29/04/2024 20:01
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Cuentan -aunque nadie conoce cómo se divulgo esta asombrosa historia- que Albert Einstein, en plenitud de su fama tras haber demostrado que hay una ley inexorable de la física por la cual no es posible viajar a mayor velocidad que la de la luz, fue invitado por el rey Janarkamín de Sindonia a pasar una semana en su palacio imperial, deseoso este monarca absoluto de conocerlo por considerarlo como el hombre más inteligente del mundo. Y Einstein, sintiéndose muy halagado y recibiendo una generosa compensación económica, aceptó la invitación y fue a ver a ese rey que tanto le apreciaba y que, según le habían comentado, estaba deseoso de hacerle una pregunta que para él sería muy fácil de contestar.

         Así que Einstein viajó a Sindonia y fue alojado lujosamente en el palacio real. Allí fue grandemente agasajado por toda la corte, se le hicieron toda clase de obsequios y fue honrado con las máximas condecoraciones  durante varios días, hasta que en un momento de sosiego se le acercó en privado el rey y le dijo:

-Señor Einstein: le he invitado a mi país y le he concedido todos estos honores porque tengo la necesidad imperiosa de pedirle un consejo, ya que usted es la persona más inteligente del planeta y nadie como usted puede resolver la duda que me corroe.

         Einstein se quedó expectante, temeroso quizás de no ser lo suficientemente inteligente para responder al soberano y defraudarlo, pues quizás querría hacerle  alguna pregunta de tipo espiritual o metafísico que él no estuviera capacitado para responder, y entonces se vería avergonzado  por haber recibido unos honores inmerecidos. Pero el rey continuó:

-Verá usted: Como ya le habrán contado, yo soy un rey absoluto, un dictador que hago y deshago en este país cuanto quiero. Reúno en mi persona los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, y nadie se atreve a llevarme la contraria ni en lo más insignificante, porque si yo levanto un dedo y señalo a alguien con el ceño fruncido, ese alguien es decapitado por mi verdugo en un momento, sin que le dé tiempo ni a levantarse de su asiento. Y el caso es que he pensado dictar un decreto limitando los derechos de mis súbditos. Quiero concretamente disponer que los nacidos en unas determinadas ciudades de mi país  no puedan trasladarse a la capital, donde yo resido, bajo ninguna circunstancia. Pero no es la idoneidad de esta idea lo que quiero consultarle, pues estoy decidido a hacerlo por puro capricho, porque simplemente me da la gana. Lo que quiero preguntarle es si tiene sentido que en este decreto yo añada al final un artículo que diga: “Este Decreto no podrá ser derogado ni modificado mientras yo, el rey, viva; ni siquiera por mí mismo bajo ninguna circunstancia”.

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         Einstein escuchó absorto las palabras del rey y se quedó petrificado. Le parecía que se encontraba ante el mayor mamarracho que hubiera nacido en el mundo y no sabía si podía contestarle con absoluta claridad o si tenía que disimular su respuesta con mucha diplomacia para no herir su susceptibilidad. Tras unos segundos de meditar su respuesta decidió hablar con la máxima sinceridad pero con cierta prudencia:

-Verá, señor: no le discuto su derecho a dictar un decreto e imponer a sus ciudadanos lo que usted quiera en cada momento, pero tengo que decirle dos cosas: En primer lugar, no veo la utilidad de ordenar que los nacidos en una determinada ciudad no puedan nunca trasladarse a la capital donde usted precisamente vive. Piense, por ejemplo, en que usted un día necesite que le atienda un médico en su palacio, y que el mejor profesional de la especialidad indicada haya nacido en esa ciudad: se estaría usted perjudicando a sí mismo. Pero, en segundo lugar, la cláusula final de su decreto, diciendo que será irrevocable mientras usted viva, no tiene ningún sentido: si usted obedece su propio decreto en contra de sus intereses es que está reconociendo que ese decreto es superior a usted. Y como nadie le puede obligar a obedecerlo, por mucho que el decreto diga que irrevocable, no tendría sentido que usted no lo derogase si le diera la gana: a cualquier súbdito que se lo recordase usted le podría cortar la cabeza al instante. En definitiva, ese decreto que usted quiere dictar implicaría para usted una abdicación en favor de un soberano superior a usted  pero imaginario: su propio decreto.  Y no puedo considerarlo sino un disparate.

         Y el rey, al oír a Einstein, le dijo:

-Ha hablado sabiamente; pero le he hecho demostrar que la ley física que, según usted, dice que ningún objeto puede viajar a mayor velocidad de la luz es falsa. Suponga por un momento que Dios, el autor de todas las leyes que rigen la naturaleza, se muestra un día interesado en que el hombre viaje desde la Tierra hasta un planeta de la constelación de Andrómeda para que lo colonice y lleve la civilización a una población de caníbales que lo habitan y que no consiguen progresar por sí solos.  Y entonces le dice a un ángel: “Reúne a un grupo de espíritus sabios para que inspiren los conocimientos necesarios a los mejores científicos de Estados Unidos con el fin de que descubran una manera de llegar a ese planeta tan lejano”. Pero el ángel, ingenuamente,  le responde: “ Es imposible, Señor, lo que pides, pues hiciste una ley inexorable de la física -como descubrió Albert Einstein- que implica que ninguna nave puede superar la velocidad de la luz, y por lo tanto un cohete tardaría millones de años en llegar a ese planeta”.

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         Y entonces Dios le responde:

-“Que Albert Einstein estuviera equivocado pase, porque no me conocía; ¡pero que tú lo estés…! Yo soy quien hago las leyes que rigen el universo. Si yo hubiera creado una ley inexorable que limitara mis poderes y no pudiera revocarla a mi antojo cuando me interesara habría creado un dios superior a mí que me habría atado las manos. Ninguna ley que rija sobre la naturaleza puede ser inexorable: todas las leyes de la física tienen truco porque si no lo tuvieran yo no podría revocarlas, y esto sí que sería  un disparate. Y para que lo entiendas, si es que no te ha quedado claro, te voy a contar una historia.

         Entonces el angelito se queda expectante y Dios comienza su relato:

-“Cuentan que en la Tierra existía un país llamado Sindonia regido por un monarca absoluto  que hacía cuanto le daba la gana sin que nadie se lo impidiera porque se exponía a perder la cabeza al instante…”

         Y en ese momento el angelito le interrumpe y le dice a Dios:

-“Sí, pero no hace falta que me lo cuentes,  porque esta historia entraría en bucle y no acabaría nunca, y yo ya sé perfectamente lo que es la eternidad”.

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