15/05/2024 16:55
Getting your Trinity Audio player ready...

Sí, aunque a la Historia pasara como «el año de la Revolución de Asturias» la verdad es que fue el año que Largo Caballero, líder máximo del PSOE, intentó cargarse la República del 14 de abril para implantar una República comunista y la Dictadura de Proletariado… con la complicidad de los independentistas catalanes y vascos y los anarquistas. Mucho se ha escrito sobre las trágicas sucesos de aquel acontecimiento (que para Salvador de Maradiaga fue la justificación del 18 de julio de 1936) … pero nadie siguió la preparación de aquel Golpe como lo hace Julio Merino en este estudio, mes por mes, desde enero a diciembre, que hoy comienza a publicar el «Correo de España» y que irá apareciendo los próximos días.

¡Y que nadie se extrañe que Merino diga con rotundidad que fue Franco quien salvó a la República aquel mes de octubre de 1934 porque los «hechos» están ahí y los hechos deben ser sagrados para todos.

Sé que para muchos esta afirmación puede resultar excesiva o exagerada, pero la fuerza de los hechos está por encima de cualquier interpretación. Franco salvó la República cuando los mismos que la habían traído en 1931 (y especialmente los socialistas y su afines) quisieron cargársela para imponer la dictadura del proletariado. Curioso, pero cierto.

Franco conversa con Niceto Alcalá Zamora

¿Cuál era la situación real de la República tras las elecciones de 1933 para que la legalidad vigente estuviese en peligro y al borde del precipicio?, ¿por qué una República que había llegado en lor de multitud y sin dispararse un tiro estaba en peligro y hubo de llamar a un general tan cualificado como Franco en su ayuda? ¿Por qué pedían socorro los republicanos y hubo que defender el sistema con las armas y todo el peso del aparato militar?…

Ésta es la cuestión y éstos son los hechos.

La situación real era que la conjunción republicano-socialista que gobernó durante el primer bienio había saltado por los aires y que el pueblo en su mayoría había rechazado la política revolucionaria de la izquierda y particularmente la gestión «trituradora» del llamado Robespierre español: don Manuel Azaña.

La República de 1931 se había escindido en dos: la república democrática, es decir, la que querían los hombres moderados de la llamada izquierda moderada, que seguían creyendo en el sistema democrático y parlamentario, y la república revolucionaria, o sea, los que -como Largo Caballero- pensaban ya que aquella república burguesa no era su república y que, por tanto, había que saltar, aunque fuese por encima de la legalidad, hacia «una república popular»…, lo que traducido al lenguaje vulgar quería decir que había que ir a la Dictadura del Proletariado. Incluso había otra tercera república: la de los que no querían ninguna república. Eran los españoles que no estaban dispuestos a ver cómo se hundía España o cómo se minaban los cimientos de la nación.

En esta encrucijada vital en la que el socialismo español ya había elegido el camino de la revolución (sobre todo después de la conferencia de Largo Caballero del mes de agosto del 33 en Torrelodones) y en la que las fuerzas de la derecha más conservadoras se estaban yendo hacia los extramuros del régimen (y no hay que olvidar que José Antonio Primo de Rivera ya había fundado su Falange Española), iba a ser fundamental la postura que adoptasen los partidos y la coalición que, en realidad, habían ganado las elecciones. Es decir, la CEDA, los Agrarios, los Tradicionalistas, los Monárquicos de Renovación Española, y etc., puesto que si igual que en abril de 1931 ellos consideraban su victoria más que una victoria sobre los partidos vencidos, una victoria sobre el régimen de la República, no tendría nada que hacer. Lo dijo el propio Alejandro Lerroux en su «Pequeña historia de España»:

«En realidad, el gobierno había salido derrotado de las elecciones. El Gobierno y la República. Parecería una deducción temeraria si no se probase. Voy a intentarlo.

