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El 18 de agosto de 1936, ya está la Comandancia de la Guardia Civil de la provincia de Jaén en plena Sierra Morena, en el término municipal de Andújar. El personal se reparte entre el Santuario de la Virgen de la Cabeza, y el cercano destacamento de Lugar Nuevo, separados ambos por el valle del río Jándula. No están todos los guardias civiles de la Comandancia, pues algunos de ellos ya se han pasado, o están a punto de hacerlo, a la zona nacional, bien por el frente de Granada, o bien por el de Córdoba. Sí han quedado en el Santuario las familias de estos guardias, al cuidado de sus compañeros del Cuerpo, lo cual, es muy importante destacarlo, dictará la conciencia de muchos de ellos a lo largo del penoso Asedio.

La primera persona que falleció en el Santuario de la Virgen de la Cabeza fue una señora mayor, madre de un guardia civil, y lo hizo de muerte natural. El capitán Cortés mandó enterrarla en la cripta que los Padres Trinitarios tenían en los bajos del Santuario para enterramiento de los miembros de la Orden.

Pero el día 22 de septiembre de 1936, se produjo el primer caído por acción de guerra; se trataba de un miembro perteneciente al Cuerpo de Carabineros, Juan Molina Gómez, con el grado de brigada, quien no pudo superar las graves heridas que había sufrido el día anterior. Entonces, el capitán de la Guardia Civil Santiago Cortés González, con una clarividencia que impresiona con sólo pensarlo, decidió que recibiera sepultura en el cementerio que ya había preparado para ello; sabía el capitán que sería el primer caído de una larga lista. El cementerio estaba (está, porque allí sigue todavía), en el sitio conocido como “Cañada del Pozo de la Higuera”, un lugar relativamente seguro para los enterramientos, al estar en una vaguada protegida del fuego enemigo. Allí fue enterrando, uno tras otro, a los “Caídos en la Heroica Defensa del Santuario”, los que murieron por enfermedad, los que lo hicieron por hambre, o aquéllos, los más, que cayeron víctimas de la metralla enemiga.

A los caídos se les daba sepultura de madrugada, antes de que los sitiadores comenzaran su implacable acción de guerra, bajo la dirección espiritual (los entierros, digo) de alguno de los sacerdotes refugiados en el Santuario, y presididos, todos los sepelios, por el propio capitán Cortés, mientras las circunstancias lo permitieron. Emociona leer en los documentos que he consultado el cariño con el que Santiago Cortés cuidó del camposanto: lo acotó con alambre de espino para evitar la acción de las alimañas y constantemente pidió al general Queipo de Llano pintura roja y amarilla, así como semillas de flores de los mismos colores, para adecentar el cementerio, para que fuera un sitio digno, dentro de la desgracia que les rodeaba a todos. En la puerta mandó colocar un cartel de madera con la siguiente inscripción: “La Guardia Civil muere, pero no se rinde”, dando así forma literaria, quizás sin proponérselo, no sólo al lema de la defensa que ellos mismos iban a protagonizar, que también, sino a una forma de entender el servicio a España, dentro del Cuerpo, que después siguieron muchos guardias civiles.

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Lo que sucedió con el cementerio tras finalizar el Asedio, es algo que ahora no hace al caso, pero dando de forma intencionada un salto en el tiempo, digamos que, ya en la paz (preciosa expresión, que se ha perdido), el camposanto se arregló de forma decente, dándole el aspecto que presenta en la actualidad, más o menos. Y aquí es precisamente donde me quiero detener, en matizar ese “más o menos”.

