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En 1936, el escritor André Gide y sus camaradas Jef Last, Jacques Schiffrin, Eugène Dabit, Louis Guilloux y Pierre Herbart acudieron a la URSS para dar testimonio sobre el terreno de los avances en el paraíso socialista veinte años después del triunfo de la Revolución. “Encantados de antemano, exaltados, dispuestos, tan fervorosos como yo mismo, conquistados por la URSS y por la gran promesa de porvenir, adeptos entusiastas al régimen”, dicho grupo se sumaba a otro mucho mayor de 162 “Amigos de la Unión Soviética”, igualmente predispuestos a cantar los logros de Stalin.

Agasajados por unas autoridades soviéticas que veían en sus devotos visitantes valiosos instrumentos para la propaganda comunista en Occidente, Gide tuvo la perspicacia y valor de anotar en su libro Regreso de la URSS, lo siguiente: “He de confesar […] que la situación extraordinariamente privilegiada […] de la que gozan todos los que manejan la pluma, con tal de que escriban en el buen sentido, ha contribuido considerablemente a ponerme alerta”. Reparando, a su vez, en que el trato recibido no sólo era excesivamente halagador, sino una muestra evidente de la pervivencia de una diferencia de clases que se presuponía abolida por la Revolución: “Esos mismos favores […] evocaban constantemente privilegios y diferencias ahí donde yo pensaba encontrar igualdad”.

Ahora bien, no fue ésta la única observación incómoda expresada por el escritor. André Gide se atrevió a exponer toda una realidad incómoda, desnudando aquel “edén” soviético donde los ciudadanos no podían desplazarse libremente, los sindicatos estaban prohibidos, no existía libertad de expresión ni de reunión y se reprimía ferozmente –con la deportación, la prisión o la muerte– cualquier desviación de la ortodoxia marcada por el Partido. Merece la pena recordar las palabras del autor respecto a estas cuestiones.

En primer lugar, sobre el carácter totalitario del régimen soviético: “En la URSS se admite por anticipado […] que en todo […] no puede haber más de una opinión. […] Cada mañana, Pravda los alecciona sobre lo que es oportuno saber, pensar, creer. ¡Y no es recomendable salirse de ahí!”. Un sistema en el que información y propaganda son la misma cosa, donde el Estado tiene el monopolio de la verdad y en el que no es posible contrastarla: “Lo importante es convencer a la gente de que es todo lo feliz que se puede ser, en espera de días mejores; convencerla de que los demás, en el resto del mundo, no son tan felices. El único camino, para ello, es impedir cuidadosamente cualquier comunicación con el exterior”.

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Lógicamente, Gide no pudo dejar de advertir con disgusto la supresión de facto de la “libertad” invocada por los revolucionarios para alcanzar el poder: “Ahora que la revolución ha triunfado […] ya sobra el espíritu revolucionario y hasta el mero espíritu crítico”. Enjuiciando con dureza el brutal sometimiento del pueblo y comparando el régimen soviético –desfavorablemente– incluso con el nazismo: “[…] dudo que en ningún otro país, hoy por hoy, ni siquiera en la Alemania de Hitler, exista espíritu menos libre, más doblegado, más temeroso (aterrorizado), más avasallado”.

De hecho, son varios los pasajes en los que Gide alude a la privación de libertad, por ejemplo, cuando se refiere a las recurrentes acusaciones vertidas contra cualquiera que se alejase de las consignas del Partido: “[…] el espíritu de sumisión, el conformismo, eso es lo que se exige. Serán tachados de «trotskistas» todos aquéllos que no se dan por satisfechos”. Anticipándose a lo que Orwell atinaría a describir  más adelante como “doblepensar”, expresado por el galo de forma muy parecida: “Ante la obligación de responder una consigna, el espíritu puede sin duda percibir que no está libre. Pero si de antemano lo han conformado para que se adelante a la consigna sin necesidad de oírla, el espíritu entonces pierde hasta la conciencia de su esclavitud”.

A propósito del ejercicio de las artes, por supuesto idéntica premisa, es decir, absoluta sumisión: “La obra de arte será juzgada formalista en cuanto se aparte de la orientación debida […] conformidad es lo que se le pide al artista”.

Respecto a las restricciones de la libertad de movimientos, destaca una observación más que elocuente: “El obrero soviético está atado a su fábrica como el obrero rural a su koljós o a su sovjós, y como Ixión a su rueda […] En cambio, el trabajador no tiene la posibilidad de sustraerse a los desplazamientos que le son ordenados”.

Así mismo, el literato francés expuso que dicho estado de intimidación constante a que se ve sometida la población soviética, genera una sociedad en la que los individuos se miden por su obediencia: “Y ante nuestros ojos vuelven a formarse capas sociales, por no decir clases, una especie de aristocracia; no me refiero a la aristocracia del mérito y del valor personal, sino precisamente a la del pensamiento correcto (sic), del conformismo […]” “De arriba hasta abajo en la escala social reformada, los que tienen mejor calificación son los más serviles, los más cobardes, los más sumisos, los más viles. Todos los que levantan la cabeza son eliminados o deportados […]”

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Ligado a lo anterior, André Gide explica cómo todo el sistema se apoyaba en el control por la represión y el miedo, ya sea al sufrimiento físico o al terror psíquico por una amenaza latente y continua a ser denunciado. Véase, al describir la inducción por parte del Estado a la delación: “La delación ofrece un excelente medio de promoción […] Se acaba desconfiando de todo y de todos […] Cada uno vigila, se autovigila, es vigilado. […] Para protegerse de las denuncias, el medio más expeditivo es tomar la delantera. Por añadidura, quienes no han informado inmediatamente de comentarios disonantes que hayan oído se exponen al encarcelamiento o a la deportación. La delación forma parte de las virtudes cívicas”.

Respecto a los derechos sindicales desaparecidos, Gide nos informaba: “El hecho es que el proletariado ha perdido incluso la posibilidad de elegir a un representante que defienda sus intereses. Las votaciones populares, tanto abiertas como secretas, no son más que una farsa […]”.

Y a propósito de la Educación: “Nos felicitamos sinceramente del decreto del Gobierno de febrero de 1936 que preveía «la liquidación total del analfabetismo durante el año 36-37 para los cuatro millones de trabajadores que no saben leer ni escribir y para los dos millones que lo hacen mal». Pero… Ya en 1923 se hablaba de la «liquidación del analfabetismo». La realización de dicha liquidación «histórica» (decían), debía coincidir con la celebración del décimo aniversario de octubre (1927)”.

Gide vio pobreza, miedo y represión, descubriendo con dolor que las esperanzas depositadas en el sistema soviético no respondían a las promesas que contribuyeron al triunfo de la Revolución. Es digno de admirar que tuviera el coraje de reconocer el fracaso de un sistema en el que creía y afrontara con entereza el gran desengaño que para él mismo supuso.

 

 

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