absolutistas. Los liberales, la izquierda, se hacen más liberales. Y el centro, recogiendo individuos rezagados de la derecha y de la izquierda (es decir, de los que tenían miedo de comprometerse demasiado).

La derecha, cerrilmente ofuscada, controla, domina, usurpa, aplasta y desgobierna la llamada primera etapa absolutista (1814-1820). La izquierda liberal, impaciente, soñadora, soberbia, fatua y tal vez insensata, controla y domina a su vez la etapa del trienio liberal o constitucional.

Son los años del «Trágala», que tanta guerra daría, y cuando Fernando VII pronuncia su famosa frase al aceptar por la fuerza la Constitución: «Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional.»

Vuelve la derecha absolutista en 1823 de la mano de otro ejército (el de los Cien Mil Hijos de San Luis) y vuelve -¡cómo no!- con espíritu de revancha. Pues, aunque el Rey había dicho por Decreto poco antes: «Prometo libre y espontáneamente, y he resuelto llevar y hacer llevar a efecto un olvido general completo y absoluto de todo lo pasado sin excepción alguna, para que de este modo se restablezca entre todos los españoles la tranquilidad, la confianza y la unión, tan necesarias para el bien común y que tanto anhela mi paternal corazón», en cuanto da la espalda y se ve otra vez en situación de guerra, no sólo anula esa «amnistía» oficialmente, sino que atiza el fuego de la división y de la lucha al convertirse en «el más implacable de los beligerantes».

Por lo que no es de extrañar que corra la sangre de los «vencedores» de ayer, que las cárceles se llenen y que salgan caravanas enteras de liberales camino del exilio. Es la Década Absolutista, conocida como la «Ominosa» y el momento cúspide del poder personal del Rey. Es -como dice Ricardo de la Cierva- «la marcha ciega a la guerra civil», la cerrazón reaccionaria completa -a veces hasta límites de sadismo- contra todo lo que oliese a liberal».

Es el desatino de las dos Españas.

Por eso no debe extrañar que se vaya a la guerra, es decir a resolver en el campo de batalla lo que por la vía del diálogo ya no tiene remedio, en cuanto muere el Rey Fernando VII, el verdadero artífice de la división y el más nefasto poder arbitral que ha existido jamás.

Y a la Guerra Civil se va a pesar de los esfuerzos de Cea Bermúdez por crear una «tercera fuerza» que sea capaz de salvar las diferencias radicales de absolutistas y liberales. La intención de Cea Bermúdez fue la de «buscar una tercera solución a la crisis española armonizando absolutismo y reformas, de acuerdo con el viejo esquema del despotismo ilustrado». Y a pesar de la moderación de Martínez de la Rosa.

Pero también este nuevo intento de buscar una «tercera fuerza» fracasa estrepitosamente. Y me pregunto: ¿Es, pues, que no hay sitio en España para un partido moderado que sirva de puente de las dos Españas? ¿Es imposible dar forma a esa tercera fuerza que sirva de colchón para los envites de unos y de otros? Naturalmente que sí hay sitio. Naturalmente que no es imposible la fórmula. Decir lo contrario sería absurdo.

Pero, de lo que se trata es de hacer las cosas bien hechas y de sobreponer los intereses generales a los particulares. Es decir, de poner por encima de todo y de todos a España… y, lógicamente, no tropezar en las mismas piedras de siempre: la del oportunismo y la soberbia; la del miedo o el desgobierno; la de la indecisión y el desorden; etc.

En fin, como no se trata de hacer un repaso exhaustivo de nuestra Historia, vamos a referirnos al gran intento de Centro que fue la «Década de los Moderados».

Una cosa está clara al terminar la Guerra Civil en 1840: que España ha cambiado radicalmente. Pues no en vano ha saltado la estructura social anterior y se ha ahondado aún más el abismo que separa a las dos Españas. Ha cambiado la situación de la Iglesia, una de las columnas del régimen anterior, por haberse alineado con el bando perdedor. Ha cambiado la mentalidad de los militares, al caer sus generales de la guerra en la tentación política. (Respecto a este punto, no estaría de más puntualizar que el Ejército en todo el siglo XIX no actúa nunca como tal en bloque, sino que son actitudes y «pronunciamientos» individuales en su mayor parte los que deciden o influyen en los acontecimientos.)