Cementerio de los Héroes

Bajo el régimen de Franco, fueron muchos los homenajes que los héroes allí sepultados recibieron, tanto por parte de las autoridades civiles, como militares, así como por los propios familiares de los caídos. Había misa, ofrendas de flores, responsos, etc. Yo asistí a una de esas misas cuando apenas era un adolescente, un domingo de romería por la mañana, y aún recuerdo el escalofrío que recorrió mi cuerpo, sólo con pensar dónde estaba, y qué estaba haciendo. También era frecuente, en aquella época de nuestra historia, que promociones de cursos de la Guardia Civil, tanto de oficiales como de suboficiales, terminaran allí sus estudios, pues en el Cerro de los Héroes recibían su última lección; como también se celebraron, con una solemnidad que conmueve con solo pensarlo, ceremonias de jura de bandera de promociones de alumnos guardias, procedentes de las diferentes Academias que entonces tenía el Cuerpo. Y podría seguir relatando más actos patrióticos de los que allí tuvieron lugar.

Sin embargo, tras la muerte del Caudillo, y con lo que se dio en llamar el “advenimiento de la democracia” (vaya expresión, recuerdo que algunos la pronunciaban con unción de divinidad, como si hablaran de la venida del Espíritu Santo), un manto de silencio empezó a cubrir todo lo relacionado con la Gesta de la Guardia Civil en el Santuario de la Virgen de la Cabeza, y el cementerio, como no podía ser de otra forma, no se libró de este olvido.

No sé qué sucede el domingo de romería, porque hace mucho tiempo que no asisto a la misma, pero el resto del año, el Cementerio de los Héroes está cerrado, abandonado, ofreciendo una estampa que a mí me mueve a la tristeza. Durante algunos años, siempre iba al Santuario el 1 de noviembre, festividad de todos los Santos, pues en esa fecha, cualquier cementerio de España, por alejado que esté, se encuentra abierto, y los familiares de los allí enterrados llevan flores en ese día tan señalado.

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Pues bien, el camposanto de la Virgen de la Cabeza siempre me lo encontré cerrado, nadie lo visitaba, ni siquiera los Padres Trinitarios se dignaban a bajar y oficiar un responso por quienes allí descansan, tras haber entregado su vida, no lo olvidemos, por España.

Como quiera que la salud entonces me lo permitía, yo llevaba algunas flores, compraba velas en la tienda del Santuario, me saltaba la valla que rodea el camposanto, y rezaba una oración por el alma de los heroicos defensores. Algunas veces aprovechaba para arrancar hierbajos de los que crecían en los espacios que había entre las tumbas, y que tanto afeaban el conjunto.

Y así un año tras otro, sin ver nunca a nadie. Yo no culpo a los familiares de los allí están enterrados, pues soy consciente de la dispersión geográfica de los mismos. A quien sí culpo, a boca llena, es a la Guardia Civil, que tiene su cuartel a escasos metros del cementerio, y que podían encargarse (los guardias allí destinados, digo), de tener el camposanto un poco adecentado, aunque sólo sea por cumplir con el honor, que debe ser su principal divisa, o al menos eso pone en la puerta del propio cuartel.

 

Pero no sucede tal cosa, porque en la España actual, ni la Guardia Civil tiene honor, ni los españoles tenemos memoria, y por eso el Cementerio de los Héroes presenta una estampa de abandono que clama al cielo, para vergüenza de este desgraciado país, que hace tiempo decidió renegar de su glorioso pasado, olvidar a sus mejores hombres (guardias civiles, paisanos, mujeres ancianos y niños), que, en un picacho aislado de la Sierra Morena de Jaén, junto a la bendita Virgen de la Cabeza, se declararon en rebeldía al inicio de nuestra Guerra de Liberación, porque entendieron que esa era su forma de defender a España, y lo entendieron bien.

Los que no hemos entendido nada, somos los que hemos venido detrás, que no tenemos ni memoria ni vergüenza. Vamos a meternos todos, y que se salve el que pueda.

Autor

Blas Ruiz Carmona
Blas Ruiz Carmona
Blas Ruiz Carmona es de Jaén. Maestro de Educación Primaria y licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación. Tras haber ejercido la docencia durante casi cuarenta años, en diferentes niveles educativos, actualmente está jubilado. Es aficionado a la investigación histórica. Ha ejercido también el periodismo (sobre todo, el de opinión) en diversos medios.