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¿Y qué pasó con la Falange y el Movimiento?

Esto sí que es curioso. Porque yo, que nunca quise ser militante de Falange a pesar de mi gran amistad con José Antonio y de estar de acuerdo con su filosofía política, al ser nombrado Presidente de la Junta Política traté de ganarme a los falangistas más puros, entre ellos y a los que más a Dionisio Ridruejo y a Antonio Tovar, y con ellos y con falangistas sinceros como Laín Entralgo, Giménez Caballero, Torrente Ballester, Luis Rosales, Vivanco, Sánchez Mazas, Eugenio Montes, Foxá, Alfaro, Ros y Eugenio D’ Ors, tratamos de salvar las ideas principales de la Falange de José Antonio. Cosa que nos costaba, ya que ni Franco ni los Ministros carlistas, monárquicos o católicos eran falangistas y se oponían a que la Falange fuese la columna vertebral del Estado (como había sucedido en Italia o Alemania). Y esto lo fuimos capeando con Franco como pudimos hasta que llegó el nombramiento de Galarza como Ministro de la Gobernación, ya que todos sabíamos que Galarza era un antifalangista radical. Aquel nombramiento, en realidad fue el comienzo de mi cese, porque los falangistas de verdad, Ridruejo, Tovar, Laín Entralgo y otros que se sintieron ofendidos dimitieron. El caso de Ridruejo me afectó de manera especial. Porque Dionisio era, y fue hasta su muerte, el hombre más sincero y más noble de cuantos he conocido. Fui testigo de su “evolución” política y puedo decirlo con conocimiento de causa. Cuando le conocí en Salamanca era el más falangista de todos y por ello el que más discutió – a mí y al propio Franco – el “Decreto de Unificación”. Para él unir por la fuerza la Falange con el Carlismo, los monárquicos conservadores y los católicos había sido un disparate, pues a la larga, en cuanto terminase la Guerra, aquello terminaría mal para todos… Y actuó en consecuencia y se marchó, de soldado raso, a la “División Azul” a Rusia. ¡No estaba de acuerdo con el papel que Franco le había asignado a la Falange! Un papel que la dejaba de “marioneta” para cubrir las apariencias externas del Régimen. Por eso, cuando volvió, ya no era el mismo y vino decidido a dejarlo todo y apartarse del Movimiento (eso del Movimiento le sacaba de sus casillas). Pero, yo paré en varias ocasiones sus dimisiones y, por el afecto que ya nos teníamos, conseguí mantenerlo en el Régimen. Sin embargo, el nombramiento de Galarza como Ministro no pudo soportarlo y presentó su “dimisión irrevocable” (ver carta dimisión en la página web). Y yo, que pensaba como ellos y, que ya estaba también desencantado, me sumé a ellos y también presente la mía.

Sin embargo, Franco no la aceptó y me dijo: “Ramón, no, ahora no puedes irte. España y yo te necesitamos” Y me quedé, cosa de la que después me arrepentiría.

Pero, ¡oh, milagro!, hubo otros falangistas que se fueron directamente a Franco y se ofrecieron para “servir y sacrificarse por España”. Pocos días después José Luis Arrese, Girón de Velasco y Miguel Primo de Rivera fueron nombrados Ministros del Gobierno, con lo cual demostraron que para ellos la Falange sólo era un trampolín para llegar a los “sillones” a los que habían aspirado, antes, en y después de la Guerra. ¡Y esos fueron los que me tacharon a mí de “traidor” a la Falange y a José Antonio! Naturalmente a ellos les molestaba que yo permaneciera en el Gobierno y con alguna influencia sobre mi “pariente”… Y se sumaron a los “corruptos” que ya pedían mi cabeza. Franco no les hizo caso de momento, pero la HYBRIS fue a más y mi “pariente” se fue creyendo de verdad que era Dios… ¿Y cómo no se lo iba a creer si hasta los Obispos y Cardenales lo recibían bajo palio?  Hubo un momento, creo recordar que fue el 17 de julio de 1941, pocos días después de que Alemania invadiera Rusia, cuando en realidad Franco me “cesó”, al menos en su cabeza. Aquel día Franco pronunció ante el Consejo Nacional un discurso apasionado y feroz contra los Aliados y a favor de Alemania. Al terminar, aquellos Consejeros serviles aplaudieron con frenesí sus palabras y casi le sacan a hombros. Yo permanecí callado, de pie como todos pero sin aplaudir y mi cara, según me dijo algún amigo, era todo un poema. Franco se dio cuenta de mi silencio y mi nulo entusiasmo y nada más terminar me dijo: “Ramón, vamos a tu despacho, tenemos que hablar.” Pero, ya incluso en el pasillo, criticó mi postura y se quejó de mi frialdad… Bueno, yo le expuse mis razones, que no eran otras que la imprudencia con que se había expresado siendo como era el Jefe del Estado y que si quería decir lo que había dicho debiera haber delegado en cualquier Ministro, porque a un Ministro se le puede cesar, pero al Jefe del Estado, no. Franco no lo entendió así y sólo dijo: “Vale, Ramón, quizás tengas razón…  (y tras una pausa añadió) Lo malo, Ramón, es que siempre acabas teniendo razón”.

