07/05/2024 15:37
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Juan Gregorio Álvarez nació en Ciudad Real en 1968 y es Licenciado en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid. Como autor ha publicado la antología Mis panfletos intelectuales (Megustaescribir, 2015) y los poemarios Poemas de la vida afirmada (Caligrama, 2018) y Las ambivalencias terribles (Caligrama, 2023). Sobre los temas tratados en su antología le entrevistamos para ÑTV.

¿Dónde reside la originalidad de una antología como Mis panfletos intelectuales?

El libro constituye ante todo, con sus contradicciones, su fragmentación, su dispersión, sus confesiones personales y sus extravagancias, el testimonio de una subjetividad psicológica singularizada y no reductible a las categorías ideológicas al uso. Frente a la idea de todo racionalismo filosófico de que lo psicológico es una magnitud desdeñable y algo que debe ser «segregado» del trabajo filosófico serio, he pretendido no ya defender en mi auto-representación, sino ejercitar en mi escritura que una subjetividad psicológica distinta y distante del pensamiento de las masas normalizadas y ahítas de sentido común que les quita el sentido propio, como decía Unamuno, es algo sumamente valioso, más valioso que cualquier teoría sistematizada y fruto del raciocinio impersonal. Por decirlo con Kierkegaard, he pretendido presentarme como pensador subjetivo antes que como pensador objetivo que al ejercer su pensamiento «segrega» su psicología y pretende llegar–empeño condenado, por otra parte, al fracaso en filosofía– a una verdad de validez intersubjetiva universal de la que quede fuera el hombre «de carne y hueso», según la expresión también unamuniana. Comparto tanto con Unamuno como con Kierkegaard que el individuo singularizado, «existente», que piensa con toda la carga problemática, y muchas veces contradictoria, de su psicología, es lo más valioso que existe, sobre todo en estos momentos de insidioso gregarismo que hipócritamente dice valorar la diferencia y la disidencia, cuando nunca no ha sido mayor la «sospecha frente a todo lo que es creador y libre», por decirlo con palabras utilizadas por Heidegger en su «Introducción a la metafísica», y la auténtica diferencia, la espiritual, la que no comparte los contravalores del nihilismo establecido, es objeto de silenciamiento y «cancelación».

¿Cuál sería la diferencia entre un intelectual profesional y un intelectualoide?

Con el texto titulado «Defensa del intelectualoide» ( que es el que abre la antología después de la presentación) solo he querido valorar positivamente la figura de quien se dedica al mundo de las ideas sin perseguir ninguna finalidad de reconocimiento académico o mediático e incluso teniendo medios de vida distintos al de la profesión docente, y busca solo una meditación y una profundización de valor auténticamente vital y personal. Quien, como dice Ortega es un auténtico náufrago que se agarra a la tabla de la cultura por una auténtica necesidad personal existencial y no para lucir socialmente o para satisfacer su vanidad o simplemente por tener un medio de vida.

Alude al mito de la cultura planteado por Gustavo Bueno. ¿Se considera seguidor o vinculado a la Escuela de Asturias?

En primer lugar debo hacer constar mi sincero reconocimiento y mi sincera admiración hacia la gran figura intelectual del profesor Gustavo Bueno y también hacia la preparación, competencia y seriedad intelectual de sus seguidores y discípulos. Pero mis aspiraciones filosóficas difieren mucho de las líneas marcadas por el materialismo filosófico. En este momento, esas aspiraciones se dirigen principalmente a una lucha intelectual por el espiritualismo. Creo que el materialismo de Bueno responde a la idea de que las ciencias no dejan lugar hoy para ninguna filosofía seria que no sea materialista. Pero las ciencias no dejan demostrado de ninguna manera que no exista lo que ellas no pueden objetivar y tratar con sus métodos cuantitativos-experimentales.

Además tengo la sospecha de que el pluralismo del materialismo de Bueno, que va hasta el punto de considerar también materia lo que tradicionalmente ha sido llamado el «ser ideal» (tercer género de materialidad, M3) puede ser objeto de serias críticas. Creo que hay lo que tiene toda la pinta de ser una petición de principio en llamar materia a lo que él mismo Bueno reconoce que existe con independencia del espacio y el tiempo ( las objetividades lógicas y matemáticas, el significado objetivo de leyes y teorías científicas, etc.). Parece como si Bueno dijera: «Todo es materia, porque yo voy a llamar materia al ser ideal«. Pienso que a un materialismo consecuente no le queda más remedio que reducir el ser ideal a contenidos mentales (conceptualismo) o a meros nombres que no se refieren a ninguna realidad ni mental ni extramental (nominalismo). No creo que se pueda ser materialista y a la vez afirmar la existencia objetiva de los universales. Para ser materialista hay que ser empirista nominalista (en un sentido amplio que incluiría también el conceptualismo), como lo han sido todos los materialistas hasta Bueno.