Si quiere volverse a considerar cuál era la composición, ya reseñada del nuevo Parlamento, se advertirá que los grupos más afines al régimen eran los menos capaces de integrarse en una homogeneidad indispensable para la eficacia; y que, aun integrados, si el absurdo hubiese sido posible, no formaban, ni mucho menos, suficiente mayoría. En efecto, si hubieran podido sumarse radicales, socialistas catalanistas, vascos y republicanos sin filiación -el absurdo- no hubiesen pasado como mucho de 175 diputados. Enfrente hubieran estado los de Acción Popular, Regionalistas, Monárquicos, Tradicionalistas e independientes no diferenciados.

Según esta posición de factores hubiera bastado una declaración hostil de los dos grupos mayores. Acción Popular y Agrarios, para patentizar la derrota. Y no la hicieron…

El argumento crece de volumen si se considera que los socialistas estaban ya fuera de la ortodoxia republicana, lo que es tan evidente que no necesita la prueba de la documentación que hoy se tiene a la vista. Y los candidatos triunfantes con filiación declaradamente republicana pasaban muy poco de cientos, en el segundo Congreso de la República.

¿Qué hubiera sucedido si en la primera sesión hábil se levanta un diputado monárquico, de autoridad y de prestigio, a plantear la cuestión?

Indalecio Prieto

Señores -hubiera podido decir-: Cuando en las elecciones municipales de 1931 el régimen fue derrotado tan sólo en las ciudades más importantes de España, el Rey se fue, la Monarquía cayó y vinisteis vosotros. Habéis tenido dos años para ganar la voluntad del país. La habéis consultado en estas elecciones legislativas. Henos aquí, contadnos. No tenéis una mayoría de diputados para gobernar: luego habéis perdido las elecciones. ¿Qué hace el presidente? ¿Qué hace la República?

Los árbitros de la situación fueron el partido de Acción Popular y el Agrario. Si esos partidos eran considerados enemigos del régimen, las elecciones se habían perdido.

Puesto que no hicieron una declaración de hostilidad, ni si­ quiera de neutralidad, no debía considerárseles como enemigos. Serían o no serían republicanos, pero positivamente eran españoles y caballeros.

Pues he aquí el dilema: en el primer caso, un régimen democrático, procediendo democráticamente, estaba obligado a ofrecer el poder a la oposición para evitar la violencia de una guerra civil. En el segundo caso, por el mismo sentido democrático, el Presidente de la República debió procurar deliberadamente lo que espontáneamente produjo, la coalición de todos los elementos interesados en el mantenimiento de la Re­ pública, para que de ella surgiese, con mayor autoridad, el candidato a la presidencia del Consejo.

Lo que sucedió fue -sigue diciendo Lerroux- que los partidos Agrario y de Acción Popular, pensando en España antes que en el régimen, tuvieron el patriotismo inteligente y gene­ roso de prestarnos su concurso, ellos, los vencedores, a nosotros, los vencidos. Ellos, los más numerosos, a nosotros, los menos.

La verdad es -y debe proclamarse lealmente- que la República siguió como régimen vigente en España, por la comprensión, la inteligencia política y el patriotismo de aquellas dos fuerzas, que no quisieron anticipar la guerra civil.»

Ésta es la verdad y así comenzaba su andadura el crucial año de 1934. Un año que, como veremos, iba a ser fundamental también en la vida de Franco…

¿Por qué?, ¿qué había sido del general más joven de Europa en esos dos años de predominio de la izquierda bajo la tutela revolucionaria de Azaña?, ¿cómo había tratado la República al general símbolo de los llamados africanistas?…, ¿dónde estaba realmente Franco al comenzar el decisivo año de 1934?

Dicen que lo primero que preguntó Azaña la noche anterior al 10 de agosto, fue precisamente eso: ¿Y Franco? ¿Dónde está Franco? Quizá con razón, porque la verdad es que para España era fundamental dónde estuviese Franco. Para España, para el ejército y para la República.

Cuando se proclama la República el 14 de abril, Franco está de general director de la Academia General de Zaragoza y allí tiene que arriar la bandera monárquica (aunque fuese la última que lo hiciera en España). La historia de la última bandera monárquica es singular en la vida de Franco.

