19/05/2024 00:00
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En la comedia, el hombre se ríe del hombre. En el drama, el hombre estudia al hombre, y además es dueño de sí mismo. En la tragedia, el hombre deja de ser hombre y pierde su libertad a manos del destino. Es libre, pero no manda en su decisión final. El final es de los dioses, o de las circunstancias. Entonces las cosas, leves, graves o gravísimas, son como son porque «alguien» así lo había dispuesto, porque «alguien» así las había programado. Sin paliativos, sin posibilidades, sin «otra» salida.

El drama es, pues, libertad. La tragedia, negación de la libertad. En el drama hay siempre una puerta abierta a la esperanza; en la tragedia todo está «atado y bien atado». Por eso, mientras el final del drama puede ser feliz para alguno de los personajes, el final de la tragedia es fatal para todos. Por eso, mientras el drama es democrático, la tragedia es dictatorial. O, al menos, no popular, ya que el pueblo ha de limitarse a ser coro.

Y así, desde esta óptica, hay que plantearse, pienso yo, el problema actual de España. ¿Estamos inmersos en un drama o estamos viviendo una tragedia? O, acaso, ¿es sólo una comedia?

Naturalmente, nadie mejor que «Hamlet» puede responder a esta triple interrogante.

Si el problema de España es una comedia, entonces todo lo que hemos vivido en estos últimos años es un juego de niños, una travesura escolar. Porque al final habrá sonrisas y aplausos.

Si el problema de España es un drama, entonces, a pesar de las lágrimas —que serán pasajeras—, podemos confiar. Pues las cosas pueden terminar bien… y hasta, incluso, con aplausos.

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Pero, ¿y si el problema de España es una tragedia? Entonces, ¡cuidado! Cuidado con desatar las pasiones. Cuidado con encender el fuego. Cuidado con las palabras y con los gestos… y mucho cuidado con los símbolos. Porque lo que más irrita a los dioses son las torpezas. Una torpeza en plena tragedia puede precipitar los acontecimientos. Pero, por encima de todo, ¡cuidado con el ritmo! El ritmo es la clave, esa pieza maestra que sostiene el edificio o ese punto de equilibrio que hace que el desenlace fatal se aleje en el tiempo.

El ritmo es lo que desencadena la tragedia en «Hamlet». Porque si su madre no se casa tan pronto con el «nuevo» rey tal vez no se hubiese descubierto el asesinato y, sin asesinato, no se hubiesen desatado los demonios de la venganza.

«Un mes apenas, antes de estropearse los zapatos con que siguiera el cuerpo de mi pobre padre —exclama Hamlet—, como Niobe desgarrada en lágrimas…; ella, sí, ella misma… (¡Oh, Dios! Una bestia capaz de raciocinio hubiera sentido un dolor más duradero), casada con mi tío, con el hermano de mi padre…; ¡al cabo de un mes!… ¡Aún antes que la sal de sus pérfidas lágrimas abandonara el flujo de sus irritados ojos, desposada!… ¡Oh, ligereza más que infame, correr con tal premura al tálamo incestuoso! ¡Esto no es bueno, ni puede acabar bien!»

No, no es bueno que un país pierda el ritmo. No es bueno que unos y otros se lancen a esa trágica batalla por «llegar antes», y no puede acabar bien este «nuevo» experimento que está viviendo España si los responsables de marcar el ritmo se precipitan en la loca carrera hacia la conquista del Poder que hoy padecemos.

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Cuidado, pues.

Tengamos todos mucho cuidado.

Porque si bien es cierto que la Derecha española ha perdido siempre sus oportunidades por querer implantar un ritmo lento, el ritmo de los privilegios…, también lo es que la Izquierda ha perdido las suyas —1820, 1868, 1931— por tratar de imponer un ritmo dislocado, el ritmo de la utopía.

Salgamos entre todos de la tragedia cuando aún hay tiempo, cuando aún no se han desatado las pasiones… y tratemos de encerrar para siempre la venganza y el odio, la soberbia y la humillación, las lágrimas y la sangre.

Porque aún somos nosotros los dueños del destino, de nuestro propio destino, del destino de España. Y mañana, mañana, puede ser demasiado tarde.

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