Pero como confiesa el mismo Bueno, su materialismo está pensado para excluir solamente la posibilidad de la existencia de sustancias vivas incorpóreas. Creo que un verdadero materialista tiene que excluir también la existencia objetivamente subsistente del ser ideal, y que es éste el auténtico problema filosófico que plantea el materialismo. El rechazo de la existencia de sustancias vivas incorpóreas no se basa en realidad en lo que demuestra la ciencia (ella simplemente descarta esas sustancias como posible objeto de su investigación), sino en una actitud humanista de negativa a admitir que la vida humana pueda estar a merced de la influencia de lo praeternatural o lo sobrenatural. Puedo comprender perfectamente esto e incluso admitir que hay aquí un conflicto entre el humanismo y el pensamiento espiritualista religioso, pero no creo que este problema pueda quedar resuelto con el recurso a «lo que diga la ciencia» o, como parece que es el caso en la Escuela de Oviedo, decir que la filosofía necesariamente tiene que moverse en un marco determinado por lo que de hecho investigan las ciencias. Además, desde el punto de vista científico la postura consecuente tendría que ser sobre esta cuestión un simple agnosticismo.

Yendo al tema de la cultura, que usted plantea en su pregunta, disiento también de las consecuencias «desublimatorias» que, como también reconoce el mismo Bueno, se derivan de la consideración de la «alta cultura» como simple «cultura circunscrita» en el contexto de la crítica al «mito de la cultura». Pretendo defender que en el arte, la religión y la filosofía (las tres formas de manifestación del Espíritu Absoluto, según Hegel) existe una manifestación de un espíritu sublime que hay que considerar, también hegelianamente, que está dirigido a la consecución de la autoconciencia y con ella de la libertad. La idea de espíritu que persigo habría que ligarla más a los contenidos culturales superiores, y en conexión con ellos a la idea de valor cultural superior, que, como sería el caso de Bergson, a algo actuante en el verdadero fondo de la realidad natural. De todos modos, creo – en este caso igual que en otros casos de las intervenciones, digamos prácticas, de Bueno- que su idea de «mito de la cultura» puede ser muy útil para luchar contra el tonteo social e ideológico que hay hoy con la idea de cultura.

También disiento de la idea, básica en la filosofía de la religión de Bueno y enteramente coherente con su materialismo, de que la religión tenga que tener su núcleo genético en la relación con «númenes» materiales, que él identifica con los animales. Pretendo defender que en la religión hay vivencias emotivas de reconocimiento de lo sagrado (poniendo entre paréntesis, en cuanto estemos dentro de los límites de una filosofía de la religión, de si lo sagrado tiene una existencia objetiva en-sí, absolutamente independiente de la conciencia que lo vive) que no pueden ser reducidas, aunque sea genéticamente, a reacciones psicológicamente inferiores ante númenes materiales, sino que consisten en sentimientos superiores de admiración, veneración, entusiasmo, reconocimiento de lo maravilloso, etc.

Por último diré algo brevemente sobre el sistematismo de Bueno. No basta el uso de un orden taxonómico geometrizante para que una filosofía sea sistemática. Para ello es necesario, como se planteó en los inicios del idealismo alemán, que la filosofía se construya como una rigurosa deducción a partir de un primer principio absolutamente evidente de manera apodíctica. La filosofía de Bueno no puede pretender estar en posesión de la verdad filosófica porque sea capaz de dar cuenta desde sí misma de las posiciones opuestas a ella usando esos procedimientos taxonómicos rigurosos.

También es habitual encontrar en sus artículos referencias a José Ortega y Gasset, así como al término masa. ¿Considera La rebelión de las masas un libro vigente o ya superado por el tiempo?

Considero que sigue siendo hoy día un libro imprescindible. He conocido en algunas ocasiones a algunos izquierdistas de cultura más bien dudosa (podríamos atrevernos a decir que semicultos o seudocultos, pertenecientes a lo que yo llamo en mi libro «la pequeña progresía») que se empeñaban en entender La rebelión de las masas en un sentido social clasista, cuando Ortega deja bien claro que no se refiere con su noción de masas a ninguna realidad de clase, y bien podría decirse que el libro puede entenderse como una crítica del conformismo y el gregarismo comunitario que muchas veces va asociado al conservadurismo superficial. Hombres-masa, como dice el propio Ortega, los hay en todas las clases y Ortega hace una descripción de él como hombre que se deja llevar por las ideas recibidas, que no quiere distinguirse, que, como digo, puede encontrarse en el gregarismo tanto de izquierdas como de derechas y en sectores más acomodados y menos acomodados.

