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El Apocalipsis es el último libro de toda la Biblia, escrito por San Juan entre finales del siglo I y principios del siglo II, y constituye un misterio en lo tocante a sus exégesis no siempre afortunadas.  Etimológicamente “apocalipsis” viene del latín apocalypsis, y este del griego ἀπoκάλυψις, revelación. El verbo en griego es «apoalypto» (descubrir) y su opuesto es » Καλυψώ» (cubrir]. Es decir, «apocalíptico» (ἀπoκαλυπτικός) debería significar lo revelado, lo descubierto, lo inteligible.

En efecto, en este libro, de temática escatológica, el Apóstol recurre a lo que en crítica literaria se denomina el género apocalíptico. Este género es frecuente en la literatura de tiempos en que, por diferentes motivos, persecuciones, censuras… se necesita dar, de una forma más o menos críptica una esperanza a los perseguidos; y en el Apocalipsis bíblico San Juan Dios se revela como el Señor de todo, el “Rey de reyes y Señor de los señores” en virtud de lo cual  no debemos que temer nada, porque al final triunfarán Dios y los suyos. Y nadie más de Dios que la Virgen santísima.

Por eso, si el Dragón encarna el mal, es el Demonio, Lucifer, el Ángel Caído en que los católicos hemos de creer como dogma, igual que en la existencia del infierno,  vencido por San Miguel ya en el Antiguo Testamento, lo es también por la Nueva Alianza sellada con la sangre del Cordero. De este Cordero de Dios y su nacimiento, el Apocalipsis dice: El dragón se puso delante la mujer, que iba a dar a luz, para devorar a su hijo en cuanto naciera. Y dio a luz un hijo varón, el que ha de regir a todas las naciones con cetro de hierro. Pero su hijo fue arrebatado hasta Dios y hasta su trono. El dragón se enfureció contra la mujer y se marchó a hacer la guerra al resto de su descendencia, aquellos que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús.

Puede resumirse que la revelación básica y constante del Apocalipsis es que siempre habrá persecuciones de los buenos por parte del Mal. Pero el Mal será castigado y los buenos triunfarán al final. Dios vencerá el Mal y vendrá el Cielo nuevo y la tierra nueva, donde Dios vendrá a establecer su morada entre nosotros. Será un Reino de justicia y de gracia, un Reino de amor y de paz. En el advenimiento de este Reino, como en el advenimiento de la Segunda Persona trinitaria, la Virgen juega un protagonismo esencial con el “fiat” fruto de una fe y amor  como sólo pueden darse en la criatura perfecta que no ha sido manchada por el fomes del pecado.

Varias son las formas en que se ha interpretado la mujer. Destacan, quizá, la mujer como pueblo de Israel, en la medida en que de ambos procede el Mesías; y la mujer como la Iglesia cuyos hijos se debaten en lucha contra el mal por dar testimonio de Jesús; y también la Mujer puede referirse a la Virgen María, en cuanto que Ella dio real e históricamente a luz al Mesías, Nuestro Señor Jesucristo.

Cabe ahora cómo podrían interpretarse a esta luz las siguientes palabras de Ap. III “Por cuanto has guardado la palabra de mi paciencia, yo también te guardaré de la hora de la prueba que ha de venir sobre el mundo entero, para probar a los que moran sobre la tierra. He aquí, yo vengo pronto; retén lo que tienes, para que ninguno tome tu corona.  Al que venciere, yo lo haré columna en el templo de mi Dios, y nunca más saldrá de allí; y escribiré sobre él el nombre de mi Dios, y el nombre de la ciudad de mi Dios, la nueva Jerusalén, la cual desciende del cielo, de mi Dios, y mi nombre nuevo”.

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Jesus, el Verbo, puede ser la Palabra de Dios, el Mesías anunciado, que ha sido guardado nueve meses en el virginal seno de María. Y Dios guarda María del pecado “la prueba”. Al mismo tiempo, vemos que la Mujer vence al Dragón y “Al que venciere, yo lo haré columna en el templo de mi Dios”. La columna es algo fuerte, un sustento tangible y cimiento de algo y también es la base o pedestal sobre la que se alza algo más importante. Y María, como Mediadora de todas las gracias, desde las bodas de Caná hasta nuestros días, es la base de la fe y la mejor intercesora ante la Trinidad de quien es Hija, Madre y Esposa.

En relación con lo anterior, recuérdese que, en noviembre de 1982, Juan Pablo II dijo en Zaragoza: “De modo virginal, “sin intervención de varón y por obra del Espíritu Santo”, María ha dado la naturaleza humana al Hijo eterno del Padre. De modo virginal ha nacido de María un cuerpo santo animado de un alma racional, al que el Verbo se ha unido hipostáticamente. Es la fe que el Credo amplio de San Epifanio expresaba con el término “siempre Virgen” y que el Papa Pablo IV articulaba en la fórmula ternaria de virgen “antes del parto, en el parto y perpetuamente después del parto”. Retomando el significado del libro y el género apocalíptico, se puede establecer lo siguiente:

El Apocalipsis es escrito por San Juan en torno al año 72, dos años después de la destrucción de Jerusalén. 2) San Juan, desde que Jesús se la confía en la cruz, «¡Mujer, ahí tienes a tu Hijo! ¡Hijo, ahí tienes a tu Madre!» es, de los Doce, el Apóstol que mejor debe conocer, en consecuencia, la vida de la Virgen. 3) Santiago el Mayor predica en tierras de España unos 30 años antes, entre el 38 que parte y el 42 en que es martirizado en Jerusalén, con la infamante decapitación de la ley judía. Lo que para los romanos era la muerte en la cruz, para los judíos lo eran la decapitación y la sofocación. 4) Es muy probable, en virtud de todo ello que Juan conociera el milagro de la aparición de María en carne mortal a Santiago en Zaragoza, aparición que, la Venerable Madre María de Ágreda establece el dos de enero del año 40, tradición que ha prevalecido hasta hoy.

