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La denominada Ley de Menores no corrige los actos de violencia cometidos por los presuntamente menores de edad. Aparte de una educación pésima por lo permisiva, tanto en lo intelectual como en el comportamiento intersocial, y que los medios de los que se valen los adultos (móviles, ordenadores, ipad, etc …) caen en las manos de los menores sin restricción y control alguno, lo cierto es que existe una relajación moral en el castigo.
Partiendo de que aquí nadie es responsable de sus actos, lo que se traslada a los hijos desde bien pequeños con base en un proteccionismo llevado al límite, el sentido de la culpa ha desaparecido en la práctica. Si los menores deben educarse en el respeto a sus mayores, este deseo ya se corresponde a una utopía. El que esto suscribe recuerda, cuando era un niño, cómo cualquier adulto te regañaba sin conocerte, y tú, respetuosamente escuchabas sus palabras. ¡No quiero decir nada si ese adulto conocía a tu madre, y te amenazaba con contarla cualquier travesura, porque esta, lejos de quitar la razón al denunciante, echaba sobre ti el correctivo apropiado con lo primero que encontrase, que solía ser la zapatilla!.
Ahora, a los niños, no se les puede tocar porque el padre ya no puede corregir con el castigo físico, sino que el pobre (que tampoco ha recibido ya a estas alturas una educación esmerada sobre valores esenciales de lo que debe ser el Hombre) ha de convertirse en psicólogo del niño, intentando razonarle un comportamiento que, a veces, solo es viable con un poco de mano dura. A estos efectos, recuerdo aquel padre que acudió al cura afectado por haber pegado un cachete a su hijo, y el buen pater le preguntó: ¿A ti te ha dolido? – Sí, padre. Pues, si te ha dolido, no te preocupes; te has de preocupar cuando no te duela, le contestó el anciano pastor de almas.
Lo anterior es cierto, porque los que tenemos hijos, cuando hemos tenido que dar un cachete -y lo digo por propia experiencia- nos pesa más a nosotros que al niño, que aunque berrea, luego queda en la calma más reconciliadora. Ahora bien, una cosa es corregir y otra extralimitarse. De nuestro Código Civil desapareció, en concreto de su artículo 155, la facultad de los padres de corregir y castigar a los hijos moderadamente, y así tenemos a supuestos menores de dieciocho años (pues según la Convención de los Derechos del Niño, se considera niños hasta alcanzar dicha edad), a los que los padres no pueden poner límite alguno. Si ya convertimos al niño en un delator de los padres por cualquier conducta que al niño o niña le dé por fantasear, lo que les puede llevar a prisión, tenemos una pirámide invertida donde individuos de catorce años son los que ejercen el control de una sociedad desbordada e indefensa ante su capricho y sin freno para ello.
Si los chavales vienen teniendo una inmersión en las actividades y formas de hacer de los adultos, solo hay dos soluciones para evitar llegar al absurdo. O los adultos continúan comportándose en esta sociedad con los caracteres propios de un infante y aceptamos el todo vale, o ya que los chavales acceden a dicha sociedad adulta, cada vez con menos trabas, los elevamos a una responsabilidad que proteja, tanto a la sociedad de la que forman parte, como a ellos y de ellos mismos.
Tenemos, ahora, el caso aberrante de unos menores que han violando a una niña de once años. Dos de los menores tienen catorce años, pero el resto es inimputable. Estos menores han cometido este delito de violación por mimetismo de lo que ven en la sociedad a través de herramientas que suponen un avance en la interconexión social. O ellos están equivocados o lo estamos nosotros, los adultos. Más estos que aquellos. Porque mientras hay individuos del género femenino que apuestan por la supuesta liberación de la mujer, de otro lado no abogan por la proscripción de la pornografía a todos los niveles. Quieren una educación sexual que se acerca más a la pornografía que al valor de lo sexual a través del amor entre un hombre y una mujer.
Como digo, siendo una sociedad adulta que abre sus puertas a los considerados menores de edad, esta menor edad debe rebajarse, al menos, a los doce años en cuanto a la responsabilidad penal, sin que haya una legislación especial diferenciada de la general para el régimen sancionador penal. Porque, o trasladamos esta responsabilidad penal plena a partir de los doce años, o si mantenemos la normativa actual de protección al supuesto niño de menos de dieciocho años, tendremos que considerar como cooperador necesario del delito a los padres, tutores, guardadores o cuidadores, como corresponsables no solo de la responsabilidad civil que se derive de delito, sino del delito mismo. El Código Penal de 1944, en su artículo 8º declaraba exento de responsabilidad a los menores de dieciséis años; el artículo 19 del actual Código Penal los declara a los dieciocho años. No creo que fueran menos inteligentes aquellos legisladores que los actuales (creo que más lo eran), y si acudimos a legislaciones europeas, sabemos que, por ejemplo Francia, la paladín de las libertades, tiene fijada la edad penal en 13 años, sin que exista una normativa especial para menores, sino que les son aplicadas las mismas penas que los adultos, aunque atenuadas.
Lo absurdo del sistema de protección del menor actual es que está pensado para el menor que delinque, pero no para el menor que es víctima. Prácticamente, de manera similar al régimen general penal, en el que tiene más derechos el delincuente que la persona que sufre el delito, cuando debería ser al revés. Porque, ¿cómo da la sociedad satisfacción a esa niña de once años? ¿Cómo podemos atenuar su dolor y el de sus padres por la violación sufrida? La única forma que hay es la del castigo, pero castigo acorde con el delito cometido sin importar la edad de su autor, o al menos, rebajando la edad de imputabilidad a una edad, que hoy, no es absurda ni irrazonable, como son los doce años, si es que queremos conseguir una sociedad en el que mi libertad tenga el límite donde comience la libertad del otro.
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