03/05/2024 00:47
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Esta es la tercera parte de la serie sobre Las últimas banderas, de Ángel María de Lera las partes anteriores están aquí.

El desbarajuste del derrumbe y la desbandada finales

Cenamos opíparamente para estos tiempos y cuando estábamos tomando el café, va y le dice el jefe de Estado Mayor a uno de los oficiales: «Pon la radio, a ver qué dice el parte de esta noche». Se levantó el fulano y encendió la radio. Todo el mundo se quedó callado y, de pronto, empezó a oírse el parte. A lo primero lo tomé por el nuestro, aunque no era la voz de siempre, pero al ver que aquellos hijos de puta lo escuchaban con el brazo extendido, a lo facha, comprendí que era el parte de guerra de los otros. Me dio un vuelco el corazón, pero me dije para mis adentros: «Trujillo, te están tomando el pelo estos cachondos…». Pero qué tomadura de pelo ni qué leche. Aquella iba en serio. (Cap. III)

Las trincheras frentepopulistas pierden la moral de lucha.

Y ahora, ¿qué piensas hacer? ¿Por qué has venido? Porque tú no haces nada al tuntún. Esa comida…

 

—Pues mira, porque quiero que el final no me coja en el frente.

 

—Hombre, entre tus amigos fachas…

 

—Allí nadie se fía de nadie. El que más y el que menos anda buscando un refugio donde meterse. Yo tonteaba con una chica refugiada que tiene dos hermanos en la otra zona, y ha sido ella la que me ha dicho que no me confíe y que me largue de allí todo lo lejos posible. Bueno, es lo que está haciendo todo el mundo: oficiales y tropa. Ya se ha marchado más de la mitad de la división. Unos han tirado para sus casas y otros se han pasado al enemigo con sus armas, algunos hasta llevándose para allá ametralladoras y todo. (Cap. IX)

Durante todo el trayecto a pie había observado un inusitado movimiento de automóviles de todas clases: turismos, camiones, camionetas…, todos ellos abarrotados de pasajeros, entre los que abundaban las mujeres y los niños, y cargados con paquetes y maletas sobre las improvisadas bacas o sujetos a la carrocería con cuerdas y alambres. (Esto es el éxodo. Otra vez la huida. Siempre huyendo. Pero ¿hasta dónde, hasta cuándo?).

—A Alicante. Dicen que allí hay barcos esperando… Yo no he sido toda la guerra más que chófer, pero… Chico, no me fío. Pierdo dos taxis, pero ya ganaré para otros dondequiera que vaya a parar, ¿no te parece? —¿Y quién te ha dicho que hay barcos en Alicante dispuestos a recoger fugitivos?

 

—Todo el mundo.

 

—¿Y si no es verdad? Tomás dudó un momento, pero se recobró en seguida.

 

—Pues los requisaremos por la fuerza. Barco, barca, bote, lo que sea. Algo habrá por allí que flote, ¿no? (Cap. IX)

Las frecuentes referencias al tabaco y a fumar, que me hacen pensar en la expresión “ese no tiene ni para fumar” como punto de referencia de la pobreza extrema:

—Vaya, por fin ha habido suertecilla —comentó Tudela—. Ya sabes cuál es la opinión de Negrín respecto a los cigarrillos, ¿no?

 

—Sí, hombre, sí —contestó Federico en el mismo tono de zumba—: que los flacos también arden, ¿eh? Pues estoy de acuerdo con él en eso. (Cap. III)

 

Fumar se convierte en una auténtica obsesión

—Me parece que todavía me queda un poco de tabaco…

 

La palabra tabaco hizo parpadear al señor Anselmo. Cubas, que lo observaba atentamente, sacó un paquete empezado y se lo ofreció, diciendo:

 

—Ya sabe que yo no fumo. Lo llevo para los amigos… Ande, fume.

 

Tan fuerte fue el despertar del instinto, que el señor Anselmo tendió las dos manos hacia el paquete, dejando caer al suelo la cachava. (Cap. III)

Había varios corros como éste en el antiguo jardín del chalé, sentados en el suelo. El aspecto de los hombres era deplorable: demacrados, sucios, ateridos. Llevaban varios días sin afeitarse y casi sin comer. Como también se les agotaron muy pronto sus parvas provisiones de tabaco, pronto fueron desapareciendo los periódicos que les habían distribuido sus aprehensores, rotos en pedazos para ser convertidos en cigarrillos que ahumaban los ojos y lijaban la garganta. (Cap. V)

Federico se apartó de la verja y se reintegró a su grupo, y apenas se hubo sentado junto a Cubas, enseñó a todos el cigarrillo, diciendo:

 

—Me lo ha dado un centinela.

