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Un día cualquiera, no importa cuál, busqué una vez más el libro del Relato Fantástico, de Antonio Risco, hacia dónde creo que debe estar, y nada de nada. Ya pienso que es cosa del demonio. Me fue a caer otro libro que nada tiene que ver: Historia General del Derecho Español, de Rafael Gibert. Como este libro es de los que tengo dedicados por el autor, pues lo recordé con toda nitidez, al profesor y catedrático Gibert, que Dios tendrá en su seno, dados los años transcurridos desde que esto sucedió, allá por los finales del siglo pasado. 

El profesor era un católico de tomo y lomo, y me llamaba la atención su absoluta convicción. Era cuando los hombres empezaban a matar a las mujeres arrojándolas por la ventana, y yo le decía: ¿se da cuenta profesor que cuando sale la noticia de que alguien arrojó por la ventana a su mujer, a los pocos días oirá usted varias noticias más de esa naturaleza? O sea, que son noticias que animan a la imitación, al mimetismo, esa propiedad de algunos animales y plantas de asemejarse a otro seres de su entorno, adoptando como propios los comportamientos ajenos. Después llegarían los inventos «progres» como la llamada «violencia de género» que excitaría a peor las indicadas relaciones y multiplicaría los casos de esa violencia que antes apenas se daba. Al profesor que usaba de grandes coloquios sobre los avatares de la vida, un servidor le escuchaba atentamente.

El profesor era un anciano venerable. «Feo, católico y sentimental», como el marqués de Bradomín. Me contaba que su mujer le gritaba mucho, para añadir: «mire usted, yo creo que lo hace para despertarme». Sentía un gran amor por la mujer como la mejor obra de Dios, pero a su vez, me expresaba otros matices. Luego añadía con gran pesar: «Pobrecitos los hombres, qué les harán las mujeres para tener que matarlas». Veo la dedicatoria que me escribió en el libro, y que le salió a bote pronto: «Guardia Civil y Poeta / no deja de hacerme gracia / con su tambor y trompeta / cumpliendo siempre su promesa / con proverbial eficacia». Y luego ya lo más personal que en su garabateo no acabo de descifrar, con la fecha y firma.

Cuántos avatares sucedieron desde aquellas efemérides de hace casi treinta años. Desde que el profesor me dedicó su libro y me decía aquello de «pobrecitos los hombres…» que hoy nos llevaría a la hoguera por las feministas más radicales con el odio que tienen a los hombres. Cuantas cosas pasaron y desaparecieron de la faz de la tierra. Cuántos muertos vi desfilar en una procesión inacabable y silenciosa, que se acentúa más en invierno al empezar las sonatas de otoño. Adiós a tantos familiares, parientes, amigos y allegados. Cada poco cae uno más. Parece que aquí solo va quedando el apuntador y ese soy yo.

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El avatar que motiva este texto es el desorden de los libros, algunos perdidos por los traslados y todos esperando una colación como Dios manda que nunca llegará a estas alturas. Pues por alturas de los libros y buscando la estética van colocados, excepto algunos, como los de poesía que tienen todos la misma estatura y van colocados todos seguidos. Serán los últimos en despedirme. No así el citado que con todo dolor de mi corazón fue a llenar el saco de los papeles que es como la nave que nunca ha de regresar, a bordo de la que estoy ligero de equipaje, casi desnudo como los hijos de la mar. Me vi «caminando solo, triste, cansado, pensativo y viejo».

Esto del orden en la vida es una cuestión preocupante. Montaigne llamaba al orden virtud triste y sombría. Algunos entienden el orden por lo que no es ritmo sino quietud. Pero aquí la única quietud que hay es la de los cementerios; la que impone la muerte. Todo lo demás no es lo mismo aunque parezca lo contrario. Recordemos a Heráclito para quien solo existe el movimiento. Lo opuesto es la nada. El orden está en la luz del universo que se ve siempre quieto y sin embargo se mueve. El orden es algo alegre y dinámico, vivo y luminoso, al que siempre intentamos alcanzar sin conseguirlo. Es la ética y la estética; la fe que guía nuestras almas a través de las tinieblas de la vida y sus avatares. Al dejar de latir el corazón, ya no hay vida en este mundo, porque llegó el orden absoluto. Todo lo demás es moverse en la imperfección. Seguro que una sonrisa de Dios puede salvar a todo un cuerpo en pecado, por tanto movimiento. Mi último avatar es que se me cayera un libro encima que ya había olvidado, y del que también me deshice; entonces comprendí en mi impotencia la poquita cosa que soy.

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REDACCIÓN