25/09/2024 22:20
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Continúa la reseña de El Mono Azul, novela corta sobre la Guerra Civil de Aquilino Duque.

El Libro III (El Collado de los Muertos) prosigue la narración del Libro II en el pueblo de la sierra de la familia de Ignacio. El recluso del desván, primer episodio, trata de su padre: 

No habían puesto ya la menor objeción cuando don Ignacio expuso su propósito de no abandonar para nada el desván, puesto que una persona sin horas fijas es siempre un estorbo. Se le acondicionó por consiguiente una parte del doblado como dormitorio y cuarto de aseo, subiéndole una alta cama de filigranas de hierro con perillas de latón y ruedecitas en las patas, mesilla de noche con escupidera, más un juego de aguamanil con espejo, jarro de porcelana, cubo de estaño con tapadera cóncava y horadada para desagüe y aguas mayores y tina de alto respaldo para baños de asiento. A la cabecera se le colgó un cromo antiguo del Ecce Homo. Él, por su cuenta, se organizó bodega y despensa, requisando cuanta chacina pudo y haciéndose subir del casino en garrafas sus caldos predilectos. Aun en esas condiciones, nunca dejó de ir aseado y peripuesto ni de llevar el pelo teñido de verde con aquel escabeche de su invención.

Con Un drama oscuro se acelera la trama y la descripción empieza a ceder paso a la narrativa, aunque sigue habiendo descripciones grandiosas. Los folletines de Estrella presenta el caso de la chiquilla del pueblo con que Ignacio había tenido aquel escarceo. Para mí, es el personaje más especial de la novela. En ningún caso representa ni sigue el comportamiento de las personas de su clase. Por alguna razón, me recordó a Sophie, de Al filo de la navaja. Curiosamente Estrella desaparece sin que se sepa realmente su final, y es quizás este el mayor pero que se le puede poner a la trama. Creo que don Aquilino no debería haber dejado ese cabo suelto.

 

Los siguientes episodios tienen como protagonista a esta Estrella. Aquí van varios extractos: 

Desobediente no era la criatura; hacía todo lo que le mandaban, pero se veía que la imaginación la tenía puesta en otra cosa y pocas cosas le salían a derechas. No se le podían encomendar faenas de responsabilidad y había que estar siempre vigilándola para que no hiciese un desaguisado, no por mala voluntad, sino por descuido. Áurea, en cierto modo, se preocupaba de su educación, corrigiéndole las malas inclinaciones que veía en ella, por ejemplo la de la lectura.

… 

La vibrante homilía del misionero redentorista no fue tampoco demasiado positiva, pues se articuló sobre tres noes: no sisar en la plaza; no peinarse con el peine de la señora; no enamorarse del señorito, noes en los que el orador sagrado insistió hasta la pesadez y que al final las oyentes hubieron de repetir a coro, no por no al principio y los tres juntos al final.

… 

Pero aparte de estas sesiones de alta teología, hubo funciones religiosas que surtieron poderoso efecto. Las almas acoquinadas ante la nudosa leña oratoria con que el fogoso redentorista atizaba las calderas de Pedro Botero, se abandonaban con voluptuoso alivio al cálido esplendor de la candelería, al mareo hipnótico del incienso, al radiante misterio del ostensorio. Después de que desde lo alto del púlpito el agresivo predicador les había metido a las pobres muchachas el corazón en un puño o, como decía Afriquita Soto, la peste en un canuto, aquel alud de luz, de música, de aromas litúrgicos les arrebataba la sensualidad en un carro de fuego.

Afriquita Soto, la más feúcha y la más vivaracha, era la que sabía más picardías, y su buen humor permanente rayaba en la irreverencia. Divertía a sus amigas refiriéndoles aventuras escabrosas con galanes imaginarios y dándoles pelos y señales de sus accidentadas confesiones. Sabía parodias de todos los cánticos de iglesia y no había en el pueblo defecto físico que no fuera capaz de remedar. Sabía refranes secretos, oraciones burlescas, acertijos de doble sentido; conocía las propiedades extrañas de muchas yerbas del campo y un día le explicó a Estrella los efectos que en la anatomía de los chiquillos surtía el refregón de la lechetrezna, que Afriquita, como todo el pueblo, pronunciaba lógicamente lecheterna. La puntilla se la dio con sus preguntitas el misionero redentorista en el confesonario.

