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En la segunda entrega de esta serie planteaba que la burguesía decimonónica, con sus masónicos valores liberales, fue ocupando todos los ámbitos de poder y decisión política, económica, cultural; extendiendo al “populacho” los modelos y formas masónicos (liberales y socialistas) dentro de un proceso descristianización por ellos dirigido. Ello les permitió generar una continua propaganda de supuestas abominaciones de la Edad Media, para ser consumida acríticamente por el común.

Un ejemplo es el cinturón de castidad. Tal artilugio jamás existió en la Edad Media ni en la Edad Moderna. Fueron los iluministas del siglo XVIII los primeros en hacer correr el bulo de dicho cinturón como cosa propia de la barbarie del medievo. Diderot y Voltaire lo dejaron “establecido” como verdad incuestionable. La Enciclopedia dedicó una entrada al “cinturón de castidad”: instrumento medieval “tan infame como lesivo a la sexualidad”. Un mito más convertido en arma cultural para programar las mentalidades del común contra el Antiguo Régimen y a favor de la masónica revolución liberal burguesa. Sin embargo, a lo largo y ancho de toda Europa nadie había podido encontrar uno sólo de esos cinturones. Da igual, la cuestión fue apropiada para endosarle a la Edad Media tal cinturón “vendiéndolo” como la bárbara y oscurantista costumbre medieval de torturar a las propias esposas para que conservasen su virtud y fidelidad. En 1846 el British Museum de Londres exhibió uno de esos cinturones con el cartelito de “medieval”. Grande fue la expectación y más grande aún el fraude. Tal fue el escándalo que “el British” tuvo que retirar el cinturón de marras.

Los primeros cinturones de castidad fueron fabricados a principios del siglo XIX. Surgidos de los húmedos sueños y calenturientas mentes de los degenerados revolucionarios burgueses. Eran utilizados por estos degenerados en el ámbito de las prácticas sadomasoquistas y aparecieron en los primeros cuadernillos de fotografías pornográficas del último tercio de aquel óprobo siglo. La cosa no tiene más recorrido, pero ha quedado en la mentalidad del hombre contemporáneo como ejemplo de la supuesta brutalidad medieval contra las mujeres.

Otro ejemplo es el de la “ius primae noctis”, el famoso mito del derecho de pernada. No hay registro (por lo menos en los reinos hispanos) de tal derecho de pernada. Apenas hay breves citas en algunas legislaciones -como las Partidas- sobre ofensas al novio o a la novia. Sin embargo, tales referencias aluden a la ofensa verbal de cualquier tipo, especialmente contra la virtud de la novia, y se establecen penas muy severas para quien profiera contra la virtud de una novia.

La cuestión también aparece en el Proyecto de Concordia (1462) donde los remensas catalanes exigen eliminar los “malos usos”. De la larga lista de “malos usos” figura el “ius primae noctis”. Pero éste se refiere a los tributos (derechos) que se debían pagar (dar) al señor para la realización de una boda en su territorio. Los señores de remensa contestaron que aceptaban la retirada de tales tributos. Esto queda refrendado en la Sentencia Arbitral de Guadalupe (1486) donde quedan abolidos los «malos usos» impuestos por los señores a sus vasallos campesinos, entre ellos el derecho de «ius primae noctis”.

Para entender este “pecho e derecho” debemos situarnos en la crisis bajomedieval. Una época de malas cosechas, lo que afecta a la alimentación de la población y a la debilidad ante la enfermedad (especialmente la peste negra), todo lo cual hace más fácil la muerte. Una época de baja demografía. Una época en la que los reinos de España estaban en guerras civiles (en Castilla y en Aragón) y, mientras, por la Cristiandad se extendía la guerra de los cien años. Lógicamente las personas movilizadas -por sus señores y el rey- para ir a la guerra eran, precisamente, las más sanas y en edad de procrear y trabajar. Todo esto repercutía más aún en la reducción de la natalidad europea y extraía manos al campo y a los molinos, talleres, etc.