Y aquel día no hubo más, pero a partir de ese momento nuestras relaciones ya no fueron como antes. ¡A Dios no se le pueden criticar sus actos!… y más cuando ya estaba operando el que yo llamé “Sindicato de corruptos y serviles”, es decir los corruptos de las comisiones del trigo y el contrabando de alimentos, los generales sobornados por Londres, los obispos del brazo en alto, los falangistas serviles y las lenguas viperinas de Doña Carmen. A ellos, a todos, molestaba ya mi presencia… ¿Y cómo no le iba molestar también a quien ya se creía que era DIOS que un ministro le tutease y le llamara simplemente PACO en pleno Consejo de Ministros y ante los que se hincaban de rodillas como serviles secretarios y no se atrevían ni a mirarle de frente? Está claro, RAMÓN les molestaba ya a todos.

  Así que no me vengan con lo mío con la Marquesa de Llanzol. Eso no contó para mi “pariente”. Y ahí se inició mi “cese” y mi ruptura con Franco y el “Franquismo”. Porque al cesar el 2 de septiembre de 1942 me aparté de todo y rehíce mi vida profesional y ya no tuve actuación política alguna.

Bueno, no digo toda la verdad, ya que en 1945, al terminar la Guerra Mundial y desaparecidos Mussolini y Hitler, me atreví a escribirle una carta (ver en la página web), a corazón abierto, exponiéndole mis pensamientos sobre la difícil situación que iban a vivir España y el Régimen con los Aliados victoriosos. Fue una carta sincera, en la que entre otras cosas le pedía que licenciara a la Falange, aunque sólo fuese para que recuperase el honor perdido, y que nombrase un Gobierno de Concentración en el que pudieran figurar hombres como Ortega y Gasset, Marañón o Cambó.

Ahora la realidad –bien distinta a la que se nos ofrecía cuando empezamos en Salamanca llenos de pureza ideal nuestra tarea- es que el signo político entonces en auge ha sido destruido con la derrota militar del Eje y que las democracias han quedado triunfantes aunque amenazadas de otros males. Entonces hicimos lo que convenía al ser y poder de España. Estábamos obligados a aprovechar la coyuntura de una transformación política de Europa para así lograr una presencia interesada en las cuestiones del mundo y para recobrar algo del rango y poder que otro tiempo tuviéramos. Yo, que en lo episódico y en lo personal haría hoy casi todas las cosas de modo bien distinto a como entonces las hice, no me arrepiento sin embargo de la línea fundamental de nuestra política de entonces que tuvo, ¡entonces!, plena justificación.

 Naturalmente, Franco aunque me llamó al Pardo y tuvimos una larga conversación sobre los difíciles momentos que se vivían, no me hizo ningún caso ni yo volví a hablarle ¡nunca más! de política.

Y aun así sus enemigos no le dejaron tranquilo. Porque cuanto más triunfaba como abogado (llegó a ser el abogado más respetado y cotizado de España y uno de los mejores de Europa) más “patrañas” contaban contra él. De las filas del Movimiento, incluso de los más serviles del Pardo salió entonces la idea de que todo lo conseguía por ser el “cuñadísimo”… Hasta el grandísimo éxito que tuvo con el “affaire” de la “Barcelona Traction”, cuando por sus numerosos conocimientos sobre el Derecho Internacional recusó a todos, ¡a todos!, los miembros de la Sala de lo Civil de la Audiencia Territorial de Barcelona que juzgaba el caso, lo que fue noticia en toda la prensa occidental, menos en la española, por supuesto.

Julio MERINO

Periodista, director de la página web “Foro Fundación Serrano Suñer”.y miembro de la Real Academia de Córdoba.

* Ver texto integro de la Carta de Serrano Suñer a Franco el 3 de septiembre de 1945.