A veces incluso sentía que aquellos amores nocturnos no salieran a la luz del día, aun al precio de un escándalo, para que más de una se muriera de envidia. Muchas veces, cuando Eduardo subía por las gradas de la Calle Nueva en su caballo tordo, sacando chispas del empedrado, tenía Estrella que contenerse para no publicar sus amores, gritándoles: «¡Ea, fastidiarse, que es mío!» a las muchachas que lo miraban con descaro desde la fuente o los puestos de la plaza y a las señoritas que lo fisgaban con disimulo entre celosías y persianas. Pero en el fondo sabía que su reino nocturno se deshacía al amanecer; que ella, que en la noche lo era todo, en el día no era nada, y que todo lo que pasa por la noche no es más que una de las mil formas del sueño.

El Libro IV (La tristeza de Minerva) nos presenta el noviazgo de Ignacio y Araceli en el primer episodio: 

Fueron a sentarse en la yerba, a la sombra de unos pinos, y tan embebido estaba él en la conversación, que hasta al cabo de un rato no se dio cuenta de que estaba por fin apartado del grupo, solo con una muchacha que se le revelaba llena de vida entre el luto de sus ropas y la blancura de las estelas. Era tan antiguo aquel lugar que el aire fúnebre que hubiera podido tener, si es que alguna vez lo tuvo, lo había barrido una brisa joven de olivos milenarios. Para todos los muertos que hubo allí, seguro que había llegado hacía mucho la resurrección de la carne, pues ni en el columbario quedaban cenizas. Se sentía una palpitación de vida en vilo, un vacío neumático que sólo el amor podía llenar. En aquella soledad donde tanto se había muerto, cuánto no se podría amar ahora… Ignacio no sabía ya si aquel hálito de resina y romero venía del campo o de aquella boca pequeña de labios gruesos, si aquel halo de ámbar y agua quieta era cosa de la altura del sol o de la caída de aquellas pestañas. Ignacio no sabía muy bien si se estaba abandonando al frescor de una sombra o al calor de una hembra. Se preguntaba si no estaría ya disuelto en los átomos del aire, sin más realidad que un epitafio limado por el tiempo. Nunca se había sentido tan cerca de una mujer. —Huy, vamos, no nos vayamos a perder de los demás —dijo ella levantándose de pronto.

Cuando fallaron las excursiones y conferencias, recurrió a su viejo y desacreditado expediente de hacerse el encontradizo. La verdad era que, ahora que Minerva había retirado su égida, se sentía menos seguro frente a las añagazas de Venus. Ya no contaba su amor con el celestinaje de la cultura. Al principio, cuando los encuentros parecían fortuitos, ella estuvo simpática como siempre, pero cuando se dio cuenta de que los encuentros se repetían con una regularidad sospechosa, reaccionó con sequedad y fastidio y ya aprovechaba la primera ocasión para dejarlo plantado. La cosa no ofrecía buenas perspectivas para Ignacio, hasta que un suceso inesperado hizo cambiar su estrella. 

El resto del Libro IV está dedicado al enrarecimiento del ambiente en la primavera del 36 hasta que en El día de la ira se narra su estallido en el pueblo. 

Durante unos días reinó en el pueblo una calma ambigua, un recelo tenso. El alcalde intentó, tímidamente, hacer cumplir las órdenes del Gobierno de armar al pueblo, pero el capitán le contestó que del cuartel no saldría ni un solo fusil. El capitán no tenía efectivos para ocupar el pueblo; el alcalde no tenía armas para expugnar el cuartel. Unos y otros se mantenían en guardia, en espera de refuerzos. Por fin se presentó en el pueblo una columna de mineros armados hasta los dientes; con ellos venían Vidal y Tóbalo, los hijos de Rafaela. Inmediatamente se dio asalto al cuartel.

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 Por algo habían hecho causa común con la gente de las minas. Al estallar todo, los mineros salían de debajo de la tierra y aquello parecía la resurrección de la carne. Hasta los ríos iban tintos, no se sabía si de mineral o de sangre. Las iglesias ardían como altos hornos. Y a todo esto el Espíritu Santo no se manifestaba, enjaulado como Manuel Estaca lo tenía en la copa de su sombrero. Sí, era una pena que no viviera don Ignacio el Verderón, con lo sabio que era, pues le habría aclarado muchas cosas. Ahora que Dios callaba y que faltaba don Ignacio, no le quedaba a Manuel más interlocutor seguro que su propia sombra, su enemiga de toda la vida que, por si fuera poco, se había dejado arrastrar por la locura de los tiempos. La tenía además ahora tan encima que no podía ni tirarle piedras. Lo sujetaba de pies y manos, lo hacía correr a puntapiés, lo acogotaba, lo zarandeaba y era tan absorbente que el pobre Manuel ya no podía ni hablar con Dios, por muchas zarzas que se pusiera en la cabeza. Una y otra vez volvía Manuel Estaca al Collado de los Muertos, tanto si huía de su sombra como si la perseguía, y no le valían fintas ni estratagemas, pues al caer la tarde, estuviera donde estuviera, se veía sin saber cómo entre las higueras y los pitacos que rodeaban el siniestro montículo. 