En muchos lugares y villas bajo jurisdicción señorial, ante la falta de población el señor utilizaba el “ius primae noctis” para obligar a los novios a pagar un tributo y a celebrar la boda y la primera noche (consumación del matrimonio) en su territorio. El acto de pago de tributo a un señor ya era un reconocimiento legal de que la persona o personas en cuestión estaban ligadas a ese señor. Pero es que además la realización de un matrimonio consumado en el territorio del señor ligaba al nuevo matrimonio y a esa familia a tal territorio. Era una forma de estabilizar e incluso incrementar la población en el territorio. Un territorio poblacionalmente estable o en aumento garantizaba el mantenimiento de las obligaciones del señor para con sus vasallos, y los derechos y libertades de estos en cuanto que el señor tendría la capacidad de asistir a sus vasallos y defenderlos, y ellos podrían asistir al señor. Pese a todo la cuestión no estuvo exenta de la competencia señorial -por la mano de obra- espoleados por la alta demanda de población y la baja oferta poblacional. Los señores competían entre ellos ofreciendo a los novios mejores condiciones contractuales (vasalláticas) que los demás señores. Había un pujante mercado de ofertas hacia aquellos que se querían casar o que estaban en edad casadera para que decidiesen establecerse en territorio de un señor y rechazasen ofertas de otros señores.

Pero, de nuevo, fue durante la anticristiana Ilustración que el mito del derecho de pernada se convirtió en un lugar común de la crítica contra la Edad Media, el Antiguo Régimen y la supuesta tiranía. En la Enciclopedia, Diderot y D’Alembert se dedicaron a fustigar la barbarie medieval de la pernada, sólo existente en sus lúgubres mentes. La degenerada burguesía liberal decimonónica popularizo el mito en aras de recabar el apoyo popular a su nuevo y maravilloso sistema liberal y democrático. Por lo tanto, otra invención iluminista y propagada por la degenerada burguesía liberal decimonónica.

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Otro mito es el de la Edad Media como época compuesta de gente hedionda, donde la higiene brilla por su ausencia, con los núcleos urbanos convertido son un pozo negro de pestilente humanidad imbuida en detritus. Pues resulta que las gentes de la Edad Media estaban muy preocupadas por la salubridad y la limpieza. Era una cuestión de simple supervivencia. Una mala salubridad de las villas y ciudades y la peste podría hacer acto de presencia.

Para empezar, las actividades gremiales que requerían ciertos actos y elaboraciones (mataderos, talleres de curtido de pieles, tintorerías…) se situaban fuera de las murallas de las ciudades y en los lugares y villas no amuralladas se situaban en los extrarradios. Era un deber comunal mantener limpio el lugar, la villa y la ciudad y se establecían multas para los que ensuciasen las calles. Las legislaciones municipales establecían los lugares donde los talleres debían depositar sus residuos. Los barrios de los núcleos urbanos se estructuraban según gremio y cada gremio era responsable de mantener limpias las calles del barrio. Hay multitud de ejemplos. Las ordenanzas de 1245 de Aviñón establecían multa de dos florines a quienes tiraran basura o vertieran agua sucia en las calles. Por lo tanto, nada del “agua va”. Las autoridades municipales establecían lugares donde la gente podía echar la basura y los excrementos humanos. Y los orines eran utilizados para lavar y blanquear la ropa, e incluso para lavarse los dientes (por el amoníaco).

La documentación municipal recoge quejas vecinales sobre malos olores o suciedad de “tal taller” o de “tal actividad”, como los “memoranda rolls” de Londres. Es decir, que la gente estaba sensibilizada con la salubridad urbana. Las villas y ciudades tenían sistemas de canalización de aguas residuales -heredados del sistema romano, mejorados y ampliados- que acababan en pequeños arroyos pero no en la manga principal de un río. Londres y París fueron dos grandes capitales donde se permitía el vertido de las canalizaciones al Tamesis y al Sena. En la segunda mitad de 1200 las quejas ciudadanas -de londinenses y parisinos- por esta permisividad llevó a que se prohibiese dicha práctica. En consecuencia, se desviaron las canalizaciones y se llevó a cabo la limpieza de tales ríos. Las autoridades municipales incluso llevaban a cabo periódicos controles de ratas. En el siglo XIV (justo antes de la peste negra) grandes capitales como París, Roma, Londres, Viena podían tener un parque de unos 400 carros de recogida de basuras y desechos.

Las villas y ciudades tenían baños públicos -muchos de ellos de herencia romana- y hasta  siglo V solieron ser mixtos. Desde entonces, con la reconstrucción política de los estados y la acción de la Iglesia, los baños públicos quedaron separados para hombres y mujeres. Además, se acabó con la costumbre de conectar los baños públicos con los burdeles. La Iglesia recomendaba el baño y grandes santos como Santa Hildegarda von Bingen escribieron tratados sobre el baño, el cuidado del cuerpo, cuidados femeninos y la limpieza. Abundan los tratados de medicina relativos al baño o sobre el arreglo personal como el “Régimen Sanitatis” (s. XIII). Pero el baño no era sólo una necesidad de salud sino también era visto como algo agradable. En el campo y en las pequeñas villas y lugares las gentes (incluso pobres) también se preocupaban de su higiene. Se establecían lugares donde poder bañarse en tinajas, además de utilizar el arroyo (si lo había). A todo ello se añadían los lavaderos de ropa.