Querido Paco:

Hoy hace tres años que salí del Gobierno presidido por ti. Meses antes de cesar te confesé con ingenuidad –sin cuidarme de buscar ningún efecto político- que tenía perdidas mi ilusión y mi fe en nuestra empresa. Desde entonces, física y moralmente maltrecho, hubiera necesitado no ya sólo un completo alejamiento de toda actividad pública, sino incluso por algún tiempo de toda otra privada o profesional para recomponer en parte mi salud destrozada y serenar mi espíritu. Si el segundo no estuvo al alcance de mis medios materiales, sí tuve firme voluntad para mantener del modo más absoluto el primero. Lo que ya no he podido –ello es superior a las fuerzas de cualquier ser consciente- es despreocuparme de tanta cosa grave como en estos tres años ha ocurrido. Sobre ellas, sobre la suerte de España, sus posibilidades y caminos, no pretendo haber discurrido siempre lo más acertado, pero la verdad es que, con la visión más entera que alcanzan la observación y la meditación cuando se producen fuera del Poder después de haber vivido metido en él, he pensado tanto que me considero hoy en el deber de ofrecerte estas reflexiones, aunque sólo fueran, que no lo creo, puntos de vista puramente subjetivos, sobre la situación a que políticamente ha llegado el país.

Acaso resulte extraño que lo haga en este momento en el que las mismas gentes más visiblemente impresionadas ante el comunicado de Postdam, las que entonces lo creyeron todo perdido, lo consideran ahora, tras el discurso de Bevin, en plena euforia, definitivamente salvado. Más extraviadas las creo ahora que entonces a pesar de que también yo advirtiera el positivo calor del acto producido por el Secretario del Foreign Office. Y realmente es de admirar (no obstante las claras y poderosas razones de nuestro desafecto hacia Inglaterra cuya síntesis está en Gibraltar y que los ingleses, precisamente porque han demostrado poseer tan alto grado de patriotismo, no dejarán de entenderlas al considerar la cuestión situándose en la vertiente del patriotismo español) el impresionante aplomo de aquel pueblo que, vencedor en la guerra más grande de la Historia, derrota en las urnas al principal artífice de su victoria para dar paso a un Gobierno laborista desde el que un Ministro obrero acredite ante el mundo tan gran sentido de responsabilidad. En el punto a que han llegado las cosas del mundo no se podía esperar tanto. De tal manera que el tan apetecido triunfo de Churchill no hubiera podido ofrecernos, aún queriéndolo él, lo que inesperadamente ha traído el triunfo de Attlee. Todo hay que agradecerlo a la providencia de Dios, pero sería insigne insensatez valorar aquel discurso como absolución de nuestra política y garantía de nuestro presente y porvenir. Bien al contrario. La recta interpretación del beneficio que nos reporta es ésta: cuando ya teníamos cerrados todos los caminos, sin el más pequeño espacio para maniobrar, al borde mismo del abismo, se nos ofrece, ¡otra vez!, la posibilidad de hacer algo. Temerario sería, sin embargo, pensar que aquel espacio ha de mantenerse indefinidamente y serían graves las consecuencias de no utilizarlo pronto, sin atropellamientos indignos –que nunca tienen justificación ni utilidad- pero sin pausa mortal. Porque no es improbable que pasado algún tiempo el mismo Bevin, si alguna circunstancia útil al interés del Imperio lo aconseja, hable de nuevo para decir que, serenamente, nos hizo una advertencia demasiado impasiblemente recibida y sitúe en plano más peligroso la relación con España. Por eso la evolución política sigue siendo ahora tan necesaria como antes; meditándola tanto como se quiera; ejecutándola con la necesaria cautela y sin soltar alegremente, resortes fundamentales para que se produzca y se mantenga con orden.

Ahora la realidad –bien distinta a la que se nos ofrecía cuando empezamos en Salamanca llenos de pureza ideal nuestra tarea- es que el signo político entonces en auge ha sido destruido con la derrota militar del Eje y que las democracias han quedado triunfantes aunque amenazadas de otros males. Entonces hicimos lo que convenía al ser y poder de España. Estábamos obligados a aprovechar la coyuntura de una transformación política de Europa para así lograr una presencia interesada en las cuestiones del mundo y para recobrar algo del rango y poder que otro tiempo tuviéramos. Yo, que en lo episódico y en lo personal haría hoy casi todas las cosas de modo bien distinto a como entonces las hice, no me arrepiento sin embargo de la línea fundamental de nuestra política de entonces que tuvo, ¡entonces!, plena justificación.