LEER MÁS:  ¡Los viejos árboles, el libro viviente de la historia! Por Miguel Sánchez

Julián Besteiro

El 14 de abril, ya proclamada la República, el Gobierno provisional cursó la orden de izar la bandera republicana y arriar la monárquica, que, por otra parte, era la tradicional desde hacía siglos.

En Zaragoza, el general Fernández Heredia se negó al cambio y entregó el mando al jefe de una de las Brigadas de la ciudad, el general Gómez Morato, que izó la bandera republicana. Morato aconseja a su amigo Franco, director de la academia, que haga lo mismo, pero Franco exige que se le ordene por escrito y mantiene la bandera monárquica.

El día 17 es nombrado capitán general de la V Región Militar el general Ruiz Trillo y seguidamente envía por escrito la orden que reclama Franco. Entre unas cosas y otras la bandera tricolor no fue izada hasta el 20 de abril. Durante esos días la bandera bicolor, la rojo y gualda, la monárquica de la Academia de Zara­goza ondeó en solitario en la España republicana.

Después, y paso a paso, caería sobre él la política «trituradora» de Azaña. Primero, fue el cierre de la academia y el cese de Franco como director. Después, la primera amonestación que constaría en su Hoja de Servicio y el retiro forzoso, en situación de disponible, a Oviedo durante uno de los períodos quizás más tristes de su vida. Luego, el decreto de congelación y la posibilidad de truncar su carrera militar, cosa que no sucedió por escasos días. Y, por encima de todo ello, la política de sumisión y acatamiento, los desplantes, las críticas, las humillaciones, los desprecios y la persecución generalizada a todo el ejército.

Franco acató la República y la legalidad republicana a pesar de sus sentimientos monárquicos, por disciplina y porque aunque se haya pensado lo contrario, era un hombre poco dado a los pronunciamientos y deslealtades. Como lo demostró, por ejemplo, su carta al director del ABC, Juan Ignacio Luca de Tena:

«Zaragoza, 18 de abril de 1931

Excelentísimo señor marqués de Luca de Tena. Mi distinguido amigo: habiendo aparecido en el periódico de su digna dirección un retrato mío con la expresión de haber sido destinado para ocupar la Alta Comisaría de España en Marruecos, mucho le agradeceré rectifique tan errónea noticia, pues ni el Gobierno provisional que ahora dirige la nación ha podido pensar en ello, ni yo había de aceptar ningún puesto renunciable que pudiera por alguien interpretarse como complacencia mía anterior con el régimen recién instaurado o, como consecuencia de haber podido tener la menor tibieza o reserva en el cumplimiento de mis deberes o en la lealtad que debía y guardé a quienes hasta ayer encarnaron la representación de la nación en el régimen monárquico. Por otra parte, es mi firme propósito respetar y acatar, como hasta hoy, la soberanía nacional, y mi anhelo que ésta se exprese por sus adecuados cauces jurídicos.

Muy atentamente le saluda su afectísimo amigo, que estrecha su mano, Francisco Franco.»

Pero esto no lo entendía Azaña, ni su soberbia le permitía bajar al plano de las realidades. Para él no había ni hubo nunca en el tablero de ajedrez más piezas que los peones y como peones trató a los generales…, incluso a Franco.

El día que Indalecio Prieto sacó la pistola en el Congreso

De Galicia, Franco pasó a las Baleares como comandante jefe, pero sin ascender, y allí está cuando España gira a la derecha en las elecciones de noviembre-diciembre de 1933, y cuando comienza 1934, el año más fulgurante de su carrera militar, pues no hay que olvidar lo que era en enero (un general de brigada congelado) y lo que sería en diciembre (el general que había salvado la República y de hecho -de derecho lo sería algo más tarde- el Jefe del Ejército español).