La disección que hace Ortega de este hombre-masa a mí me parece magistral. Estimo mucho, entre otras cosas, la afirmación explícita que Ortega hace sobre el hombre de ciencia como prototipo actual del hombre-masa, pues con su saber especialístico se cree autorizado para opinar fundadamente sobre los asuntos humanos que caen fuera de su especialidad. En el especialismo y no solo en el especialismo, sino en todo el «sesgo cognitivo» digamos «positivista» y «materialista», en sentido utilitarista estrecho, que produce la educación científica (sobre todo en los estratos de los que podemos llamar científicos «de a pie») hay un problema que no se puede despachar contestando a la acusación de «barbarie del especialismo» que Ortega lanza contra la formación científica diciendo, como hace Gustavo Bueno, de manera puramente retórica, que un bárbaro no puede ser especialista en nada. Yo tengo la misma intuición que Ortega cuando afirma en su libro muy claramente que el hombre de ciencia actual juzga los asuntos humanos de una manera vulgar y superficial. Desde luego que hay excepciones, pero estas corresponden a aquellos científicos que al margen de su aprendizaje de la ciencia se han hecho de manera autodidacta con una cultura humanista «no positivista».

Como señalo en mi libro, creo que Ortega tiene más interés cuando da rienda suelta a la expresión de las intuiciones sociales y culturales que tiene desde su perspectiva que cuando intenta hacer, guiado por una fenomenología de la vida, una descripción de las «estructuras» más generales de ésta, lo cual creo que lleva a verdades, en realidad abstractas, de alcance exiguo y yo me atrevería a decir que algo triviales.

En lo que respecta al problema de las masas, la crítica que yo creo que se le podría insinuar a Ortega es que su idea de una «minoría rectora» que eduque y dirija a las masas es lo que hoy es imposible. Si no se pertenece a las masas, lo que habría que intentar hacer, como también digo en mi libro, es vivir de espaldas a ellas y evadirse de su mundo como buenamente se pueda, como hacía el personaje Teeteto del diálogo homónimo platónico, que según nos dice el filósofo ateniense no se acordaba ni siquiera de si sus vecinos eran hombres, animales u otros seres.

Pero desgraciadamente no todos podemos ser Teeteto y evadirnos a los problemas filosóficos» puros» y a las matemáticas y olvidarnos así de la existencia de las masas, que imponen un totalitarismo cultural y psicológico de la banalidad, la vulgaridad y la uniformidad de pensamiento. Independientemente de las críticas que también hago en el libro a las pretensiones más enfáticamente filosóficas de Ortega, especialmente a su idea de la vida como proyecto e incluso a la propia idea de «razón vital» ( por ser en última instancia una idea «racionalista» que no tiene suficientemente en cuenta la no-identidad de la vida, su inaprehensibilidad por el concepto), tengo en gran estima a Ortega como escritor, como estimulador de una cultura vitalista, como educador y sobre todo como luchador español contra el filisteísmo reinante entre las masas, en nuestra época más todavía que en la suya.

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Leyéndole da la impresión de que detesta la sociedad fomentada por el capitalismo y su cultura, a la que define como pequeño-burguesa, pero al mismo tiempo plantea que un cambio sólo debería aspirar a ser cultural y no a lo político y económico; un cambio que, para ser posible, debería surgir desde un Estado ético que no repara en definir como autoritario, incluso como totalitario, por medio de una dictadura pedagógica. ¿Es eso así?