Permíteme que intente poner ¡ya es hora! Unas ideas en orden frente a tanta habladuría y confusión: en 1931 padeció España una República que fue inoportuna y anacrónica porque contrariamente a la ilusión y buena fe de algunos políticos liberales que trabajaron por su instauración, al proletario español –acompasado a las corrientes universales- no interesaban las libertades civiles sino la igualdad económica. No deseaba ver triunfante la democracia liberal sino la revolución socialista, que era la cuestión de nuestro tiempo como herencia del capitalismo y la democracia. Por eso la República fue imponente para contener el terror de las masas y acabó por colaborar con él. La derecha española se aprestó a la defensa. La guerra civil la provocó el último Gobierno republicano. La Falange, entonces incipiente, no creyó por la claridad y valentía de su jefe, en la reacción posibilista. Pensó con acierto que la revolución que en España se había abierto ya no se podía evitar y que abandonada a sí misma concluiría matemáticamente en la dictadura marxista. Su solución estaba en prestar a la revolución cauce y meta diferentes. Esto es, en separar de la dialéctica materialista la tendencia de las masas a una relativa nivelación económica, salvando en un orden nuevo lo más legítimo de cuanto encierra la libertad humana (incluido el derecho a la propiedad) y los valores espirituales heredados: La tradición nacional, la fe religiosa y la cultura espiritualista. La realización de esta tarea había de tener bastante de experimento. En orden a los métodos provisionales a seguir no había mucho que inventar. Adoptamos los que se había acreditado como más eficaces en el mundo. Pues ya antes que nosotros otros países, Alemania, Italia y Portugal (cada uno con características propias y distintas) en la imposibilidad de hacer viable una democracia no marxista, se habían visto, como luego nosotros, en el trance de idear una desviación nacional y en cierto modo tradicional de la revolución. Ahora bien, en España fue tan rápido el proceso de la revolución marxista amparada por la República que el de la Falange no llegó a su madurez y, con la sola excepción de su jefe, no tuvo tiempo para formar un grupo de mando sólido y prestigioso.

Así las cosas el asesinato por agentes del Gobierno de un hombre relevante, Calvo Sotelo, jefe moral de oposición a aquel régimen, movió a todas las fuerzas conservadoras (desde la extrema derecha hasta los republicanos moderados y no marxistas) a unirse en torno del ejército, para atajar la revolución.

Desgraciadamente el 18 de julio no pudo ya ser un golpe de estado porque la revolución estaba ya eficazmente armada y si antes provocó entonces resistió. Fue una cosa mucho más terrible: la guerra civil. Por esta razón apuntada, de falta de tiempo para su desarrollo, la aspiración falangista de dar curso diferente a la Revolución quedó aplazada: la coalición del 18 de julio limitaba provisionalmente, su significación a la defensiva anti-marxista. Monárquicos liberales y tradicionalistas republicanos de orden sindicalistas moderados, populistas católicos, y falangistas, coincidían en ella. Y también coincidieron –sin filiación política- la casi totalidad de las clases campesinas, la vieja aristocracia y la burguesía media y pequeña. El fundente apolítico y nacional de todo esto fue el ejército. Así resulta que si no materialmente, moralmente fue el 18 de julio un plebiscito de plena legitimidad.

Pasados muchos meses de guerra victoriosamente conducida fue preciso pensar en la fórmula política útil para resolver en la paz los problemas de la vida española; y el trastorno que en ella produjera la contienda armada bien valía la pena de aprovechar aquella oportunidad ¡única! Para hacer un reajuste a fondo de la misma que intentara ganar la altura de tanto sacrificio y dolor como costara.

Las tres formulas políticas genéricas de nuestro tiempo eran: democracia liberal, fascismo o comunismo. La democracia liberal que no había podido evitar en la paz el deslizamiento hacía el marxismo mucho menos había de ser viable sobre los rescoldos abrasados de una guerra intestina. El marxismo era la negación del ser nacional. No quedaba más que el experimento intermedio: un fascismo que por reversión a los valores nacionales podía ser íntegramente original. El último factor para tomar aquella orientación nos vino impuesto de fuera; pues mientras las democracias y el comunismo cerraban frente a nosotros (y rusos, checos, franceses, etc., bien equipados entraban por el Pirineo) Italia, Alemania y Portugal vinieron en nuestra ayuda, modesta en el aspecto material pero moral y diplomáticamente valiosa. Esta actitud tuvo aquí lógica repercusión y abrió hacía los tres países una corriente natural de simpatía y gratitud.