 

Excepto Cubas, que permaneció inmóvil y callado, los demás se animaron súbitamente.

 

—Nos darás siquiera una chupadita, ¿no? —preguntó uno, restregándose las manos.

 

—Naturalmente —contestó Federico—, pero me reservo el derecho de empezarlo y terminarlo. ¿De acuerdo?

 

—¡De acuerdo! —le contestaron.  (Cap. V)

Lió el pitillo y le prendió fuego con el chisquero que ya otro había encendido previamente, y le dio la primera chupada, tan profunda y ansiosa que se le desprendieron algunas briznas chisporroteantes. Lo cedió después y comenzó la ronda. El cigarrillo fue pasando de mano en mano y de boca en boca, en silencio y en medio de una especie de éxtasis colectivo, hasta que, finalmente, lo retuvo su dueño, cuando ya no se podía cogerlo más que con las puntas de las uñas. Federico se dispuso a rematarlo, pero entonces oyó una voz temblona que soplaba en su oreja:

 

 —Compañero, por lo que más quieras, una chupadita…


Al girar la cabeza, se encontró con varios rostros que le miraban suplicantes, relamiéndose los labios. Ni lo dudó siquiera. Dio la colilla al más próximo e, inmediatamente, aquellos hombres formaron corro en torno al afortunado, soplando delicadamente para que no se extinguiera aquel puntito de fuego prometedor de tanta delicia. Las cabezas se estrecharon y dentro de su cerrado círculo se oyeron jadeos y gruñidos.

 

—¡Dame!

 

—Espera, hombre.

 

—Que me quemo.

 

—Venga ya, hombre.

 

Cubas, que observaba atentamente la singular escena, dijo entonces:

 

—No me puedo explicar que el tabaco vuelva así de idiotas a los hombres…

 

—Que no te lo explicas, ¿eh? Que qué tendrá el tabaco, ¿no? Pues yo te lo voy a decir —le contestó un oficial que estaba enfrente de él—. (Cap. V)

Sigue un interesante relato de una confraternización con el enemigo, que dejamos para más tarde. Para acabar con el tabaco:

Los frustrados fumadores, incapaces de dominarse ante los cigarrillos canarios y los cuarterones, se despojaban de sus relojes, de sus plumas estilográficas y de algunas prendas, a cambio de ellos. Otros moros encendían fogatas y preparaban sus utensilios para el té. (Cap. XI)

 

En los solares de la Gran Vía, los moros habían establecido ya algunos tenderetes en los que ofrecían tabaco y té. Los clientes formaban corro en demanda principalmente de tabaco, pero los moros rechazaban a muchos de ellos diciendo:

 

—Billetes rojos, no, paisa. Plata, plata…

Los moros, trapicheando…

Cambian las tornas y los emboscados empiezan a mostrar sus cartas

—Es natural que se alegre el señor Bonifacio —dijo ella—. Lleva ya casi tres años fingiendo lo que no es. Él ya sabe que nosotros sabemos que eso de que es primo carnal de Eulogia, la portera, es un puro cuento.

 

—Si se ve a la legua que es un cura disfrazado… Cuando un día vine del frente y me lo encontré justo donde hoy, se puso pálido. Entonces estaba más gordo y parecía mucho más joven. Sin embargo, por la manera de hablar y mirarme, me di cuenta en seguida de que era un cura o un fraile camuflado. Hasta me dijo que se había venido a Madrid para enrolarse en las milicias… Después, cada vez que lo veía, me decía que no le habían querido admitir porque no tenía avales… ¡Cómo si para ir a pegar tiros se necesitaran avales!