Yo sigo teniendo un sentimiento anticapitalista que en mí siempre tuvo un sentido de anticapitalismo romántico, pero que yo en otro tiempo, en mi juventud, trate de «racionalizar» mediante el expediente habitual y apresurado de recurrir al marxismo. Hoy rechazo de plano la pretensión del marxismo (o de algunos marxistas que ni siquiera conocen bien el pensamiento de Marx en este punto) y de la izquierda en general de tener el monopolio de la actitud y la crítica anticapitalistas. Si se quieren defender valores no materialistas arraigados en la tradición y el espíritu sería necesario romperle el espinazo al capitalismo, que hoy es aliado e impulsor principal del nihilismo. No tengo empacho en recurrir a un representante de la Escuela de Frankfurt, Max Horkheimer, para parafraseándolo decir que quien no quiera hablar de capitalismo que no hable de destrucción de los valores tradicionales y espirituales. El capitalismo favorece unilateralmente los valores economicistas inmediatos de lo útil y lo agradable, y para poner por encima de ellos los valores espirituales de lo verdadero, lo bello y lo bueno y también el valor vital de lo noble (frente al disvalor de lo vulgar) sería necesaria la superación del capitalismo. Pero como en última instancia esta actitud crítica hacia el capitalismo se basa en un sentimiento que, como tal, no es fundamentable como posición de validez racional universalista y como el desmantelamiento del capitalismo en las actuales circunstancias de complejidad y ultradesarrollo de los sistemas de poder y dinero supondría un riesgo global de creación del caos social y civilizatorio y como, en todo caso, el coste humano ético de ese desmantelamiento sería de una magnitud incalculable e inasumible, lo que defiendo actualmente es la retirada a una esfera privada individualista de evasión romántica y de cultivo «monológico» de los valores de la tradición y el espíritu.

El cambio tiene que ser sólo cultural, pero además limitado a la esfera de la propia vida personal privada, porque un cambio que significara la reconstrucción de un comunitarismo arraigado en la tradición y el espíritu también tendría un coste inasumible y además en las actuales circunstancias de complejidad social y de pluralismo ya irreversible, desde hace mucho, es inviable.

La expresión «dictadura pedagógica» es utilizada positivamente por alguien que no es sospechoso precisamente de «fascismo», Herbert Marcuse, en su libro de su última época «El final de la utopía». No ya la consecución de la utopía erótico-estética de Marcuse, sino la consecución de una situación social donde reinara la tradición y el espíritu como motores del desarrollo sustancial de la personalidad «no unidimensional» (no reducida a lo material, usando la expresión en un sentido diferente al de Marcuse) requeriría un cambio del sistema de necesidades de la gente y un cambio en el «ethos» de la vida diaria de las personas que solo podría ser logrado mediante un poder pedagógico fuertemente disciplinante y que quebrara la tendencia humana natural a empantanarse en lo «útil y agradable». Por decirlo con una metáfora teológica se necesitaría una «gracia» cultural que una vez destruidas o en franca decadencia impotente las comunidades tradicionales sólo podría provenir de un Estado voluntarista en sentido pedagógico autoritario. Pero repito que todo esto es inasumible éticamente y además es inviable por culpa de una modernidad que ha desembocado en el nihilismo ( y a esto le podemos llamar si queremos posmodernidad) y es ya irreversible.

No obstante, también desconfía de la posibilidad de un cambio real y limita cualquier iniciativa en ese sentido a la perspectiva más individual y privada posible.

Ese es el punto clave. Hay que renunciar tanto a un socialismo no materialista que acabara con el nihilismo capitalista como a la reconstrucción del comunitarismo de la tradición y el espíritu y buscar soluciones personales privadas en una esfera exclusivamente psicológica y cultural. Buscar mientras esto aguante el cultivo privado de los valores superiores.

Quisiera referirme en este punto a una cuestión relacionada con lo que venimos diciendo sobre el nihilismo. Vattimo y otros después de él han afirmado que el nihilismo posmoderno en que desemboca la modernidad es una «buena nueva» ética porque desactiva la violencia que va aparejada a la idea fuerte de verdad de las cosmovisiones metafísicas o político-metafísicas que dominaban socialmente antes de su advenimiento. Pero puede admitirse que en el ámbito público, político, es mejor que no reine una «verdad absoluta» sin que ello signifique que la vida individual tenga que admitir como válida la total ausencia de sentido, de finalidad y de valor último de la existencia humana. Que haya que renunciar a la «implantación política» de la verdad no implica que tenga que ser reconocida la necesidad de no buscar la «verdad existencial» en la esfera personal.

Por último me gustaría dejar claro lo que entiendo por valores espirituales y remachar lo ya dicho sobre la necesidad de buscarlos y realizarlos privadamente:

Valores espirituales como valores de bien, verdad y belleza y también el valor vital de lo noble (frente al disvalor de lo vulgar) que hay que situar en una jerarquía objetiva por encima de los valores «económicos» de lo útil y lo agradable. El individuo solo puede alcanzar esos valores citados en primer lugar bien por su integración en una comunidad de tipo tradicional o por mediación de una función pedagógica del Estado, pero pedagógica no en un sentido humanista- liberal progresista, sino en el sentido del disciplinamiento e incluso podríamos decir que de la crianza con métodos que hemos aprendido a descalificar como autoritarios y represivos. Las comunidades tradicionales están destruidas y el Estado pedagógico autoritario chocaría con los ya irreversibles derechos de las personas, y sin duda eso supondría un grave peligro ético. Por lo tanto volvemos a lo mismo: quien por contingencias afortunadas tenga acceso a esos valores superiores que disfrute de ellos en su privacidad psicológica y cultural y que se olvide de su realización política generalizada.