Según Sánchez Agesta, «los generales del reinado de Isabel II fueron simplemente políticos que utilizaron para sus fines el Ejército en el que ejercían mandos». Según Pabón, «la preponderancia política de los militares se debió al tránsito lento y nunca consumado de la guerra civil a la paz».

Y ha cambiado, naturalmente, el cuadro de los partidos políticos. Porque si a la guerra van un partido absolutista fuerte y hermético; un partido liberal cohesionado y numeroso; y un incipiente partido de centro, apenas oído entre el estruendo de los cañones, de la guerra salen: un partido absolutista derrotado y ya muy disminuido; un partido liberal escindido en su ala progresista y en su ala moderada; y un partido de centro bastante fuerte. ¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido?… Pues, sencillamente, que al Centro han ido a refugiarse los absolutistas moderados que piensan que la fuerza no conduce al entendimiento; y, naturalmente, los moderados de antes de la guerra, es decir, aquellos que buscaban la «tercera fuerza» que evitase el choque entre hermanos.

 

LA DÉCADA MODERADA

Y este partido del Centro, este conglomerado de gentes e ideologías diversas, es el que se impone en el proceso constituyente que se inicia tras el golpe de Estado que acaba con el predominio del general que ha ganado la guerra, es decir, Espartero, el Duque de la Victoria, y el que hace la Constitución de 1845… Y, claro está, el que gobierna, con variantes y excepciones, hasta la caída de la Monarquía de los Borbones en 1868.

La pauta de lo que va a ser este «Centro» en sus años de predominio y mando la marca la propia Reina en su Discurso de la Corona del mes de octubre de 1844, cuando dice: «Cansados de alternativas y trastornos, los españoles desean con ansia disfrutar la tranquilidad y sosiego bajo el imperio de las leyes y a la sombra tutelar del Trono.» Es decir, los españoles están cansados de guerras y de enfrentamientos, de reacciones y revoluciones… y lo que España entera quiere es tranquilidad, paz y trabajo… (si es que alguna vez los españoles pueden llevar una vida normal).

Por eso se explica el triunfo de los moderados y el resurgir de la nación.

Pero analicemos más detenidamente lo que es este «Centro». Según el propio Menéndez Pelayo, «más que partido fue un revoltillo de elementos diversos y aun rivales y enemigos, mezcla de antiguos volterianos arrepentidos en política, no en religión, temerosos de la anarquía y de la bullanga, pero tan llenos de preocupaciones propias y de odio a Roma como en sus más turbulentas mocedades, y de algunos hombres sinceramente católicos y conservadores, a quienes la cuestión dinástica o la aversión a los procedimientos de fuerza, o la generosa, si vana, esperanza de convertir en amparo de la Iglesia a un trono montado sobre las bayonetas revolucionarias, separó de la gran masa católica del país».

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O sea, un gran revoltillo de ideas y de gentes difícilmente conciliables que, no cabe duda, hubieran podido llegar a formar un grupo compacto y perdurable, si no hubiese sido por las rencillas personales, los contrapuestos intereses, las ambiciones individuales y el exceso de triunfalismo y soberbia. Un grupo que tiene un «programa» denso y claro: gran concepto del «orden» como una necesidad constructiva y lógica que debe seguir a la época revolucionaria. Un respeto profundo y sagrado a la institución monárquica, como símbolo de unidad y autoridad por encima de todos los particularismos. La reconciliación por encima de todos los particularismos. Y, por encima de todo, la idea de arbitraje, de síntesis, entre lo viejo y lo nuevo, entre tradición y revolución.

De ahí que muy pronto surjan en su propio seno tres tendencias dispares y claramente identificadas. Con lenguaje de hoy podíamos decir que en seguida toman personalidad un centro­centro; un centro-derecha y un centro-izquierda.

Primero: un centro-centro que lo encarna el general Narváez (jefe indiscutido del Partido conjunto) y que, aunque en ocasiones se ve tentado de irse a un lado o a otro, es decir, a su izquierda o a su derecha, se mantiene firme en la idea central: mantenerse en el poder y no dar beligerancia a nadie. Gobernar sin pactos, pero con orden; seguridad con libertad; bienestar y progreso con trabajo. Es el centrismo de «ni lo uno ni lo otro» sino «lo mío». Con lo cual, además de dejar fuera a las dos Españas ya conocidas, trataba de crear la tercera España.