Manuel Estaca es otro interesante personaje: el “medio loco” cuyo sexto sentido le hace percibir lo que pasa inadvertido a la gente cuerda y razonable. 

El Libro V (La sombra de Caín) retoma el hilo narrativo abandonado en el Libro I. Aquí está el núcleo de la narración. Ignacio está en el frente y es herido. Araceli, enfermera voluntaria se traslada al hospital, donde acaba también herido y prisionero el hijo de una de las criadas de la casa que se había ido con un hermano miliciano (aquel Vidal que se fue a la Legión). Se cuenta una interesante peripecia, de la que no damos más detalles por no descubrirlo a quienes vayan a leer el libro. Entran otros personajes anteriormente presentados. La trama está muy bien entretejida, sin caer en enredos artificiales. 

En el primer episodio, Frente de Granada, leemos esto: 

En el tranquilo frente de Levante, Ignacio tuvo tiempo de aburrirse, de meditar y, en alguna posición a orillas de un río o un barranco, de confraternizar incluso con los enemigos atrincherados en la orilla opuesta. Sin órdenes de operar los unos ni los otros, salían de vez en cuando al parapeto, bajaban a la orilla y a voces mantenían animados diálogos sobre temas indiferentes. Al cabo de unos días, cuando ya habían hecho más o menos amistad, los de enfrente les decían:

—Ea, hasta otra, que nosotros nos vamos. Ojo, mañana; cubrirse bien que los del relevo vendrán con ganas de yesca y habrá tiroteo. ¡Salud! —se despedían levantando el puño.

—¡Adiós! —contestaban éstos con un vago saludo romano.

Y al día siguiente, en efecto, los recién llegados a la posición enemiga se estrenaban con un alarde artillero al que había que responder con algún que otro cañonazo, aunque sólo fuera por educación. Esto duraba un día. Luego, poco a poco, los bombardeos se iban espaciando hasta cesar por completo, y entonces, poco a poco también, iban asomando unos y otros las cabezas, hoy una, mañana dos; pasado se acodaba ya alguno que otro en los sacos terreros y por fin una voz saltaba el barranco y se anudaba un diálogo que no tardaba en propagarse a casi todos los combatientes. A los diez o quince días, nuevo relevo y nueva vuelta a empezar. 

Estos detalles de confraternización en los frentes, más frecuentes de lo que se cree, indignan mucho ahora a los sucesores ideológicos de los rojos. Su falsa integridad ideológica -en realidad hipocresía descarnada- queda refutada -y puesta al descubierto, respectivamente- por esos episodios: en la farfolla idológica e histórica que producen cómodamente sentados en sus despachos mucho después de los hechos hay un odio mucho más intenso que en el de aquellos milicianos rojos que combatían en la trinchera. Y es explicable, al fin y al cabo los combatientes eran en su mayoría indocumentados a quienes los demagogos de cátedra, editorial o logia habían calentado un cabeza poco y mal amueblada. Que después de 70 años vuelvan a hacerlo solo puede entenderse como maldad de gentes entregadas al Mal con mayúsculas.

Dos detalles costumbristas, y hay muchos desperdigados en el libro, bien traídos y sin llegar al costumbrismo de boina y alpargatas, aun mencionándolas: 

Traía sed y el aspecto de la taberna, sucia, destartalada, llena de moscas, le dio más sed todavía. No había nadie; Ignacio batió palmas. Apareció un tabernero de aire triste y cansino, que se quedó mirando muy fijo a los clientes sin abrir la boca.

—Vamos a ver, maestro, nos va a traer usté dos cervecitas de esas que tiene ahí refrescándose en el pozo.

El hombre meneó la cabeza de un lado a otro.

—¿Que no tiene usté cerveza? El hombre volvió a negar con cara de lástima.

—Bueno, pues gaseosa entonces. Gaseosa sí que tendrá, ¿no?

Volvió el hombre a negar sin despegar los labios, pero produciendo una especie de gruñido.

—Café tendrá, por lo menos.

Esta vez asintió el hombre, sin perder su expresión lastimera.

—Vaya, pues pónganos usté café. ¿Y será bueno?

El tabernero abrió por fin la boca para decir con una desolación y una desgana infinitas:

—Fatal. 