Además actualmente he llegado a la conclusión, avanzada en algunos pasajes del libro pero que no fue suficientemente tenida en cuenta en su conjunto, de que hay una mayoría de personas que no están hechas por naturaleza para los valores superiores no económicos y no materialistas. Esto podría estar en relación con mi actual valoración positiva del dogma religioso de la naturaleza caída del hombre, que durante mucho tiempo desatendí.

Tampoco deja pasar la ocasión para denunciar el fraude revolucionario del Mayo del 68 francés. ¿Considera que este acontecimiento ha recibido la atención necesaria en las crónicas históricas?

El 15-M español lo juzga incluso más negativamente que el Mayo francés, pero políticamente no han dejado de reivindicarlo políticamente durante la última década por varios partidos y coaliciones de izquierda, como Podemos, a quien acusó en el momento de la publicación de la antología de estar excesivamente centrado en cuestiones materiales. ¿Ha cambiado su juicio al respecto desde entonces?

15-M fue una caricatura en toda regla de Mayo del 68. Pero no se pueden comparar la magnitud y los efectos del 68 con los del 15-M. Mayo del 68 fue, cualquiera que sean las críticas que le podamos hacer, una última fulguración del mito de la revolución y en él hubo indiscutiblemente una crítica del espíritu burgués y de los modos de vida dominantes en la sociedad tardocapitalista. El 15-M alcanzó su apogeo y su éxito cuando se unieron a él jóvenes que no cuestionaban el orden burgués de vida, como digo en mi libro, sino que querían facilidades tipo «Estado del bienestar» para integrarse en él. No hubo en el 15-M un impulso utópico, sino más bien sus partidarios se movían, y han seguido moviéndose en el populismo posterior, en términos de reformismo.

Mi crítica del 68 va dirigida al hecho de que su cuestionamiento del orden burgués se tradujo, por un impulso ácrata que yo en el libro pongo en relación con el radicalismo pequeñoburgués de toda la vida, en el golpe de gracia al espíritu de la cultura clásico-burguesa de sentido humanista y talante liberal-conservador. Como se ha dicho en varias ocasiones, esa destrucción de la cultura clásico-burguesa favoreció objetivamente, independientemente de la auto-representación de los revolucionarios, la dinámica expansionista del capitalismo, que necesitaba romper las últimas barreras normativas y de valores «clásicos» para proseguir su marcha, tendencialmente dirigida hacia el nihilismo y la disolución de las costumbres y la mentalidad de la sociedad burguesa «clásica». Lo que se ha impuesto desde entonces, la dinámica tecnoburocrática, cientificista, economicista y productivista-consumista del capitalismo, supone una decadencia y una pérdida con respecto a ese burguesismo clásico y todavía imbuido de objetivismo de los valores podemos decir que pre-materialistas. En el 68 apuntaron indicios de que se estaba criticando esa nueva dinámica «anti-clásica» del capitalismo, pero sus resultados y sus aplicaciones objetivamente prácticos lo que hicieron fue favorecer el proceso de desencantamiento del mundo y desublimación que el nuevo capitalismo tecnoburocrático y favorecedor del nihilismo necesitaba para continuar su marcha triunfante. La «nueva izquierda» heredera del 68 , y que luego vuelve a resurgir en versión populista tras el 15-M, no significa otra cosa que una vuelta de tuerca más en el proceso de racionalización desencantadora del mundo y favorecedora del nihilismo que empieza con la época burguesa pero que anteriormente estaba contenido por elementos y motivos clásico-conservadores dentro de la propia clase burguesa.

En los últimos tiempos se ha etiquetado como neorrancios a quienes lamentan que antaño existía una mayor estabilidad laboral y familiar; sin embargo, alude a la fijación por la vida familiar y profesional como una herencia de la mentalidad protestante. ¿Por qué?