¿Y qué era la República en ese momento? Un avispero, donde todos estaban contra todos y donde nadie se ponía de acuerdo ni quería ponerse… a pesar de las llamadas al orden del tutor Ortega y Gasset, quien como en otro tiempo dijera «¡No es esto, no es esto!», ahora dijo:

«Creo firmemente que estas elecciones contribuirán a la consolidación de la República. Pero andan por ahí gentes antirrepublicanas haciendo vagos gestos de triunfo o amenaza, y de otro lado hay gentes republicanas que sinceramente juzgan la actual situación peligrosa para la República. Pues bien: suponiendo que con alguna verosimilitud sea este último el caso presente, yo elijo la ocasión de este caso para gritar por vez primera, con los pedazos que me quedan de laringe: <<¡Viva la República!>> No lo había gritado jamás: ni antes de triunfar ésta, ni mucho menos después; entre otras razones, porque yo grito muy pocas veces…

Algunos sinvergüenzas, algunos insolentes y algunos sotaintelectuales que son lo uno y lo otro, y que hasta ahora, por lo que fuera, no se habían resuelto a atacarme, han aprovecha­ do la atmósfera envenenada de esos años para morderme los zancajos… Yo sostuve hace tres años y sostengo hoy con mayor brío que la única posibilidad de que España se salve históricamente, se rehaga y triunfe, es la República; porque sólo mediante ella pueden los españoles llegar a nacionalizarse; es decir, a sentirse una nación…

Los hombres que han gobernado estos dos años y que querían para ellos solos la República, no eran, en verdad, republicanos, no tenían fe en la República… Se ha visto que esos hombres, al encontrarse con el país en sus manos, no tenían la menor idea sobre lo que había que hacer con ese país… Uno tras otro, los intereses parciales -el capitalista, el obrerista, el militarista, el federalista-, al apoderarse del Estado, han abusado de él, y abuso con abuso han acabado por neutralizarse, dejando el campo franco a la afirmación de los valores morales en torno a la idea de la nación…»

Pero, en realidad, a nadie debía sorprender lo que estaba pasando, pues tanto la izquierda como la derecha lo habían dicho durante la campaña electoral por boca de Largo Caballero: «el día 3 a las urnas, y si perdemos, el día 1O a la calle», y de Gil Robles: «Nosotros aceptamos la batalla en el terreno de la democracia, en que ha sido planteada; pero que no pretendan marchar por caminos de dictadura, porque les saldremos al paso como sea y donde sea. Ya son mucho dos años de paciencia para retroceder ni un paso más. Si quieren la ley, la ley; si quieren la violencia, la violencia».

En fin, y dicho todo esto, entremos ya en el curso del decisivo año 1934 y veamos cómo y qué sucedió mes por mes, de enero a diciembre… no sin puntualizar algunos datos de interés que aclararán las cosas.

-Franco tenía en 1933, cuarenta y un años (precisamente los cumplió el 7 de diciembre, a los pocos días de la segunda vuelta electoral que dio el triunfo a las derechas).

-Durante el crucial año de 1934, hubo los siguientes gobiernos:

Alejandro Lerroux, del 16 de diciembre de 1933 al 3 de marzo de 1934.

Alejandro Lerroux, del 3 de marzo al 28 de abril de 1934. Ricardo Samper, del 28 de abril al 4 de octubre de 1934. Alejandro Lerroux, del 4 de octubre de 1934 al 3 de abril de 1935.

-Era presidente de la República don Niceto Alcalá Zamora y presidente de las Cortes don Santiago Alba Bonifaz (lo fue desde el 8 de diciembre de 1933 al 7 de enero de 1936).

– En el transcurso de ese año 1934 fueron ministros de la Guerra:

Diego Martínez Barrio, del 16 de diciembre 1933 al 23 de enero de 1934.

Diego Hidalgo Durán, del 23 de enero al 16 de noviembre de 1934.

Alejandro Lerroux, del 16 de noviembre de 1934 al 3 de abril de 1935.

 

Enero de 1934: ¡atención al disco rojo!

