13/05/2024 20:50

Vaya por delante que siento una admiración sincera y profunda por Miguel Hernández: por el poeta y por el hombre. Por el poeta porque, aun no siendo yo un entendido en la materia, considero que su poesía es sublime; es más, tengo para mí que su célebre “Elegía”, la que compone cuando muere Ramón Sijé, es uno de los poemas más desgarradores de cuantos se han escrito en lengua castellana. Pero también admiro al hombre, pues su trayectoria vital se caracterizó, por encima de todo, por la coherencia entre su forma de pensar y su modo de actuar, cosa que no hicieron muchos correligionarios de su época.

Sobre esto último, es menester recordar aquélla conocida anécdota que sucedió en el Madrid republicano, cuando, en plena Guerra Civil, Miguel Hernández fue invitado a la capital de España por Rafael Alberti, quien lo llevó al Círculo de Bellas Artes, donde el propio Alberti, otros colegas suyos y algunas casquivanas, tenían montado un buen “fiestorro”. Cuando Miguel Hernández vio aquél espectáculo poco edificante, se dio media vuelta y se fue, no sin antes decirle a Alberti: Yo no entro, porque por lo que se ve, ahí hay mucha puta y mucho hijo de puta.

Mi admiración por Miguel Hernández se ha ido sobredimensionando con el tiempo, sobre todo cuando supe los pormenores de su muerte, una muerte tristísima, como todas las ocurridas durante nuestra Guerra Civil o como consecuencia de ella, pero ésta de una tristeza especialmente dramática, pues se pudo haber evitado, y no se hizo, lo cual tiene que constar en el “debe” de aquéllos personajes que, por acción u omisión (más bien por esto último), nada hicieron para salvarlo, empezando por el propio Rafael Alberti, que lo dejó tirado en España mientras él tomaba el camino del exilio, y terminando por el clérigo Luis Almarcha, su antiguo protector, que al final lo dejó tirado como a un perro, abandonado a su suerte, que no era otra que la de morir lentamente en los lúgubres penales de la posguerra española.

He dicho todo lo anterior para que se vea que no hay en mí ninguna animadversión hacia el poeta alicantino, sino todo lo contrario: admiración sincera y sentida, como dije al principio. Como consecuencia de lo anterior, y dada la vinculación de Miguel Hernández con mi provincia, creo que se merecía ser hijo adoptivo de Jaén, como ha acordado la Diputación Provincial, así como que se le erija, no uno, sino varios monumentos, en cualquier sitio de nuestra amplia geografía provincial… menos donde se ha inaugurado el último en su honor, a saber: en el Santuario de la Virgen de la Cabeza. Voy a intentar explicar el motivo de mi postura.

Monumento a Miguel Hernández en el Santuario. Fotografía: Ayuntamiento de Andújar

Miguel Hernández llegó al Santuario en las horas finales del penoso Asedio al que habían sido sometidos los guardias civiles de la Comandancia de Jaén. Fue llevado allí por un comisario político comunista para cubrir informativamente la caída del Santuario, que se sabía inminente, y escribió, Miguel Hernández, dos crónicas en el periódico republicano “Frente Sur”, tituladas, “La rendición de la Cabeza” y “Los traidores del Santuario de la Cabeza”. Dichas crónicas (aunque hay que situarlas en el contexto histórico en el que se escriben, ya lo sé), son infames, desde el punto de vista periodístico, y muy lamentables, desde la perspectiva humana. Es decir, que el poeta fue utilizado de manera hábil por los políticos, hasta el punto de que el pobre se cubrió en el Santuario, y no precisamente de gloria, sino de todo lo contrario, es decir, de eso que están pensando ustedes ahora mismo, y que no es preciso mencionar.

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A los pobres guardias civiles, les dedica unos calificativos durísimos; así, dice de ellos: “viejos unos, excesivamente prudentes o cobardes otros, cazurros los más…”, o “a los guardias civiles de Sierra Morena se les puede considerar valientes, pero para ser héroes andaban demasiado manchados de sucios intereses”, o “han dejado un rastro negro y rojo por donde han pasado… el pueblo siempre ha tenido sus espaldas señaladas por las botas, las culatas o la ferocidad de casi todos ellos”, o “entrenados en la caza del jabalí y el jornalero, se escondían entre las malezas, disparando a los ingenuos escopeteros…”.

Con el capitán Cortés, como es obvio, se despacha a gusto, diciendo de él: “Ha muerto el cabecilla Cortés. Queipo ha perdido uno de los numerosos admiradores fascistas de su lenguaje cabaretero y uno de los más fieles cumplidores de sus dictados de sangre… su cráneo aglobado, y sus rasgos, curvos hacia dentro, lo delatan como un hombre feroz, rapaz, mezquino…”.

Fotografía tomada el 1 de mayo de 1937. Miguel Hernández, detrás del militar de los prismáticos, contempla la caída del Santuario

Conocida es la fotografía de Miguel Hernández, junto a los jefes republicanos, bien pertrechados tras los sacos terreros que les servían de protección, contemplando tranquilamente cómo la aviación republicana bombardeaba de forma inmisericorde el Santuario, no las avanzadillas nacionales donde estaban los guardias civiles defensores que quedaban (de eso se encargaban la infantería y la artillería), sino el edificio del Santuario, donde sólo había mujeres, ancianos y niños, que fueron muriendo uno tras otro, sin que nadie pensara que, con derrotar a los pocos guardias civiles que quedaban en las cinco secciones activas de la defensa, era más que suficiente para la caída del Santuario.