Otro: 

…. llegaron un hombre de campo y su mujer, los dos ya de alguna edad, vestidos de negro, es decir de tiros largos, y sudando el quilo en consecuencia. El hombre además, con su pavero y su cuello abrochado, iba cargado con una imagen del Niño Jesús que, aunque no era muy grande, debía de pesar lo suyo. La mujer suspiraba, quién sabe si por el calor o por el hijo que debían de tener en la guerra. Pidió el hombre una gaseosa con dos vasos. Alguien de boina, alpargatas y barba de dos días, sentado de costado en una silla y con una pierna sobre otra, les preguntó:

—Qué, y ese Niño Jesús… ¿Milagrea, milagrea?

El viejo contestó mientras pagaba la gaseosa:

—¡Qué sé yo! Todavía es cachorro.

  

Ignacio se encuentra con el rival que le quitó la Niña Judía, en un ejemplo de esos entretejimientos de la trama: 

Pero Alfonso tenía ganas de desahogarse y le contó que el noviazgo no le había dado más que disgustos, que la niña tenía un carácter pésimo y era una frívola, y que los padres le daban a ella la razón en todo y la predisponían contra él. Vino la guerra; él se hizo toda la campaña de Extremadura y mientras tanto en Sevilla la niña traía al retortero a los oficiales de todas las armas, hasta que llegaron los italianos y aquello fue ya la caraba en bicicleta. Total, que al volver él de permiso y enterarse, rompió con ella, pero ella le pidió perdón y volvieron a arreglarse, para volver a pelear y reconciliarse lo menos tres veces antes de que él se reincorporara al frente. La ruptura de ahora era desde luego definitiva; no quería saber nada más de ella y él le daba a Ignacio la enhorabuena por haberse ahorrado aquel infierno.
Este un tío de la niña, con quien tuvo un encontronazo en su día y que ahora está encargado de la represión del crimen rojo: 

Aquella mirada hundida y vidriosa, aquella boca sin labios, retadora y grosera con dientecillos de pescado, aquella mandíbula contraída con una leve palpitación de agalla, aquel tres verdoso en relieve sobre la sien amarillenta… Era el mismo individuo que le arrancó la corbata en Sevilla una noche detrás de Correos cuando él tendría diecisiete años, una corbata escocesa desechada por Eduardo. Ignacio volvía a ver las arruguillas largas de papel de seda, las patas de gallo junto al ojuelo hundido y febril, en el pómulo huesudo, todas las estrías incruentas que la bilis señalaba al aguafuerte en aquel pergamino cadavérico.

A Ignacio le pareció que estaba otra vez frente a él en aquella sórdida comisaría de la Puerta de la Carne, con la diferencia de que ahora no mentía para justificarse, sino para juzgar. Todos los acentos de su nombre —Turégano que rimaba con burdégano, Efraín que rimaba con Caín— se le hincaban en la memoria como venablos vibrantes. Era uno de esos individuos de alma lívida a quienes un mal día la sangre se les convierte en suero y se ponen a odiar por todo lo que son incapaces de otros sentimientos. Antes de que Ignacio lograra abrir la boca, el tipo pareció adivinarle el pensamiento y le lanzó para apabullarlo un violento bombardeo de insultos dirigidos a los presos que llenaban el caserón.
—Y ahora que no vengan quejándose, ¿eh? ¿No querían un baño de sangre? Pues ahí lo tienen. ¿No querían revolución? Pues ya la tienen en marcha. Ahora, que hay que estar a las duras y a las maduras. Y no hay que tenerles lástima porque en el fondo nos están agradecidos. Les hemos hecho el juego que querían. Los hemos puesto en el disparadero de la acción directa. Les hemos servido en bandeja la violencia. Ya verá ahora cómo se enteran de que cuando se va por ahí pidiendo a gritos la cabeza de éste y del otro se está uno jugando la cabeza.
 

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Don Aquilino carga las tintas afeando el carácter de quienes tuvieron que encargarse de castigar el crimen rojo. Creo que es debilidad de hombre de buen corazón, al que se le aplica esto que encontramos después: 

La caridad nos manda ser hermanos, no primos.