—No te preocupes por eso. Ya le diré yo a don Rafael que le llame al orden, que le dé un toque. Me acuerdo ahora del día en que los sorprendí oyendo misa. No te lo quise decir entonces…

 

—Sí, fue mejor que te callases —y Trujillo meneó la cabeza—. Entonces don Rafael se las daba de izquierdista. Decía que Azaña era el mejor hombre de gobierno que había tenido nunca España. Claro, había sido su jefe en el Ministerio cuando Azaña ni soñaba con ser presidente de la República… ¡La cara que pondrían todos cuando te presentaste tú y los cogiste con las manos en la masa! (Cap. V)

Al darse de cara con la gente, pudo observar de cerca la sutil, pero evidente transformación de su talante. Demostraba tener más ganas de hablar y de reír que de ordinario. Hasta las amas de casa, con el consabido fardel o la consabida cesta al brazo, siempre embargadas por la preocupación de llevar algo de comer a los suyos, parecían menos angustiadas, pues no andaban tan abstraídas y hasta se paraban a mirar alrededor y a oír lo que podían cazar al paso, movidas por una curiosidad nueva y olvidadas momentáneamente del apremio de sus obligaciones. (Cap. IX)

Se lucían, incluso, alguna que otra corbata y alguno que otro sombrero, y las mujeres jóvenes hacían una mayor ostentación de sus vestidos y adornos. (Cap. IX)

Se puede uno poner en su lugar y comprender que se les cayó el alma a los pies al comprobar que ese “pueblo” que no apeaban de la boca estaba harto de los frentepopulistas. Más:

… desde hace unos días, la portera o se esconde o se hace la longui cuando me ve salir o entrar, mientras que antes… ¡No veas lo empalagosa que era! Claro, tiene recogido un pariente, ella dice que es su primo, que huele a cura a media legua, ¿comprendes? (Cap. XI)

Desde el fin de la lucha entre casadistas y negrinistas, los dos bandos de la guerra civil circulaban ya por sus calles sin que, el que hasta entonces permaneciera sumido en la clandestinidad, ocultara su etiqueta. Los partidarios de Franco se habían quitado la careta o arrojado el prudente disimulo con que vinieran encubriéndose, y si no reclamaban abiertamente la victoria, al menos especulaban con ella. Por otro lado, los neutrales desertaban de su cómodo campo y se alineaban entre los presuntos ganadores, denostando lo que durante tantos meses proclamaran hipócritamente para bienquistarse con los amos de la situación. (Cap. XI)

Los derechistas hasta sacan pecho:

—En cuanto entren los nuestros, se habrán acabado las injusticias y la miseria. Todo volverá a la normalidad. Será la paz para todos. Sólo los asesinos y los ladrones quedarán fuera de ella. Se lo digo yo, que estoy muy bien enterado. Fíjese si estaré bien enterado que llevo todo el tiempo que ha durado la guerra al servicio de los nacionales. ¿Qué cómo me las he arreglado? Me detuvieron dos veces, pero en las dos ocasiones los engañé. En el fondo eran unos pobres diablos. Sus mismos malos instintos los cegaban. Ya ve: hasta quisieron ascenderme y todo esos malvados —decían aquéllos. (Cap. XI)

Otro detalle:

Subían por los bulevares, soleados. En una parada, tomaron el tranvía dos sacerdotes; al verlos, se levantaron inmediatamente varios viajeros para ofrecerles su asiento en una verdadera porfía que ellos contemplaban sonrientes, hasta que al fin se decidieron por aceptar unos. (Cap. XII)

AVISO: El siguiente párrafo -otra anécdota del derrumbe de la resistencia al Alzamiento- presenta una de las sorpresas del libro. Quien piense en leerlo, debería pasarlo por alto. Queda una última parte, para otro día.

—Desde hace más de un año estoy al servicio de Auxilio Social.

 

—¿Auxilio Social? ¿Qué auxilio es ése, que lío es ése, Matilde? [Matilde es la amante de Olivares; su marido, socialista, estaba detenido en zona nacional desde el comienzo. Cosas.]

 

—Es lo que vosotros llamáis Socorro Blanco. Y Guardiola también. Él fue el que me convenció. Desde el Socorro Rojo hemos estado ayudando al Socorro Blanco él y yo, y otros. Desde hace tres o cuatro meses, muchos.

—La guerra estaba perdida ya entonces. Lo comentaba la gente enterada. No se podía decir en público, pero se sabía. Lo que me extraña es que tú no te dieras cuenta también, y eso que estabas en el frente… Guardiola se puso en contacto con ellos y un día me dijo que sabía lo que le había ocurrido a mi marido. Yo no le creí al principio, pero insistió tanto… Hasta me trajo una carta de él y cuando yo le pregunté que cómo se las había arreglado para conseguirla fue cuando me confesó también su trabajo. Era expuesto, pero no teníamos opción. Acepté colaborar, y la verdad es que no he tenido grandes dificultades. Disimulo y nada más. Los antecedentes políticos de Guardiola y los de mi marido nos cubrían suficientemente. (Cap. XI)

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