Ahí se le acabó la humanidad a los jefes militares republicanos que mandaron el asalto final, y a Miguel Hernández… también. De la misma forma, se le olvidó al poeta, al despotricar contra los guardias civiles, que su suegro, el padre de Josefina Manresa, era guardia civil, y digo era porque, a aquéllas alturas de la película de la guerra, ya lo habían fusilado… los anarquistas.

Unos guardias civiles (los del Santuario, digo), que estaban allí para defender su vida, la vida de los suyos y, también, para defender una idea de la Patria en la que creían; una idea de España en la que hoy, muchos años después, algunos seguimos creyendo.

Cuando el Santuario cayó en manos de las fuerzas asaltantes, tanto el capitán Cortés como sus guardias civiles, se ganaron la admiración de los jefes militares republicanos que los habían derrotado (Agustín Martínez Cartón y Antonio Cordón García, entre ellos), al comprobar el heroísmo de aquel puñado de valientes que, en un picacho de Sierra Morena, habían soportado casi nueve meses de penoso Asedio, con sus luces y con sus sombras, como en toda obra humana que se precie. Esa admiración se la negó Miguel Hernández a los guardias civiles, pero es que, además, les negó un trato periodístico humano, que se le debe deparar siempre a quienes han estado dispuestos a morir por sus ideas, con la carga de sufrimiento que suponía tener junto a ellos a sus familias.

Por todo lo anterior, el monumento que en el entorno del Santuario de la Virgen de la Cabeza se le dedicó al poeta alicantino el pasado mes de abril, me merece algunos calificativos poco halagüeños, siendo uno de ellos el que se trata de algo descontextualizado, en su concepción, en su ejecución y en su ubicación, pues el hecho de que alguien, por muy poeta que sea, vaya a un sitio, esté unas cuantas horas, escriba cuatro disparates y luego se vaya, no es mérito suficiente como para que se le dedique un monumento… justo en ese lugar, un monumento que, en realidad, es un pastiche, adornado con un texto de merengue, en un entorno serrano en el que sólo caben dos palabras: fe y heroísmo.

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Poema en piedra, de Carlos Iniesta Cano, colocado en 1972, que ha desaparecido. Fotografía: Blas Ruiz Carmona

Pero es que, además, en el hecho que aquí nos ocupa, se ha cometido un atropello que yo no estoy dispuesto a pasar por alto; es el siguiente: la placa del monumento a Miguel Hernández se ha colocado “aprovechando” una base de piedra en la que había un poema con letras de bronce. Dicho poema se inauguró en 1972, siendo el autor del mismo el que entonces era director general de la Guardia Civil, Carlos Iniesta Cano, de tan grato recuerdo para el Santuario. Las letras del poema se fueron desprendiendo poco a poco, pues, como con todo lo relacionado con el Asedio, sobre él cayó un manto de olvido. Yo tengo la letra del poema, elogiando la Gesta de la Guardia Civil en el Santuario, y es preciosa, además de que, en sus versos, no hay ninguna referencia que pueda ofender a nadie, ni se “humilla a las víctimas”, ni nada por el estilo. El coste de esta poesía en piedra fue sufragado en su momento por la Diputación Provincial de Jaén, que ahora, al consentir su desaparición definitiva, ha hecho un flaco favor a la historia y al arte.

Ya termino. Me parece bien, y respeto, que el Ayuntamiento de Andújar y la Diputación Provincial de Jaén, hayan decidido hacer el monumento a Miguel Hernández en Sierra Morena, aunque también espero que quienes gobernaban en dichas instituciones en el momento de inaugurar el monumento (que son los mismos, es decir, los socialistas), comprendan y respeten que haya personas, entre las que me incluyo, que pensamos de forma diferente (libertad de pensamiento, se llama eso), y que podamos expresarlo públicamente (libertad de expresión, es su nombre). Y eso es lo que he hecho yo con este artículo: decir lo que pienso. Desde la soledad e irrelevancia inherentes a mi persona, lo sé, pero escrito, el artículo, al dictado de mi conciencia, esa que me dice en cada momento quién soy y de dónde vengo.

Porque lo contrario sería el olvido, y yo no estoy dispuesto a aceptar la amnesia a la que me quiere obligar la infame clase política que nos gobierna, y que, en su desfachatez, incluso me quieren imponer un relato de la historia de España de acuerdo con sus intereses partidistas. Esa sería una claudicación a la que no estoy dispuesto, sería una traición a mis principios que yo no voy a consentir nunca, al menos mientras sea dueño de mi cabeza y me asista la razón.

Autor

Blas Ruiz Carmona
Blas Ruiz Carmona
Blas Ruiz Carmona es de Jaén. Maestro de Educación Primaria y licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación. Tras haber ejercido la docencia durante casi cuarenta años, en diferentes niveles educativos, actualmente está jubilado. Es aficionado a la investigación histórica. Ha ejercido también el periodismo (sobre todo, el de opinión) en diversos medios.
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Aliena

Ay, tanto sobre el capitán Cortés como sobre la mayoría de sus hombres, más las mujeres, ancianos y niños que no sólo estuvieron «dispuestos a morir por sus ideas» sino que murieron, en efecto, ha caído el silencio, el olvido; ni la propia Guardia Civil les reivindica.

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