Segundo: un centro-derecha que constituye el «grupo Viluma» y que por encima de todo defiende la idea de la «gran reconciliación nacional», como síntesis de dos periodos históricos que permitiese el inicio de uno nuevo y armonioso, como puente tendido entre la Tradición y la Revolución. Es decir, la superación de los dos bandos de la Guerra Civil y una gran política de reconstrucción nacional que sacase al país de la pobreza en que había quedado tras los años de guerra. A este grupo o fracción se le denominó la «Unión Nacional», por su deseo de reconciliar a los absolutistas vencidos y a los liberales vencedores.

Tercera: un centro-izquierda, o ala «puritana», encabezada por el abogado Joaquín Francisco Pacheco y defendida por el propio Ríos Rosas, que propugnaba un «moderantismo estrictamente legal y constitucional, capaz de entenderse, no ideológicamente, pero sí dialécticamente, con los progresistas… y que se apuntaba a la necesidad de establecer un turno pacífico de gobierno con los progresistas, a fin de facilitar a éstos el periódico acceso al poder y evitar el peligro de conatos revolucionarios.»

Este grupo fue el que preconizó y más tarde consiguió la creación de un nuevo partido: la Unión Liberal.

De estos tres «centros» posibles triunfó, de momento, el intermedio, o sea, el «centro-centro». Porque años más tarde, cuando ya el pueblo ha comprendido que tras su espléndida pantalla, en realidad no hay más que el deseo freudiano de permanecer en el poder a toda costa, sería el «centro-izquierda» el que acabaría imponiéndose… aunque ya fuera tarde y a destiempo. Porque quien al final se impuso de verdad fue la Revolución, es decir, la izquierda progresista.

Así que una vez más fracasa el intento de una política de Centro (aunque haya ostentado el poder más de una década). ¿Por qué? Recapitulemos. Los moderados de 1844 fracasan entre otras cosas por lo siguiente: Por sus luchas internas. Por el afán protagonista de sus principales cabezas. Por no haber sabido dar al país un ideal común y nacional. Por la soberbia de creerse absolutamente indispensables. Por no haber acertado a reconciliar las dos Españas. Por sus contradictorias medidas económicas. Por no haber resuelto el problema del orden público. Por la corrupción que introdujeron en la Administración del Estado. Por intentar implantar -¡caso inaudito!- una Dictadura Liberal. Y, por encima de todo, por provocar, con escasa visión política de futuro, la salida de la legalidad del partido de la oposición. Con lo cual consiguieron que los progresistas pasaran de ser la oposición al partido gobernante a ser la oposición al régimen, es decir, a la Monarquía.

¿Consecuencias de estos «pecados»? Dos principales. En primer lugar, haber perdido la «gran ocasión» histórica de consolidar la democracia parlamentaria y constitucional y ahondar aún más el abismo que ya separaba a las dos Españas, dejando el camino sembrado para nuevas guerras. Y en segundo lugar, la caída de la Monarquía, que ya difícilmente volvería a renacer en el corazón de los españoles.

Pero, ¿por qué cae la Monarquía, con el exilio forzoso de Isabel II, al fracasar los moderados, o sea este intento de Centro? Sencillamente, porque al no conseguir la reconciliación de los dos bandos de la guerra civil, sino más bien todo lo contrario, y al identificarse tan plenamente con la corona, ésta no resiste la derrota del partido que la ha sostenido. Y no sólo no resiste la Corona, sino que da lugar a que surjan los primeros republicanos, pues al dejar de creer en una forma de Estado (la Monarquía), inevitablemente los ojos se vuelven a otra (la República).

Pues bien, de aquí podíamos saltar a otros intentos de centro. Podíamos referirnos a la Revolución desde arriba de Maura y Canalejas. (Y que no sorprenda que me salte a don Antonio Cánovas del Castillo, pero es que el intento canovista fue otra cosa.)

«Por eso he dicho y repito que España entera necesita una revolución desde el Gobierno -dice Maura- y que si no se hace desde el Gobierno, un trastorno formidable la hará, porque yo llamo Revolución a eso, a las reformas hechas desde el Gobierno, radicalmente, rápidamente, brutalmente, tan brutalmente que baste para que los que están distraídos se enteren, para que nadie pueda abstenerse, para que nadie pueda ser indiferente y tengan que pelear hasta aquellos mismos que asisten con la resolución de permanecer alejados.»