Me lo he añadido a la lista de frases socorridas para atajar a los vivales. Supera a “la caridad bien entendida empieza por uno mismo”, que además de estar muy vista admite réplica, porque si dice que empieza por uno mismo se supone que continua por los otros. Esta es mucha mejor, aunque mejor no decírsela a un primo carnal 

Un miliciano de mono caqui los llevó a otro patio del caserón, el patio de gimnasia del colegio, que estaba lleno de gente. Había un grupo de hombres con traje de ciudad, que fumaban y paseaban hablando, de toros seguramente, como si estuvieran en la calle Larios; había hombres de campo acobardados que formaban corrillos, obreros jóvenes que con una pelota improvisada jugaban al fútbol con el mismo desorden y la misma confusión con que habían combatido. Todos parecían esperar un tren o un barco, o que saliera una procesión, o que se abrieran las puertas de la plaza de toros para ocupar sus localidades. En todos había una hombría recatada, una enigmática nobleza, una sumisión viril al destino. Aquellos hombres que esperaban la muerte con aquel estilo no podían ser los mismos, pensaba Ignacio, que habían quemado, saqueado, profanado y perpetrado martirios espeluznantes. No podían ser los mismos que él había visto en aquella misma ciudad, envileciéndola y envileciéndose. Ignacio no reconocía en aquellas fisonomías serenas y sumisas aquellas otras fisonomías siniestras e insolentes. ¿Qué se había hecho de toda aquella bravuconería patibularia, de aquella arrogancia abyecta, de aquella ferocidad cobarde? No podían ser los mismos, y si lo eran, es que pertenecían a una raza de vencidos, gentes que sólo saben estar dignamente en la derrota y en la adversidad, pero que cuando el triunfo o el poder les llueve del cielo se convierten en bestias sanguinarias. (…) ¿Sería que la muerte era la única fuerza capaz de convertir los hideputas en hidalgos? Ignacio no pudo dejar de pensar en el Turégano aquel y en todo el bien moral que podría hacerle un pelotón de ejecución.

Estas son las reflexiones típicas de un derechista que ya ha visto pasar el peligro para su vida y hacienda. Por supuesto que eran los mismos. Los del traje de ciudad eran los inductores, los que les calentaron la cabeza a los que jugaban al futbol con palabras (flatus vocis) como progreso, democracia, libertad, etc. Y volvieron a hacerlo en cuanto han visto las circunstancias propicias.

Más sobre el mono azul: 

Sólo se confundían, idénticos más que iguales, los que en lugar del terno de ciudad, del pantalón de pana y la faja negra, del traje de mahón manchado de grasa, llevaban mono azul, uniforme común de vencedores y vencidos, prenda que igualaba y nivelaba al que iba a matar y al que iba a morir y al que no sabía su suerte y que en todo caso no quería ensuciarse sus mejores ropas. El mono azul era el hábito de una cofradía, de una hermandad, de una fraternidad de víctimas y victimarios. No importaba que se rompiera o se manchara; era a la vez mortaja y traje de faena, y el que lo llevaba sentía como si al despojarse con su ropa de paisano, de sus escrúpulos civiles, dejara de ser quien era para ser otro, un hombre nuevo, el de la nueva era o la España nueva, capaz sin remordimiento alguno de sacar de la cama de madrugada al hombre de la antigua era, al hombre antiguo que no había tenido tiempo de emboscar su condición cuando, entre monos azules y alpargatas blancas, iba a la muerte con zapatillas de burgués y pijama con listas de presidiario y agremanes de húsar de la Princesa. El mono era la gran solución para los aficionados a pasearse en pijama a cualquier hora del día y en general lo era para todo el que quería sentirse liberado del almidón y de la pana. Un hombre con mono se sentía no sólo libre de todo, sino capaz de todo. Todo lo que el pijama exponía y hacía vulnerable, el mono lo protegía y justificaba. Porque además tenía un prestigio mecánico y laboral; su azul mahón indicaba una cierta familiaridad con máquinas y armamentos, una disciplina industrial y moderna, y confería una categoría de rigor, de eficacia, de exactitud a un pueblo labriego y menestral demasiado propenso a la chapuza, a la rutina, al mínimo esfuerzo. El mono azul borraba, aunque fuera por poco tiempo, las diferencias de clase. Gracias a él se cumplía por fin, en una y otra zona, el ideal igualitario d ella revolución. Todos los que llevaban mono se trataban de compañeros o de camaradas; todos se hablaban de tú, al menos mientras duraba el período de instrucción, de iniciación, de prueba, de noviciado. El mono hacía al monje, a la mitad de monje que había en cada soldado; aquel uniforme de urgencia era un molde de fundir soldados que, una vez fundidos y templados, empezaban a diferenciarse de nuevo según el destino de cada cual, cada cual con el uniforme de su arma, con los distintivos de su cuerpo, con las insignias de su graduación, con las medallas de su comportamiento, con los galones de sus heridas. Hasta el momento en que las campañas los caracterizaban, en que cada cual se sentía piedra angular de la victoria, todos eran sombras de hombres, sombras azules.

La tercera parte presentará el ultimo libro, Banderas Victoriosas, y unas resumidas reflexiones sobre el libro.

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Colaboraciones de Carlos Andrés
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