Por todo ello a partir de abril de 1937 (decreto de unificación) el movimiento nacional, primero apolítico, tuvo una doctrina, una organización política y un jefe. Pero no hay que engañarse, la diversidad de los elementos fusionados quedo latente y decidió para siempre la neutralidad política del Estado. La Falange no fue nunca la fuerza básica del Estado. Solo en tiempo ya lejano luchó por hacerse sitio. Luego no hizo más que cuidarse de su permanencia en el disfrute del Poder de cualquier forma y quedó reducida a ser la etiqueta externa de un régimen políticamente neutral. En política exterior tuvo una clara significación germanófila. Yo fui resueltamente germanófilo, y, aunque ello fuera físicamente posible jamás cometería la villanía de negar la sinceridad de mis sentimientos. Mi amistad hacía los pueblos hoy vencidos fue inequívoca, leal y digna. Leal amigo de ellos pero con el sentido responsable y la dignidad de un verdadero Ministro de España. (En esto –y en otras cosas- mi conducta fue bien distinta de la de algunos sucesores míos del Partido, ultragermanófilos entonces, neoanglofilos luego, que mientras yo “con muchísima amistad” pare en Berlín y en Berchtesgaden, durante muchas horas de acoso los golpes de la afilada dialéctica de Hitler apremiándonos para que cerrásemos el Estrecho –vivo está el testimonio del profesor Tovar y del Barón de las Torres-, iban los tales, hoy neoanglófilos, a la Embajada de Alemania en Madrid con el “alquila” levantado a hacer méritos informando al extranjero de que mi germanofilia era escasa y poco sincera con lo que cometían la traición de disminuir la autoridad de un Ministro español sobre quien pesaba tan delicada misión. Pero no quiero rebajar el tono de mi escrito manchándole con interminables capítulos –discursos y artículos supergermanófilos a mí salida del Gobierno, muecas de guerra contra los aliados en la hora más inoportuna, etc.- si hiciera el recuento de tanta insolvencia y maldad como he conocido y he padecido.)

Cerrado el paréntesis vuelvo a decir que aquella política fue la que entonces convino a España. Recuerdo todavía el ambiente de hostilidad que en mi primer viaje a Berlín respiré en la Wilhelmstrasse donde calificaban de equívoca y leal –por otra parte lógica- hacia el III Reich podía salvarnos de la invasión que de otra manera se habría producido con estas consecuencias:

  1. Para España la guerra en la forma más humillante e incómoda sin la dignidad ni la esperanza que cuadran a una nación cuando libremente decide su destino.
  2. Para las Naciones Unidas desventajas tales que o habrían comprometido su victoria o al menos la habrían dificultado en términos muy onerosos. Nuestros enemigos más enconados, de dentro o de fuera, han de reconocerlo así porque otra cosa sería negar la evidencia. Dos hechos, pues, son incontrovertibles y su desconocimiento significaría siempre un acto de mala fe: Uno, que la España falangista fue amiga de las naciones vencidas; otro, que no hicimos la guerra a las naciones vencedoras.

Nosotros hicimos lo que al interés de España convenía durante la dominación alemana en Europa. Con nuestra política hacia fuera, y nuestra pugna por un Estado falangista hacia dentro, además de evitar la invasión, positivamente hubiéramos prestado a España un señalado servicio en el caso de una victoria del Eje que en algún momento tuvo grandes probabilidades según la opinión, no recatada, de militares muy calificados. Si el Eje hubiera triunfado España habría tenido un papel en el mundo gracias a nuestra presencia en el Poder. Pero no debemos ahora exponernos a que por la misma razón España sea perseguida. Hicimos un servicio y debemos consumarlo. Entonces y ahora lo que quisimos y queremos es que España se salve aunque nosotros parezcamos. Y piensa que aunque el segundo de los hechos que dejo sentados –que España no hizo la guerra a las naciones vencedoras- sea inconmovible (es un hecho físico que Inglaterra y EE.UU. reconocieron en su día, y que ahora no sería correcto negar, y sería en su consecuencia injusto castigar a España como culpable) es evidente que sea cual sea el último designio de los aliados para con España la apariencia totalitaria del régimen les da pretexto para cualquier agresión. Tan evidente es lo que digo que el Estado al percibirlo –con gran retraso- ha tomado una serie de rectificaciones parciales destinadas a borrar su propia imagen. Esas rectificaciones no siempre son honrosas para Falange ni útiles para España. Ni esa carrera de rectificaciones parciales, ni aquel embrutecido afán de algunos para permanecer a todo trance en el mando desconociendo las insobornables realidades del mundo.