El año comenzó peor que había terminado el anterior, pues el día 3 de enero El Socialista, el órgano de prensa del PSOE, publicó en su primera página un editorial que iba a ser histórico, sobre todo por este párrafo:

Y ahora piden concordia -dice-; es decir, una tregua en la pelea, una aproximación de los partidos, un cese de hostilidades. Eso antes, cuando el poder presentaba todas las ejecutorias de la legitimidad… ¿Concordia? ¡No! ¡Guerra de clases! ¡Odio a muerte a la burguesía criminal…! ¿Concordia? ¡Sí!, pero entre los proletariados de todas las ideas que quieran salvarse y librar a España del ludibrio. Pase lo que pase, ¡atención al disco rojo!

LEER MÁS:  Edchera y sus héroes legionarios. Por Emilio Domínguez Díaz

Ésa fue la consigna para todas las organizaciones de izquierda de la sublevación revolucionaria de octubre.

Porque eso era, como se atisba, una declaración de guerra en­ cubierta y un toque de aviso para navegantes sordos. A partir de ese momento el socialismo se lanza decididamente a preparar la revolución por el camino de las armas. No sin antes vivir ellos mismos una «guerra civil» interna.

Porque de «espinas» hay que hablar -y no de rosas- cuando se recuerda esta pelea interna que vive el socialismo español des­ de 1933 a 1936. Una «guerra civil» interna que enfrenta, casi a muerte, al intelectual Besteiro y al obrero Largo Caballero; al socialismo democrático con el socialismo revolucionario; a los partidarios del sistema parlamentario y a los partidarios de la «dictadura del proletariado»; a los periódicos El Socialista y Claridad, y, en fin, a los dos periodistas de más prestigio de aquel PSOE: Luis Araquistain y Julián Zugazagoitia.

Porque la verdad histórica es que Besteiro y Largo se enfrentaron hasta que uno de los dos (Besteiro) perdió la batalla. Y es que el socialismo «revolucionario» le ganó la partida al socialismo «democrático». Y es que la «dictadura del proletariado» se impuso en las urnas. Y es que El Socialista, el periódico que fundó Pablo Iglesias y órgano de siempre del PSOE, y Claridad, el órgano de prensa del caballerismo, llegaron a atacarse desde sus páginas como los más encarnizados enemigos. Y verdad es -fue- que Araquistain, director de Claridad, y Zugazagoitia, di­ rector de El Socialista, se liaron a bofetadas una mañana del mes de mayo de 1936 en pleno corazón del Retiro madrileño.

Pero retomemos ese vital mes de enero de 1934. Fue el día 21, cuando el envalentonado Largo Caballero -ya en plena representación del papel del Lenin español- lanza un mitin revolucionario en el cine Europa de Madrid, en el que no deja títere en pie y aboga ya abiertamente por la violencia… entre otras cosas porque quiere desbancar al moderado Julián Besteiro de la Secretaría General de la UGT y quedarse como único líder del socialismo. Largo lo dijo bien claro:

Largo Caballero

Y nosotros, como socialistas marxistas, discípulos de Marx, tenemos que decir que la sociedad capitalista no se puede transformar por medio de la democracia capitalista. ¡Eso es imposible…! Ésta es la diferencia que puede haber entre algunos camaradas y otros. Hay quien tiene todavía la esperanza de que el capitalismo va a ceder en su actuación y va a dejar el camino libre al socialismo marxista para la instauración de un nuevo régimen; y otros creernos, porque la historia así nos lo dice, que eso no es posible, que no hay ninguna clase, que, voluntariamente, abandone el poder y se lo entregue a otra clase. Ese poder lo defenderá hasta última hora, y si se quiere conquistar, habrá que conquistarlo, no ya como dijo Marx, si no incluso como decía nuestro querido maestro en España, Pablo Iglesias: ¡revolucionariamente!