Fray Lamberto de Zaragoza narraba así el milagro en su Apología de la venida de Santiago el Mayor a España, de 1782: “Una de estas noches salió [Santiago] de la ciudad con sus discípulos y, apartado un poco de la muralla, se entregó a una profunda contemplación de los Divinos Misterios. Al mismo tiempo oraba María Santísima en el oratorio del Monte Sión, en Jerusalén, y presentándosele su glorioso Hijo, la comunicó su voluntad de que fuese a visitar a Santiago y ejecutase cuanto le dictaba su inspiración. Ilustrados de ésta los ángeles, unos la colocaron en un brillante trono de luz y la trajeron a Cesaraugusta; y otros formaron una imagen suya de madera incorruptible y labraron una columna de mármol jaspe que la sirvió de basa […] El Apóstol, absorto de maravilla tan asombrosa, adoró a la Madre de Dios con la mayor humildad y rendido agradecimiento. Le dijo esta Señora que era voluntad de su Hijo edificase un oratorio en aquél sitio y lo dedicase en gloria de Dios y en su honor, erigiendo por título su imagen sobre la columna trabajadas y traídas por los ángeles. Que éstas permanecerían hasta el fin del mundo; que aquel templo sería su casa y heredad, que nunca faltarían cristianos en Cesaraugusta que la tributasen el debido culto; y que prometía su especialísima protección a cuantos la venerasen en él”.

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Tradición, Revelación, literatura e historia e interpretación son difíciles de delimitar. Pero queda la evidencia milagrosa del culto perdurable, apoyado en una tradición inmemorial, una antiquísima liturgia y testimonios del siglo IV, que reconocen en el de Zaragoza ¿La nueva Jerusalén? el santuario mariano más antiguo. Para comprender esto, quizás sirvan las palabras de la consagración del vino: ¨”HIC EST ENIM CALIX SANGUINIS MEI, NOVI ET AETERNI TESTAMENTI: QUI PRO VOBIS ET PRO MULTIS EFFUNDETUR IN               REMISSIONEM PECCATORUM”. Es decir, en el Sacrificio de Cristo, se unen ambos testamentos, el Antiguo y el Nuevo, en un Testamento Eterno.

Así, analógicamente, puede pensarse que Zaragoza y Jerusalén se unen por el Templo (que custodiaba el Arca de la Alianza) y el Pilar (en que se apareció el Arca humana que custodió e su seno al Verbo encarnado).

Así, con motivo de la fiesta de la Hispanidad de 1984, Juan Pablo II, dijo en Zaragoza: “El mandato misionero de Jesús en las riberas del Tiberíades, resuena hoy con fuerza a orillas del Ebro, donde desde hace tantos siglos alienta un eco de los afanes apostólicos de Santiago y de Pablo. “Id y enseñad a todos los pueblos”. Son esas palabras del Maestro las que me empujan hoy hacia tierras de América, en un viaje que tiene mucho que ver con su mandato misionero […] Brilla aquí, en la tradición firme y antiquísima del Pilar, la dimensión apostólica de la Iglesia en todo su esplendor. El Papa es el que por designio y misericordia del Señor encarna y perpetúa de forma eminente esa tradición apostólica, que tiene en Roma una histórica e inquebrantable relación con la figura y el ministerio de Pedro. Pero el Papa quiere llevar a las Iglesias en América no sólo la firmeza de la fe que Pedro representa, sino también la audacia misionera de los otros apóstoles, que obedeciendo al mandato del Maestro, pusieron sus talentos y sus mismas vidas al servicio de la difusión del Evangelio en el Nuevo Mundo. La fe que los misioneros españoles llevaron a Hispanoamérica, es una fe apostólica y eclesial, heredada —según venerable tradición que aquí junto al Pilar tiene su asiento secular— de la fe de los Apóstoles. Desde la misma fuente vigorosa y auténtica de la fe de los Apóstoles, quiere ahora el Papa llevar un nuevo impulso a las Iglesias en América y a vuestra propia Iglesia española. Aquí, en Zaragoza, luce también esta tarde la dimensión misionera de la Iglesia y, bien en concreto, de la Iglesia en España”.

Por eso todos los españoles, orgullosos de que fuera nuestra patria el único lugar escogido por la Virgen María Santísima para aparecerse mientras aún peregrinaba en esta tierra, durante los días del 4 al 12 de octubre, fechas de la Novena del Pilar, entonamos con entusiasmo el cántico: “Bendita y alabada sea la hora en que María Santísima vino en carne mortal a Zaragoza”.

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