La Falange debe ser hoy honrosamente licenciada con la conciencia de haber servido a España en su momento. Si mañana fuera derribada por coacción exterior pesaría sobre ella la vergüenza de haber antepuesto su vanidad al servicio de la Patria. Y aunque ello fuera obra no de la Falange sino de “aquellos jefecillos que piensan que la salud de la comunidad va ligada directamente a su permanencia en el Gobierno” ante la Historia el hecho sería aquel. La Falange en sus mejores días tiene una Historia de honor que ha de ser respetada. No se puede ahora inventar una Falange democrática y aliadófila sin faltar a aquel respeto. Pero lo que es mucho más importante es que España como pueblo, como comunidad, ha de salvarse de la revolución o la invasión a cualquier precio. Ayer fuimos nosotros los posibles salvadores. Dejemos que hoy lo sean quienes pueden serlo. Adopte el Estado una nueva fisonomía, pero de verdad y sin pueriles malabarismos. Disuélvase o apártese del Poder a la Falange, pero esta disolución con dos cláusulas: una respecto a la Falange misma, otra respecto al Estado. La Falange debe ser relevada con honra y con libertad para justificarse y seguir sirviendo a España. Permítasele, disuelta oficialmente, reponer su primitivo ambiente. Lo que nos quede de autenticidad permanecerá. Y ya podría el Estado conformarse con no tener más oposición que la significada por esa fuerza en radical discrepancia con él pero en cada hora difícil a su servicio para defender la vida de España.

Respecto al Estado es necesaria la continuidad. No se trata de la caída en lo que se ha llamado una “etapa Berenguer” –tópico al que se ha acudido con demasiada vulgaridad- sino de la orientación del régimen hacia donde sólo es posible: hacia un Gobierno nacional apoyado sobre la base popular extensa y apolítica de un frente nacional que empezará en la extrema derecha para acabar en la zona templada de la izquierda. Todo lo español no rojo estará integrado allí y el Gobierno compuesto por hombres eminentes (empezando por los monárquicos de mayor respetabilidad, pasando por políticos de excepcional valía como Cambó, para terminar en otros del tipo político intelectual de Ortega o Marañón) con nombres resonantes en el mundo será capaz de hacerle entender que la mayoría del pueblo español, por miedo a la revolución comunista de la que tiene cruel experiencia, está unido en ese frente nacional detrás de ti para configurar el Estado atemperándose a las realidades del mundo, pero sin entregarse cobardemente a amenazas o exigencias ilegítimas.

(Ya me imagino lo que unas veces la pasión limpia y respetable, otras la vulgaridad o la ambición de tanto zarramplín con ínfulas de estadista, objetará ante alguno de estos nombres. La contrarréplica es fácil y segura para quienes de vuelta de ingenuidades o cerrazones ven las cosas de modo más humano y real.)

Ese Gobierno del frente nacional con energía inteligente convocaría y ganaría un plebiscito popular, forma de democracia directa que a la material legitimidad del Estado le añadiría una legitimidad formal inatacable. Sobre ese plebiscito habrá que asentar la Monarquía nacional tantas veces anunciada.

Todo ello operando con destreza tendría éxito seguro. Porque hoy todavía –pero pronto no lo serán- son ciertas estas dos cosas: una, que si tú abandonases de cualquier forma el mando del Estado se producirían la anarquía y la guerra civil, para desembocar seguramente en el triunfo de los comunistas. Otra, que la gran mayoría de la masa española, alentada por el recuerdo y la experiencia, está dispuesta a defenderse a toda costa y con olvido de agravios e injusticias nadie desertaría el cumplimiento de su deber. Los mismos falangistas oficialmente fuerza del Poder formarían una legión defensiva, cada uno sería un soldado, como lo serían muchísimos españoles más. No sería perder una base –la Falange oficial, que no es nada-, sino conquistar otra más ancha. Porque si los republicanos exiliados pueden poner en la balanza a unos millones de hombres, el Estado nacional –abierto a todo el pueblo- puede poner en todo caso los 12 millones que le dieron la victoria más tres o cuatro entre los arrepentidos y los escarmentados. Hay que dar a esa gran masa nacional la oportunidad de manifestarse y convertirse en una milicia general, defensiva y apolítica, capaz de ser incorporada con ardimiento y presteza, en los cuadros mismos del Ejército si la hora difícil llega. Y en ese servicio pedirían el último puesto los mismos hombres que al precio de inútiles y pobres mistificaciones no aceptarían el más alto del Estado.

Todo ello lo someto a tu consideración con el mejor deseo

Ramón Serrano Suñer

* Ver texto integro de la Carta de Dionisio Ridruejo a Ramón Serrano Suñer

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Camarada Ramón Serrano Suñer.

 Excmo. Sr. Ministro de Asuntos Exteriores

Presidente de la Junta Política de FET y de las JONS.

Madrid

Querido Ramón:

Después de una reflexión severa he hallado que mi deber es apartarme de la vida oficial del régimen y declinar la modesta jerarquía que ostento en la Falange. Así -y creyendo ser éste el conducto debido- te ruego manifiestes a S. E. el Jefe Nacional mi deseo, mi voluntad irrevocable, de ser separado de los cargos que me confirió en el Consejo Nacional y en la Junta Política.