Es una realidad suficientemente estudiada y analizada, por Max Weber y otros, que la ética burguesa de la profesión y la vocación está ligada en su nacimiento moderno a la expansión del protestantismo, aunque hay que tener muy en cuenta que cuando hablamos en este contexto de protestantismo hay que referirse no a la experiencia teológica original de Lutero, sino a la expansión social del calvinismo y su desarrollo puritano y burgués. En cuanto a la familia, creo que la búsqueda de un refugio en ella para la religiosidad y la vida ordenada y disciplinada según criterios burgueses también puede ser puesta en relación con la destrucción de la comunidad religiosa tradicional amplia que produjo el protestantismo.

Pienso que la familia y la profesión pueden ser plataformas adecuadas para la búsqueda privada de la espiritualidad que propongo, pero por una parte las actuales circunstancias de desarrollo de un capitalismo tecnoburocrático pueden dificultar que la profesión pueda servir a la realización personal superior y, por otra parte, la decadencia de la figura, «patriarcal» por supuesto, del burgués clásico culto y humanista puede hacer que el núcleo familiar pierda su virtualidad como medio de creación de la excelencia personal.

En varios de sus artículos se muestra muy crítico con Martin Heidegger, considerado por muchos como un genio al que no han podido ocultar de la Historia de la Filosofía ni siquiera a causa de su vinculación con el nacionalsocialismo. ¿A qué se debe el motivo de su crítica hacia el filósofo alemán? Crítica que, por otra parte, no muestra hacia Friedrich Nietzsche.

Según mi parecer, en Heidegger se mezcla un momento de antimodernidad «tradicionalista», que hunde sus raíces en los orígenes católicos rurales del propio Heidegger, con un motivo de ontología vanguardista, que ha sido explotado hasta la saciedad por todos sus epígonos posmodernos y «antiesencialistas», que no pueden ocultar que lo que les interesa es llevar el nihilismo hasta sus últimas consecuencias filosóficas, hasta el punto de elaborar una metafísica invertida donde se quiere poner el no-ser, la diferencia, la multiplicidad, lo fragmentario, lo no presenciable y no objetivable como principio.

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A Heidegger no le gusta la Modernidad, aunque él se cuida muy mucho de hacer afirmaciones que no estén ontológicamente formalizadas (en su jerga de primera hora, que sean «ónticas» y no «ontológicas»), pero en lugar de mirar hacia atrás, trata de anunciar una superación «hacia adelante» de la Modernidad. Pero ahí nos encontramos con su famoso «Ser» (Heidegger llegó a decir: «Hemos llegado demasiado tarde para Dios, pero demasiado pronto para el Ser«) que, por mucho que se empeñen en contrario los heideggerianos y el propio Heidegger, no puede ser sino el concepto más abstractamente vacío y más generalmente indeterminado. Lo del «Ser» puede tener gran interés para los profesores de filosofía empeñados en ofrecer un «gran relato» sobre la metafísica occidental, pero no puede ser una «idea-fuerza» o un mito movilizador que lleve a una superación cultural efectiva de la Modernidad. Heidegger ofrece sin duda mucho a sus epígonos profesorales que han encontrado en la «historia del Ser» unos instrumentos hermenéuticos muy útiles para seguir «ad nauseam» con sus interpretaciones y comentarios inocuos o en algún caso también confusionistas. Pero Heidegger no ofrece alimentos culturales y verdaderamente míticos para alguien con ganas de rechazar de verdad la razón moderna tecnoburocrática, calculadora y desencantadora del mundo. El rechazo de la Modernidad yo lo entiendo como una postura romántica en relación «dialéctica» con el racionalismo moderno ilustrado, y Heidegger saca ese rechazo de esa «dialéctica» para ponerlo no se sabe muy bien dónde con su idea archifilosófica de «Ser». Antes que el filosofismo ambiguo de Heidegger, entre el «tradicionalismo» y el vanguardismo, yo prefiero un rechazo de la Modernidad abiertamente romántico e irracionalista. Pero siempre sin olvidar que por buenas razones éticas, no es lícito darle a ese rechazo un sentido político, como muestra el famoso caso del nazismo de Heidegger, que tú mencionabas.

Este famoso «caso Heidegger» a mí me interesa, sobre todo, porque muestra que ninguna filosofía por muy «pura» o por muy «ontológica» y no cosmovisional que quiera ser puede librarse de la contaminación ideológica. Teniendo ello en cuenta, lo que hay que hacer es mantener siempre una «cláusula de seguridad» que prohíba darle a cualquier filosofía que se elabore un uso político práctico, por muy «puramente» u «originariamente» que se haya construido esa filosofía. Tampoco estoy de acuerdo con la crítica que el segundo Heidegger hace del humanismo y de la subjetividad como manifestaciones teóricas del nihilismo occidental aparejado al «olvido del Ser». Pienso que hay que defender una subjetividad interiorizada y personalística como único bastión posible de defensa frente al avasallamiento universal que lleva a cabo lo que Heidegger llama razón calculadora, frente al proyecto de dominio y explotación de todo que subyace en la tecnociencia. Y una cultura humanística meramente pragmática y no metafísica, que no tiene por qué estar comprometida con la metafísica idealista del hombre como fundamento del mundo y de la verdad sustituto de Dios, también tiene que ser defendida como reducto contra él objetivismo naturalista avasallador de la tecnociencia.

