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El arquitecto austriaco Camillo Sitte (1843-1903), en 1889, en el prólogo de su magnífico libro Construcción de ciudades según principios artísticos, escribía: “Mientras en el orden técnico hemos avanzado notablemente, en el artístico nada logramos, y frente a las majestuosas edificaciones monumentales modernas, solo vemos, en general, torpes formaciones de plazas y parcelaciones poco acertadas”.

Echaba de menos, por ejemplo, esculturas en las calles y las plazas, criticando que se vieran supeditadas al ornato de los grandes edificios. Y reclamaba, consciente del poder educador de la arquitectura sobre la sociedad que la habita, una mayor atención a los modelos de la antigüedad con el fin de humanizar la ciudad: “Nadie podrá dudar de este intenso influjo del ambiente exterior sobre el sentimiento humano, si alguna vez representóse vívidamente las bellezas de una antigua ciudad. […] nuestro propósito es analizar antiguas y modernas ciudades en sentido estrictamente técnico y artístico, para descubrir los motivos de agrupación que allí produjeron armonía y encanto, y aquí confusión y pesadez, utilizando su estudio para encontrar una solución que nos redima del sistema moderno de bloques de casas, salvar de la destrucción, en lo posible, las viejas ciudades y, finalmente, producir obras semejantes a las de los antiguos maestros”[1].

Téngase en cuenta que Sitte hacía este alegato en la Viena de finales del XIX, capital del Imperio Austro-húngaro, y, sin duda, una de las ciudades más hermosas de Europa. Una urbe moderna cuya prosperidad y grandeza se manifestaba en la famosa Ringstrasse, y, por supuesto, se medía por la talla de sus magníficos arquitectos nacionales: Gottfried Semper (1803-1879), Heinrich von Ferstel (1828-1883), Eduard van der Nüll (1812-1868), August Sicard von Sicardsburg (1813-1868), Karl von Hasenauer (1833-1894) o Franz von Neumann (1844-1905).

Pero a Sitte no le bastaba. Su espíritu crítico e inconformista daba también la medida de una sociedad intelectualmente inquieta. Sitte prestó especial atención a la “relación entre edificios, monumentos y plazas”, y aunque el “movimiento moderno” posterior rechazó su “pintoresquismo” como un gesto romántico, conviene aclarar que el arquitecto austriaco jamás defendió un formalismo vacío. En absoluto el privilegio de la forma sobre la función, y sí un equilibrio entre funcionalidad y ornamento. Porque lo que él pretendía era corregir, precisamente, un desequilibrio: “Tan solo en nuestro siglo matemático, los ensanches y disposiciones urbanas, resultan casi exclusivamente asunto técnico […]”[2]. Reclamando una mayor atención a los aspectos artísticos y un mayor peso de éstos en la concepción de la ciudad; pero, en ningún caso, la humanización de la arquitectura “según principios artísticos” puede considerarse decorativista o antifuncional. De hecho, en referencia al uso de las plazas, lo que reivindicaba era recuperar su antigua función: “Se las emplea muy poco para las grandes fiestas públicas, y cada vez menos en el uso diario, siendo con frecuencia su fin único procurar más aire y luz, interrumpir la monotonía de la masa de casas, y quizá hacer resaltar plenamente el efecto arquitectónico de algún edificio monumental, permitiendo su libre contemplación. Completamente opuesto era en lo antiguo; las plazas principales de cada ciudad eran entonces indispensables para su cotidiana existencia”[3].

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Por supuesto, el advenimiento de las vanguardias sepultó en el olvido las tesis de Camillo Sitte y todo el arte del XIX en aras de una modernidad que se decía racionalista y funcional. Recuérdese el famoso ensayo Ornamento y delito (1913) del también austriaco Adolph Loos contra la Sezession vienesa: “hemos vencido al ornamento […] Dentro de poco las calles de las ciudades brillarán como muros blancos”. Y efectivamente emergió un nuevo estilo, llamado internacional, que pronto extendió su arquitectura blanca y cubiertas planas por todo el mundo, perpetrado por Le Corbusier, Oud, Gropius, Mies van der Rohe, Neutra, etcétera.

Uno de los citados, el arquitecto alemán Mies van der Rohe (1886-1969), afirmaba que la modernidad no debía entenderse como apariencia, rechazando una arquitectura formalista: “Todo cómo responde y está supeditado a un qué. Si no es así, carece de sentido”[4]. Una convicción muy temprana que sostuvo durante toda su vida: “si no parece haber realmente un camino nuevo, no tememos mantenernos en lo viejo […] no son efectos nuevos lo que perseguimos”[5].

Señalaba Mies que la función y la tecnología disponible eran los únicos elementos objetivos que podían y debían determinar la forma resultante: “[…] pienso que el arte de la construcción poco o nada tiene que ver con inventar formas interesantes o con los gustos personales”. Aspirando a que sus construcciones fueran, en su objetividad funcional, el reflejo de su tiempo: “El verdadero arte de la construcción es siempre objetivo, y es la expresión de la estructura interna de la época […]”[6]

Por supuesto, la arquitectura está sujeta a la tecnología disponible en cada momento y es lógico que las técnicas y materiales empleados para la construcción de estaciones de ferrocarril, silos, aeropuertos, puentes, torres de televisión, diques, hangares, almacenes o instalaciones industriales difieran de los utilizados hace siglos en la construcción de ágoras, termas, monasterios, castillos, catedrales o baptisterios. Las necesidades cambian junto a la tecnología y este hecho tiene, sin duda, un eco formal.

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Sin embargo, frente a los que defienden que la función precede y condiciona la forma, hay quienes abogan por lo contrario, privilegiando la apariencia aun a costa de comprometer la misma funcionalidad de la construcción. Y esta circunstancia es característica de la modernidad, por mucho que determinados discursos en el seno de las vanguardias –incluidos los citados de Mies– parezcan desmentirlo.

De hecho, puede argumentarse, como hizo Tom Wolfe en ¿Quién teme al Bauhaus feroz? (1981), que Mies no fue coherente con sus principios y que el afán por hacer visible la estructura de sus edificios le retrataba como un formalista más.

Ahora bien, dicho esto y más allá de las contradicciones particulares del propio Mies, la mayor contradicción del movimiento moderno compartida por todas las vanguardias del siglo XX es que, habiendo recibido sus creadores y adalides una sólida formación académica, hayan dedicado tanto esfuerzo a la minuciosa destrucción del legado de quienes les precedieron y formaron. Una labor que se ha traducido, en la práctica, en una interminable sucesión de corrientes formalistas; en más de un siglo de tropelías arquitectónicas; en el afeamiento de las ciudades, convertidas en un caos de ocurrencias inconexas; en la desensibilización de una sociedad sin memoria, y en el olvido de esa antigua y gran civilización europea cuya arquitectura y urbanismo Camillo Sitte nos recordaba como modelo de humanidad.

 

[1] Op. Cit., Editorial Canosa, Barcelona, 1926, Introducción, pp. 2-3.

[2] Ibíd., p. 2.

[3] Ibíd., p. 4.

[4] Carta al Dr. Riezler, en Die Form, nº 2, 1927.

[5] “Mies Speaks”, The Architectural Review, 1968.

[6] “Mi carrera profesional”, en W. Blaser, Die Kunst der Struktur, (El Arte de la estructura), 1965.

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