«Sólo asentándose en la voluntad nacional -dice Canalejas- podrá la Monarquía ser fuerte, pues la institución más fuerte y poderosa es la que procura ser intérprete de los dictados de la conciencia nacional… Entramos en un nuevo reinado cuya plenitud no puede ser una evolución más, ni un punto más, en la serie temporal o lógica de la vida de la Regencia, durante la que naufragaron, como patentizó el desastre del 98, todo nuestro antiguo régimen administrativo y todos nuestros viejos organismos. Si las Cortes de 1899 eran unas Cortes de liquidación, las presentes deben ser de reconstrucción o constituyentes en el sentido de renovar política y administrativamente la vida del país.»

Pero los dos, Maura y Canalejas, fracasan en su intento de conducir a España por el camino del entendimiento y la concordia. Ni una España, la de derechas, ni la otra, la de izquierdas, entienden, o quieren entender a ambos políticos. Y tampoco la Corona, pues es el Rey Alfonso XIII quien, cometiendo un grave error, despide de malas maneras a Maura y le condena al ostracismo hasta que el propio Monarca, diez años más tarde, y ya al borde del caos, le llama de nuevo, para nada. Porque poco más tarde, al pedirle consejo el Monarca sobre si le parece factible que él aborde directamente la dirección política del país, el viejo y desilusionado luchador le responde:

«Desenlace funesto se debe pronosticar si el Rey tomase sobre sí las funciones de gobierno para ejercerlas directamente… sería menos nocivo que quienes han venido poniéndose en trances críticos asumiesen entera la función rectora bajo su responsabilidad.»

Y el rey, sin dudarlo más, dio «luz verde» a la Dictadura de los Militares. Sin darse cuenta que ese paso iba a ser el principio del fin. O sea, la caída a corto plazo de la Monarquía.

Por su parte, don José Canalejas cae asesinado entre la comprensión, la envidia y la mediocridad. Con lo cual España pierde otra oportunidad. Y la Monarquía, el tren del futuro.

Pero, la vieja España sigue su curso, fatalmente, y, fatalmente, se acerca al precipicio. ¡Cruel destino el de este país!

Item más: podíamos hacer referencia al «Centrismo» de don Melquíades Álvarez. Aquel asturiano radicalmente reformista, que entre 1913 y 1923 difunde por toda España sus ideales de equilibrio, accidentalismo, moderación y centralismo. Aquel que había dicho en un arranque de sinceridad: «Veo dos Españas antagónicas que luchan con violencia: una la del porvenir, llena de ideales; y otra, la triste, envejecida, desmembrada y mutilada por reyes absorbentes y déspotas. Esta España es la que se pretende resucitar en el siglo XX, como si los cadáveres pudiesen volver a la vida, como si fuese posible semejante régimen teocrático.»

Pero, ¡ay!, el intento centrista falla de nuevo… y falla porque no logró encontrar su sitio entre los cada vez más audaces extremismos, y en medio de la desarticulación política en que estaba degenerando cada vez más la ruptura del ideal y el artilugio canovista. ¡Ah!, y qué triste final habría de tener el bueno de don Melquíades, víctima del terror miliciano en 1936.

También podíamos referimos al intento de don Niceto Alcalá Zamora, ya en plena República. Fenecida la Monarquía ­vendría a decir el que fuera primer presidente del nuevo régimen- lo más inteligente será levantar una República que no sea de ninguno de los dos extremos, una República que no la dominen ni las izquierdas ni las derechas. Yo quisiera -dijo en Valencia- poder formar parte, en una República, de su centro. Yo defiendo una República gubernamental y parlamentaria, viable para todos. Pero una República convulsiva e irreflexiva, no. Porque yo puedo comprometerme y arriesgarme, pero no tengo derecho a comprometer a mi Patria.

Pero tampoco don Niceto pudo llevar a buen puerto su intento de Centro, a pesar de presidir durante cinco años la República, y tuvo que morir en el exilio, condenado y censurado por las dos Españas.

¡Triste destino, pues, el de los hombres de «Centro» en este país! Porque, salvo excepciones, ninguno terminó bien.