También tendría por último que desarrollar la idea, que manifiesto en el libro, acerca de que el primer Heidegger, el de Ser y tiempo, lo que lleva a cabo es un mero ejercicio de abstracción sobre la «vida fáctica» que él intenta rellenar con una arbitraria psicología negativista (siempre disimulada con la jerga ontológica) que no es otra cosa, como también digo en el libro, que el negativo de la filosofía de la autoayuda. Hay libros como «Psicología de las concepciones del mundo» de Jaspers o «Formas de vida» de Spranger que a mí me parece que, al no desdeñar los contenidos culturales históricos-concretos de la vida, están más cerca de la vida y la aprehenden mejor que la venerada primera obra de Heidegger. Pero todo esto nos llevaría a tener que adentrarnos en la crítica de la fenomenología, a la que en el libro dedico algún exabrupto provocativo que debo reconocer que seguramente es precipitado y algo frívolo. En cualquier caso, no es este el lugar para esa revisión crítica del valor y el sentido de la fenomenología, ni tengo todavía terminado de perfilar el tema.

En cambio, con el compositor musical Richard Wagner parece mostrar más afinidad y no duda en plantear que de haber nacido un siglo después se hubiera dedicado a la dirección cinematográfica. ¿Cómo explica su entusiasmo por la obra wagneriana?

Mi entusiasta afición a la música de Wagner responde a mecanismos de motivación estrictamente psicológicos y no está relacionada con motivos filosóficos (como pudiera ser a la afinidad con Schopenhauer) ni con motivos político-culturales (como pudiera ser una valoración positiva de la ideología de Wagner o de sus derivados o supuestos derivados). Tampoco reposa en una posesión por mi parte de una sensibilidad auténticamente musical que me hubiera podido llevar al conocimiento serio de lo que significa Wagner en la historia de la música. Desde los quince años vengo usando a Wagner como potente estimulador de los nervios y como fuente de consuelo y sublimación en relación con ciertos problemas psicológicos, de los que, por otra parte, hablo sin tapujos en el libro (en la sección dedicada a escritos autobiográficos) y que ahí están para el que quiera conocerlos.

Pero si pretendiera dar una justificación más intelectual de mi uso de Wagner, debería decir que él está en relación con mi convicción de que la alternativa a nuestra situación social y civilizatoria solo puede ser la evasión romántica y un irracionalismo de la emotividad que produzca sensaciones inmediatas de sublimadas y plenitud anímica.

Creo, de todas formas, que en Wagner, a pesar de su pretensión de haber logrado con sus dramas musicales una síntesis entre representación y expresión directa de la voluntad (diciéndolo en términos schopenhauerianos) hay todavía una tensión entre ambos momentos; el primero, el de la representación, mantenido por la palabra dramática, y el segundo, el de la expresión directa de la voluntad, mantenido por la música. Yo al usar a Wagner me dejo llevar por los efectos emotivos y nerviosos en general del segundo momento, el musical, y no profundizo en el momento podemos decir que «ideológico» de la trama representativa, que no obstante, a pesar de algunos de sus peligros políticos (como el de la idea de regeneración), podría ser utilizada provechosamente para una crítica del mundo de hoy; pienso por ejemplo en el mensaje de renuncia y compasión que hay en el argumento de Parsifal.

En general, la obra de Wagner me ha hecho sensible al momento estético de la espiritualidad como momento esencial suyo, en contra de lo que es pensado hoy por muchos, que asocian principalmente lo espiritual a lo moral, sea en sentido privado o en sentido social. Creo que en el disfrute estético emocional canalizado por el arte autónomo pero también por la religión, hay un ingrediente anímico que trasciende toda posible acusación de «ideología». Lo que ocurre es que hoy la religión, me refiero a la religión dominante tradicionalmente entre nosotros y que tanta carga estética tuvo en otro tiempo, ha perdido prácticamente su fuerza estética. Tal vez mi recurso a Wagner en mi adolescencia pudo venir causado por la falta de esa estimulación estética espiritual en la religión en la que me educaron.