Y como creo un deber de lealtad acompañar mi actitud de una explicación, paso a exponerla lamentando solamente su inevitable longitud y necesaria ociosidad histórica, pero así tiene que ser porque mi actual disentimiento es el resultado de un proceso largo y lento.

Parece que el 19 de abril de 1937, la Falange -huérfana de mando pero llena de sentido, de popularidad y de potencia- fue elegida para una gran obra: constituirse en agente unificador de las fuerzas que bajo un aglutinante negativo habían coincidido en el alzamiento. Había dos caminos: uno, considerar el Ejército como único polarizador del Movimiento y única base del nuevo Estado. Históricamente podio tener este derecho. Pero se estimó que el Ejército no tenia contenido político propio y homogéneo, que el ejército tiene otro destino. Se eligió el otro camino: levantar un ‘partido único’ como base del régimen. La Falange debía asimilar bajo su unidad -bajo su integridad inalterable- lo que hubiera de asimilable en las otras fuerzas. Suponemos -si el proceso había de ser lógico bajo el supuesto del sistema totalitario- que debía también disolver políticamente lo inadmisible y resistente.

Pero ante todo la Falange se encontraba con un nuevo jefe. Era preciso consumar este proceso de identidad: la Falange había de entregarse al mando y servicio de este jefe. El jefe había de asumir -tal cual era- el contenido histórico de su nueva fuerza.

La primera parte se ha consumado enteramente. Tú sabes bien cómo, después de algunas perplejidades y desconfianzas, toda la Falange aceptó el caudillaje de Franco. Tú sabes que en la obra de configurar, sostener, propagar y asistir este caudillaje, contra la voluntad de todos -absolutamente de todos- los que formaron en el alzamiento, la Falange ha gastado la totalidad de sus esfuerzos.

Tanto que, absorta en esta empresa, ha descuidado la propia justificación y ha tenido que pechar con la obra ajena -toda la del régimen- que se le ha achacado. Hemos servido a Franco hasta el suicidio y Franco -gratuitamente- ha tenido en nosotros una fuerza mucho más sólida que cualquiera de los creadores de regímenes que conocimos.

Tú sabes de esto porque te pertenece la gloria de este proceso. Tú has obrado con fe y, como la Falange misma, has olvidado que quizá pudiera ser necesaria una garantía más sólida. Perdóname si yo empiezo ya a pensar que esa gloria es una triste gloria. Porque en la otra parte del proceso no estoy nada segura de que el acierto te haya -nos haya- acompañado.

Ser jefe es soportar una carga terrible, no señorear una propiedad. ¿Se ha decidido Franco de verdad a ser nuestro jefe? Yo lo dudo. Como Jefe del Estado él conocerá su camino y puede ser que haga bien en no ser de verdad el Jefe de la Falange -de una Falange sola, única, auténtica-. Quizás lo que conviene es un equilibrio de fuerzas. Yo no lo creo, claro está. Pero ¿por qué he de juzgarle? Yo sólo digo esto: como falangista no le debo lealtad más que en tanto él sea de verdad mi jefe; si no me quedo con el simple respeto del ciudadano, que no me obliga a ofrecer mi vida en su defensa. Pues bien, creo que el Caudillo no ha dado el paso decisivo que le convierta en nuestro jefe. Él es el dueño del Estado pero la Falange no informa ese Estado. La Falange lo encubre, carga con todos sus errores y nada más. La Falange tiene menos resortes efectivos de poder que nadie, y son las eternas fuerzas de reacción las que mandan.

Pero es que además la Falange no es tal partido único. Ahí están los sectores disidentes en pública y libre actividad. Incluso en plena agresión. Ahí está el Ejército (cuya masa quizá no ansia otra cosa que ser el gran ejército de un gran país con misión activa) presente en el poder (para el mando y para el veto) como un movimiento político autónomo.

Ahí están los ‘clanes’ conservadores con ministros y alguaciles para oponerse a toda reforma.

Ahí están las jerarquías eclesiásticas con sus exigencias y sus inquisiciones.

Pero es que además la Falange (parte menor o mayor del régimen) no es siquiera una fuerza. Está dispersa, decaída, desarmada, articulada como una masa borreguil en desatención a su forma peculiar y necesaria de milicia, mandada por la selección más mediocre que ha sido posible encontrar.

Quizá sea ésta la razón por la que Franco no se confía a ella: porque frente a otras fuerzas reales ésta no es una fuerza y porque de tanto maltratarla ya no es ella misma. Pero me permito subrayar que Franco es su Jefe Nacional desde 1937.

Y, claro es, podría suceder, aunque tampoco lo creo, que -por causas más altas- el poder del Estado tuviera que estar administrado por un conglomerado heterogéneo (nunca tanto como éste, espejo fiel del estado de guerra civil en que España vive). Pero frente a esta situación la Falange habría de estar fuera, hacinada, gobernada con inteligencia, esperando su hora.

