20/05/2024 04:50
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Los lectores de esta columna se estarán preguntando – o no, tal vez sólo sea presunción del articulista – por qué no he vuelto a escribir sobre la situación política de mi patria. Sin ánimo de justificarme, ni de “esquivar el bulto” como decimos por estas costas, el devenir de los hechos en la República Argentina supera la posibilidad de un análisis detenido, cuando no, meramente informativo. En unas pocas semanas, los argentinos vimos cambiar a los miembros ministeriales del gobierno nacional, con el evidente mensaje de que lo que estábamos viendo era un cambio total, como si hubiésemos vivido elecciones de por medio. Les recuerdo a los lectores que Argentina, de acuerdo con su Constitución (sancionada en 1853, y reformada por última vez en 1994) es una república presidencialista, es decir, que quien ejerce el Poder Ejecutivo es el Presidente de la Nación, y es él quien decide cuándo se retiran de sus cargos los ministros. Pero, como desde 2019 – fecha de la última elección presidencial – ha resultado electo un presidente que debe su cargo a su vicepresidente, el desbarajuste institucional es mayúsculo, lo que ha dado por resultado un pintoresco sistema de delegación crítica o destructiva del propio poder, que se convierte en bocado apetitoso para los politólogos y periodistas de toda laya. En resumidas cuentas, los argentinos hemos aceptado un régimen de máscaras desde el que un primer magistrado –sólo de nombre – “hace” que encabeza el gobierno, y su verdadera jefa – la vicepresidente – le ordena o lo combate en una acción que la convierte en gobierno y oposición al mismo tiempo.

Las últimas movidas palaciegas, tras un desaguisado de ministerios que duraron lo que un suspiro, llevaron a que se nombrara, por acuerdo de la citada vicepresidente y del presidente de la Cámara de Diputados, a este último, como una clase de súper ministro que concentra en su cartera tres ministerios (Economía, Producción, Agricultura) mientras se desarrolla un juicio, a la vicepresidente, por corrupción de proporciones astronómicas, que involucra a varios allegados de su gobierno allá por 2007 – 2015, y que tiene su origen en negociados en la obra pública iniciados en el gobierno de su esposo muerto, gobierno este último que se desarrolló entre 2003 y 2007. En tanto, las calles son un campo de enfrentamiento entre los que apoyan a la líder en su batalla judicial, y los que la consideran culpable de la mayor estafa al fisco en la historia. Pero, el súper ministro, que mientras tanto administra la actual deriva, ha llevado adelante una suba de servicios e impuestos enorme, en consonancia con una reducción millonaria de los presupuestos ministeriales – un “tarifazo”, como se lo conoce popularmente – que se viene embozando detrás del juicio a la ex primera magistrada.

En síntesis:

1) El presidente no ejerce sus funciones, ya que quedó decorativamente instalado para inaugurar pequeños detalles (Se lo vio por televisión cantar con chiquitos de una escuela en el interior).

2) La vicepresidente se muestra de pleno en su defensa, con descalificaciones hacia el Poder Judicial, y con el apoyo de sus seguidores en marchas y acampes frente a su domicilio.

3) El súper ministro recorta fondos y aumenta impuestos y servicios, todo bajo la cortina de humo del juicio a la vicepresidente.

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4) El pueblo mira sin entender qué maldición supraterrena se ensaña con esta tierra, al mismo tiempo que ve sus ingresos menguados hasta la agonía.

Y podríamos seguir enumerando acciones inconexas. Pero para muestra, basta un botón. Y si los lectores de esta columna me preguntaran a mí hacia dónde se dirige esta república de opereta, les diría que en Argentina hemos roto las brújulas, y que preferimos comprobar si los botes personales aguantarán la tempestad, cada uno en lo suyo, sin proyecto en común. Al fin y al cabo, es lo que hace décadas nos enseñan los políticos profesionales, es decir un remedo del “sálvese quien pueda” que deja de lado todo heroísmo.