En fin, creo que es llegada la hora de las consideraciones finales. Voy a tratar, pues, de responderme a las siguientes interrogantes: ¿Qué porvenir tiene la Unión de Centro Democrático del señor Suárez? ¿Qué puede pasar el día que la UCD pierda sus primeras elecciones y ya no pueda repartir cargos? ¿Cuál va a ser la situación de España el día en que se deshaga esta «Operación Centro»? Y, por último, ¿qué será de la Monarquía el día que esto ocurra?

Ni que decir tiene que voy a responder a estas preguntas con la rabiosa sinceridad que he dicho al principio. A sabiendas, claro está, de que mis juicios pueden resultar erróneos y a sabiendas de que no todos los aquí presentes compartirán mis tesis. Pero, señores, España bien se merece, al menos, el sacrificio de la sinceridad.

 

EL PORVENIR DEL CENTRO DEMOCRÁTICO

Primera interrogante: ¿Qué porvenir tiene la Unión de Centro Democrático? Pues, a pesar del optimismo de sus afiliados, escaso. En primer lugar, porque tienen dentro el cáncer de la desunión. En segundo lugar, y a pesar de tener ya una Constitución, porque media España no ha aceptado su «traición» al pasado y la otra media no aceptará nunca sus orígenes. En tercer lugar, porque mal porvenir puede tener quien sólo vive por y para sus intereses, y por y para servirse el poder. En cuarto lugar, porque en lugar de acabar con las diferencias de las dos Españas de la guerra civil, hasta ahora sólo ha conseguido ahondar ese abismo. En quinto lugar, porque hasta ahora no han sabido dar al país un ideal nacional de relanzamiento sino todo lo contrario; es decir, que en lugar de mejorar la situación económica, la vienen empeorando día a día. Y en sexto lugar, porque no sólo ha demostrado una incapacidad total para resolver los problemas de orden público, sino que durante su mandato los españoles han perdido cualquier síntoma de seguridad. España no les va a perdonar la sangría humana que venimos soportando.

Segunda interrogante: ¿Qué puede pasar el día en que la UCD pierda sus primeras elecciones y ya no pueda repartir cargos? Pues aquí creo que no hay dudas. La UCD no está preparada para la oposición. El liderazgo de Suárez será discutido en cuanto salga de la Moncloa, y la desbandada, entonces, será general. ¡Que no se llamen a engaño: así ocurre cuando los liderazgos son impuestos por arriba y no democráticamente!

 

Y MAÑANA ESPAÑA SERÁ REPUBLICANA… Y MARXISTA

Tercera interrogante: ¿Cuál va a ser la situación de España el día en que se deshaga esta «Operación Centro»? No quiero ser categórico; pero las perspectivas de cara al futuro están bien claras. Porque aquí el futuro es clara y rotundamente marxista. ¡Y a fe de Dios que se lo habrán merecido! Al menos por su capacidad de aguante, por su fe en la victoria final, por su astucia y por sus convicciones. En cambio, hay que reconocer que la llamada Derecha sigue dormida en su bienestar, que ha perdido casi totalmente la iniciativa, que ha olvidado sus ideales y que se ha dejado inundar por el conformismo y los personalismos. Por lo tanto, ni debió sorprender lo del 15 de junio del 77, ni deben esperarse milagros en las próximas elecciones. Así pues, España, mañana, será marxista. Porque no lo duden ni se engañen: el Partido Socialista Obrero Español sigue siendo marxista y el PSOE ganará las próximas elecciones. En cualquier caso, tengo que decir y digo, y si hace falta lo juro, que tal vez sea mejor un gobierno socialista que un gobierno de arrepentidos.

Y contestada esta pregunta, creo que también lo ha quedado la última. Pues, si mañana España será marxista, lo lógico es que también mañana sea republicana. Pensar lo contrario, sería no conocer la historia y la fidelidad a sus orígenes del Partido Socialista que fundara don Pablo Iglesias.

Y termino. Termino diciendo lo del principio, con aquellas palabras de don Alfonso XIII a Gil Robles: «Tienes razón. España es lo primero.» Y a quienes, por cobardía o comodidad o miedo, no estén dispuestos a darlo todo por España, quiero recordarles aquellas insignes palabras de W. Churchill antes del comienzo de la II Guerra Mundial: «Entre el deshonor y la guerra, habéis elegido el deshonor… pues tendréis también la guerra.»

 

Autor

REDACCIÓN