Así no hubieran sido posibles cosas que ahora han sido -lo reconozco- irremediables.

Tú recordarás que ante la última crisis de gobierno yo pretendía como necesaria una rectificación de criterio: fortificar el Partido. Pero ha parecido mejor emborronar periódicos con adulaciones indignas. Realizar grandes carnavaladas populares. La carrera de la mentecatez se ha consumado en este último año. Y así estamos. Y así está el mismo caudillo. Creo que si hace pocos días le hubiera yo recordado aquella triste reunión de nuestra Junta Política en la que yo exigía -¿recuerdas?-, sin habilidad alguna, milicias y sindicatos, se lamentaría en el fondo de su conciencia de la destemplada desconfianza de entonces. O acaso me hago ilusiones, que es lo más probable.

Todo esto ha terminado en una crisis moral de la que Dios sabe cómo se va a salir. Son los sucesos de los últimos días. La Falange, mandada -repito- por ineptos notorios, no puede contener la violencia de los suyos frente a ciertas provocaciones. Con lamentable oportunidad, sin sentido de la medida, unos muchachos exaltados hacen cara a una masa mil veces superior provistos -notable precaución- de algunas armas. Allí está un ministro de Régimen. No el representante del Ejército, que como tal lo detesta por su mala gestión. Allí está un político, ministro del Régimen y antifalangista notorio, que da la casualidad de que es militar como podía haber sido ingeniero de Caminos, sin que por esto tuviera que sentirse aludido el cuerpo en masa.’

Se amañan las versiones. El Partido podía -claro es- haber abandonado a aquellos muchachos por su actitud de indisciplina. Pero no lo hace; se consigue imponer la versión verdadera. Pero todos sabemos lo que ha pasado luego: hay que sacrificar -ya sin posible invocación de principios- una vida falangista para salvar un compromiso. ¿Por qué? Porque detrás, el respaldo falangista era una fuerza destrozada y claudicante. Era inevitable. La culpa no es de hoy sino que viene de lejos. Pero la Falange está deshonrada. Yo aceitaría que estos hombres (el camarada Arrese y los suyos) afrontasen la impopularidad del hecho reconociendo su fracaso –incluso sin publicidad- marchándose. Pero no. Los veo tomar un aire de triunfo. Viene la contrapartida política. Para adormecer la conciencia ‘no hay inconveniente hasta de inventar miserable mente un espía inglés sobre el cadáver de un hombre que ha muerto creyendo en los embustes de sus jefes.

Y para fin de fiesta advierto que lo que más júbilo produce es la hipótesis de haber resuelto un pleito entre aspirantes a un mando falangista que es una pura farsa.

Gracias a Dios aún le queda a uno decoro para alistarse entre los derrotados. Todo esto es un asco.

¿Y ahora qué? ¿De verdad viene ahora lo único que podría salvarnos y salvar a Franco? Una reacción de poder rotundo, que nos permitiese entrar de lleno en los problemas de España. Probablemente ni aun eso sería ya bastante. Pero además no sucederá. No lo creo ni en el fondo lo creen los jubilosos. Habrá algún enemigo menos en el Gobierno, algún falangista más. Seguiremos haciendo kermesses políticas, seguirá la necedad en la prensa, el desarme en las milicias, la simulación de los sindicatos, la ausencia real de poder, la fricción, la indecisión, el engaño, la táctica y el miedo. Y además frente a una reacción reacrecida y advertida y con una mancha moral bastante difícil de borrar.

Bien. Ya no tengo la exagerada juventud de otros años para esperar el milagro de cada día, y prefiero estarme fuera, libre para acudir -porque de la Falange ‘esencial’ no me voy- a otras convocatorias más claras si llega el caso de que alguna vez se produzcan.

Todo con un tristeza seria, con la de no poder creer ni servir ya a lo que he servido lealmente.

Sólo quiero añadirte una cosa: tú sabes que esto no es una reacción sentimental. Hace mucho tiempo que creo que por este camino no podíamos ir a ninguna parte. Alguna vez he intentado, después de manifestarlo, resolverlo con una actitud que tu amistad ha detenido. Ahora ni esa amistad me parecería una invocación suficiente por más que sea, como siempre, cierta. Tampoco tengo que decirte que no pretendo transformarme en un ejemplo viviente. Me parece todo demasiado dramático para convertirlo en el argumento de una jugada personal. No me permito más jugada que la de salvar mi conciencia.

Perdóname este largo discurso. No he tenido sosiego para un mayor laconismo.

Tu amigo.

Dionisio Ridruejo

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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