¿Tiene la filosofía, en sentido amplio, alguna utilidad o necesidad en la sociedad posmoderna del siglo XXI?

Como ya he dicho, creo que la filosofía debe renunciar a su utilidad política, para evitar males mayores, y por otra parte también creo que es muy difícil que la filosofía pueda tener ese tipo de utilidad. El ámbito de aplicación de la filosofía tiene que ser individual, porque no creo que se pueda llegar filosóficamente a una verdad normativa sobre contenidos sustantivos, sobre firmas de vida y de afrontar el mundo que puedan ser validadas por un reconocimiento universal plasmado en un consenso intersubjetivo potencialmente sin límites, al que nos iríamos acercando mediante los procedimientos democráticos de toma de decisiones.

La filosofía se justifica como fin en sí misma, no como medio de otra cosa de la que la filosofía tendría que estar en dependencia. Como fin del individuo teórico, contemplativo, creo que la filosofía puede producir, en su mismo ejercicio inmanente, un aumento de la autoconciencia y de la libertad. Este aumento de la libertad consiste en que la filosofía le descubre al individuo formas de vida y de estar en el mundo que en el tráfago mundano de los negocios (en sentido etimológico, que incluye tanto los negocios públicos de lo político como los negocios privados) quedan ocultas, no pueden comprenderse como posibles. La filosofía le descubre al individuo la historicidad de todo lo establecido y por lo tanto la posibilidad de otras maneras de vivir y pensar diferentes a las determinadas por el momento histórico, cultural y socioeconómico, del individuo en cuestión. Esto no quiere decir que la filosofía libere mediante el relativismo historicista, sino, en consonancia, yo creo, con planteamientos que se pueden rastrear en Ortega, que descubre la historicidad de todo lo humano pero luego nos exige que mediante la meditación sobre el «nivel de los tiempos» y mediante lo que Ortega llama expresamente una «estimativa» objetivista elijamos lo mejor y lo que nuestra vida necesita objetivamente como de valor superior.

Para terminar, ¿se atreve a realizar un análisis sobre la España de 2023? ¿Considera que se mantiene esencialmente igual en comparación con el año de la publicación de su antología o, por el contrario, nos encontramos en un país distinto?

Las izquierdas en el poder se ocupan solo de llevar a sus últimas consecuencias la disolución de todo valor objetivo tradicional o espiritual iniciada desde antiguo por el liberal-progresismo y que se redobla y se radicaliza, como hemos dicho, con el triunfo de las tendencias anti-institucionales y anarquizantes del 68. Las derechas «realmente existentes» son incapaces de oponerse a esta dinámica poniendo en cuestión los principios liberales y pretenden seguir adelante con un liberal- conservadurismo que en las actuales circunstancias post-68 solo puede ser un auténtico oxímoron. Pero es impensable ya reconstruir un comunitarismo tradicional y espiritual. Eso, al igual que un socialismo no materialista más el Estado ético pedagógico, también tendría un coste ético inasumible y requeriría el renacer de políticas de legitimación carismática que son hoy imposibles materialmente (por ejemplo, por el desarrollo alcanzado por los medios de información y comunicación). La única alternativa que veo es defender el Estado de Derecho protector de la esfera de privacidad culturalmente libre del individuo para, como he dicho, digo en mi libro y repito una vez más, hacerse en ella una vida personal donde lo espiritual y lo tradicional se viva de manera individualista, escapista y solitaria. Existe el peligro de que se llegue por parte de lo «políticamente correcto», y ya lo vemos con fenómenos como las «políticas de cancelación», a poner en peligro la disidencia personal cultural y psicológica. Frente a ello lo único que queda como única tarea política es defender a capa y espada la vigencia del Estado de Derecho liberal, que tiene que incluir que exista una esfera de expresión cultural donde se pueda manifestar, sin incitar a la violencia y sin pedir la eliminación de derechos de nadie, la propia visión espiritual y tradicional, y una vez asegurado eso retirarse al cultivo cultural y psicológico de esa visión personal disidente.

Habría que hacer la observación, para terminar, de que pueden existir diversas maneras de entender lo que es espiritual y tradicional, que pueden ir desde lo más confesional a concepciones más eclécticas o más «esotéricas». Pero eso ya depende del gusto o de las contingencias biográficas y psicológicas de cada cual para construirse su privacidad disidente frente al nihilismo materialista, racionalista y cientificista dominante. Lo importante es que quede siempre franco el reducto personal privado para evadirse de él.

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