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El Baño y el jabón son prácticamente consustanciales. La industria del jabón fue muy pujante en la Edad Media. Las ciudades tenían sus gremios jaboneros. En fechas tempranas como la centuria del 800 ya tenemos documentados profesionales reunidos en gremios específicos, tal como aparece en las “Capitulare Villis” (805).

El problema llegó con la peste negra y la guerra de los cien años, a mediados del siglo XIV. Las condiciones de salubridad e higiénicas decayeron. En la frontera entre el Renacimiento y el Barroco volvieron las pestes y las guerras (mal llamadas de religión), con lo que los niveles de salubridad volvieron a bajar.

Esta fue la imagen que les llegó a los iluministas dieciochescos y burgueses del siglo XIX. Estos degenerados sí que eran guarros, apenas se lavaban e incluso presumían de lavarse una sola vez al año. Les importó un pimiento la salubridad de las ciudades. Enriquecidos con los comercios y el desarrollo agrario del siglo precedente, pusieron sus talleres y fábricas donde les vino en gana, echaban los residuos directamente a las mangas principales de ríos como el Támesis y el Sena, el Llobregat o el Danubio. Estos desalmados, controlando el gobierno y administración de las ciudades, llevaron los alcantarillados a los cauces principales ríos. A ello se unió un descontrolado desarrollo demográfico urbano, surgiendo el fenómeno del chabolismo que en muchas ciudades llegó a ser tan extenso que se formaron auténticos distritos chabolistas (fenómeno desconocido en la Edad Media). Los baños públicos habían desaparecido y la costumbre de lavarse era apenas un vago recuerdo. Las basuras y los excrementos se esparcían por las calles. El “agua va” se hizo común. Por ejemplo, en el Madrid de los siglos XVII-XIX se extendió el uso de capa y chambergo como protección al “agua va”.

En este ambiente del siglo XIX las ratas pasaron a formar parte consustancial del paisaje urbano de la degenerada Europa masónica, liberal y socialista. Tal es así que surgió un nuevo oficio, el de cazador de ratas, el rat-catcher o el marchands de mort aux rats (oficio desconocido en la Edad Media). Incluso se publicaron tratados sobre el arte de cazar ratas como por ejemplo el “Full Revelations of a Professional Rat-Catcher” (Ike Matthews, Manchester, 1898). No es de extrañar que sea en este siglo XIX cuando surgen cuentos e historias sobre los cazadores de ratas, como el cuento de los hermanos Grimm -el “Flautista de Hamelín”- pero, ¡mira por dónde!, en vez de situar la historia en el siglo que le corresponde, siglo XVIII-XIX, sitúa la acción en la Edad Media, 1284. Ciertamente recoge leyendas de la baja Edad Media al siglo XVII, pero referidas al secuestro de “niños”, que se basan en las reclutas militares de jóvenes, desde 12-14 años en adelante, para la guerra de los cien años y las mal llamadas guerras de religión.

Con el común urbano viviendo en tales condiciones, la degenerada burguesía iluminista y decimonónica ¿cómo iba a vender las “delicias” del nuevo sistema liberal? Sencillamente, denigrando la Cristiandad y generando odio a la Iglesia por todos los medios (incluyendo cuentos infantiles). Al mismo tiempo, utilizaron los resortes educativos y culturales para presentar a las sociedades tribales islámicas como grandes avanzadas en salud, medicina, farmacia, higiene, limpieza, baño; contraponiéndolo a la supuesta mugre humana de la salvaje Edad Media.

Con ejemplos similares podría seguir “ad aeternum”. Sirvan estas tres entregas como una pequeña aportación para la demolición del mito.

Autor

Antonio R. Peña
Antonio R. Peña
Antonio Ramón Peña es católico y español. Además es doctor en Historia Moderna y Contemporánea y archivero. Colaborador en diversos medios de comunicación como Infocatolica, Infovaticana, Somatemps. Ha colaborado con la Real Academia de la Historia en el Diccionario Biográfico Español. A parte de sus artículos científicos y de opinión, algunos de sus libros publicados son De Roma a Gotia: los orígenes de España, De Austrias a Borbones, Japón a la luz de la evangelización. Actualmente trabaja como profesor de instituto.