Así pues, no debe extrañar lo que sucedió en la reunión de la Comisión Ejecutiva del sindicato socialista el día 27.., una de las jornadas más tristes en la vida política de don Julián Besteiro, el heredero del abuelo Pablo Iglesias. Porque ese día el viejo revolucionario de 1917 vio cómo la mayoría se cargaba su pro­ grama reformista y se inclinaba por la revolución y la dictadura del proletariado. Entonces Besteiro dimitió de su cargo de secretario general (de la presidencia del PSOE había dimitido en 1931) y con él los veteranos Saborit, Trifón, Gómez, Moiño, Cernadas y Muñoz Giraldos. Dos días más tarde, Largo Caballero salió elegido como nuevo secretario general de UGT, con lo que al ser ya presidente del partido todo quedaba en sus manos. Desde entonces hasta octubre ya no hubo más que una consigna: ¡a la conquista del poder sea como sea!…

Aunque la nueva Ejecutiva de la UGT la presidía Anastasia de Gracia, el Lenin español controlaba la Secretaría General y, por tanto, el sindicato. (Véase libro del autor Los socialistas rompen las urnas, Plaza y Janés, Madrid, 1985, pág. 372.)

Por esos mismos días, el presidente de los Agrarios, el señor Martínez de Velasco, dijo en público, como justificación de la postura que había adoptado su partido, lo siguiente:

«Nos hemos hecho republicanos por España. No se nos puede llamar traidores, porque todo el programa en que se ha basado nuestra propaganda electoral se mantiene intacto. La táctica a seguir para defender los intereses de la agricultura me corresponde a mí. Y yo he elegido el camino de servir al régimen para servir mejor a España.»

Otra de las cosas que llamaron la atención ese mes fue la de­ cisión del Gobierno de cambiar el estatus de los militares presos por lo «del 10 de agosto»…, es decir, el sacarlos de las cárceles comunes y trasladarlos a prisiones militares, lo cual fue un anti­ cipo de la Ley de Amnistía que no se haría esperar. El general Sanjurjo, principal responsable y encartado en aquella sublevación, que cumplía su pena en el penal del Dueso, con su famoso uniforme a rayas, fue trasladado inmediatamente al castillo de Santa Catalina en Cádiz. Otros militares fueron trasladados al castillo de San Julián de Cartagena.

Pero recordemos brevemente lo que sucedió aquel histórico 10 de agosto, festividad de San Lorenzo. Ese día se produjo la primera sublevación militar contra la República, encabezada por el general José Sanjurjo, precisamente el hombre que siendo di­ rector general de la Guardia Civil hizo posible el triunfo de los republicanos el mismo 14 de abril de 1931.

La sublevación era a nivel nacional, pero a última hora mandos militares implicados se echaron para atrás y en Madrid fracasó estrepitosamente. Sanjurjo, sin embargo, triunfó y se hizo con Sevilla en pocas horas. Azaña actuó con mano de hiena y acabó con la «Sanjurjada», que así paso a la historia. Eso sí, con la ayuda de la Legión que mandó traer de Marruecos ese mismo día.

Sanjurjo fue apresado, juzgado y condenado a pena de muerte, aunque rápidamente fue indultado de la pena máxima y sentenciado a cadena perpetua. De aquel juicio sumarísimo quedó una frase de Sanjurjo que se hizo célebre entre los militares. Preguntado por el fiscal con quién contaba para el «golpe», respondió: «Mire, Señor fiscal, si hubiese triunfado con todo el ejército, incluidos los miembros de este Tribunal, pero como he perdido con nadie».

Al inicio de la Guerra Civil, Sanjurjo sería designado el 18 de julio por los generales sublevados como jefe único. Accidentalmente murió al despegar la avioneta que lo trasladaba a la España nacional desde el aeropue1to de Lisboa.

Pero tampoco hay que olvidar el papel jugado por el general Mola. Porque fue Mola la estrella de aquel mes de enero por la publicación de su libro «El pasado, Azaña y el porvenir».., un libro llamado a servir más tarde casi de catecismo para los nacionales, ya que en él no sólo se señalan los errores cometidos por la República sino que se adelantan las consecuencias que tendrían las reformas de Azaña en el ejército. No, no quedaba bien librado el llamado jacobino, don Manuel Azaña.

(Seguiremos mañana)

 

 Julio MERINO

Periodista y Miembro de la Real Academia de Córdoba