10/05/2024 00:01
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La Mascletá

El Sol está en su cenit. Una gigantesca multitud vestida con húmedas túnicas de ardientes sudores ha peregrinado por las calles de Alicante hasta llegar a concentrarse, despacio, en la Plaza de los Luceros.

Las riadas humanas llegan por el norte a lo largo de General Marvá. Por el Paseo de Soto desde el sur. Siguiendo Alfonso el Sabio por el este, y del oeste por la Avenida de la Estación.

La marcha ha caminado por Alicante en cuyo seno luchaban a muerte el Orden y el Caos. El Orden cabalgaba sobre los acordes musicales con los que, pasodobles y pasacalles, hacían frente al Caos. El Caos, a lomos de los altisonantes petardos y las estruendosas tracas, hería las entrañas de las ordenadas y medidas notas que lanzaban a la batalla miles de instrumentos musicales.

Las mujeres visten lujosos vestidos y bellísimas tocas. Trajes que la tradición, a hurtadillas nos informa, que obedecen en su corte al secular vestido de novia alicantina. Los hombres lucen chalecos negros y saragüells blancos, las calzonas típicas del atuendo huertano en las vegas de Alicante. El Mediterráneo les obsequia su sal. El Sol les regala su gracia.

Unos ojos negros de mujer cortan el aliento de quien los mira. Ella calla, sonríe y pasa.

Ya todos están en la Plaza de los Luceros. Miles de abanicos danzan. Miles son los rostros expectantes. Miles de corazones se encogen. Miles de almas se ensanchan. Todos esperan el prodigio anunciado.

 La Bellesa del foc grita: ¡senyor pirotecnic, pot comensar la mascletá!. Y una mecha encendida abre la puerta al Caos. Una orgía de ruidos ensordecedores lo inunda todo. Sobre la Plaza de los Luceros chocan los planetas. El Caos se apodera del Universo. Recio, el Caos, cabalga por doquier. Veo a mi lado a un anciano por cuya mejilla se desliza una lágrima. Debió de ser aquella lágrima la causante. Del seno de aquel aquelarre infernal surge algo que a todos los que allí estamos nos parece rítmico. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! Clama el gentío. El ruido cósmico. El cataclismo universal.. El aquelarre furibundo. El Caos estremecido, y a su pesar, percibe que de sus entrañas está naciendo el ritmo. Las gentes mezclan en sus rostros las gotas de sudor, con las lágrimas que de sus ojos surgen. El prodigio anualmente repetido vuelve a posarse en Alicante.  La música está naciendo.

Se alzan los brazos y con sus dedos índices señalan la mascletá. ¡Si! ¡Si! ¡Si!. Repite la muchedumbre. Ríen los necios. Los sabios lloran.

El Caos con su terratremol final, .intenta amedrantar a todos. El suelo tiembla. El aire se calla. Solo el ruido existe. El estruendo, al espacio hace pedazos. Pero todos saben que esa traca última es el grito con el que el Caos está pariendo la música.

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Alicante es el obstetra que anualmente atiende el parto mediante el cual la música en el mundo nace.

En virtud de la mascletá, Alicante transforma la tormenta en orquesta, la explosión en nota musical, la pólvora en partitura y el colosal estrépito en singular concierto.

Sin Alicante, la música española padecería una malformación congénita.

Después de la mascletá, todos vuelven a sus barracas y a sus carrozas. En las barracas la abundante mesa espera. Las carrozas alborozadas pasean la ciudad. Pasodobles y pasacalles juntos suben hasta las nubes que a su compás bailan. El Sol sigue a las comitivas con coplas de silencio preñadas de algazara.  La música, todos los días recién nacida, llena las calles. De vez en vez, entre risas, sustos y chanzas, con petardos y tracas, las gentes recuerdan a la música, el Caos de cuyo vientre ha nacido.

LA PALMERA DEL CASTILLO

Es media noche. Alicante en silencio espera. Es la Noche de San Juan. Por las calles paralelas, desde las cuales se puede contemplar la silueta del Castillo en su cumbre, se aglomeran las gentes. Desde allí será dada la señal que marcará el inicio de la Cremá. A partir de ese momento irán ardiendo todas y cada una de las hogueras que desde hace días permanecen plantadas por toda la ciudad de Alicante.

La Palmera del Castillo es un único y grandioso monumento pirotecnico, que al ser encendido, desplegará por los cielos nocturnos y negros de la ciudad alicantina un colosal abanico de hojas de palmera luminosas y blancas. Hojas de palmera que harán emerger de la noche oscura, las calles de Alicante con fantasmales y esperanzadas claridades.

¡Ya ardió la Palmera del Castillo! ¡Ya Alicante ha abierto sus puertas al fuego purificador! ¡Solo el fuego vive en Alicante esa noche! ¡Los hombres y las mujeres solo son sombras fantasmagóricas que en torno al fuego sueñan! ¡Que solo con las llamas hablan! ¡Que solo a las hogueras miran! ¡Que solo a las brasas sus secretos cuentan! ¡Ya cada cual lleva en su bolsillo su capachito de pecado con la esperanza de que el fuego lo devore! ¡Ya todos entregan al fuego su culpa, para que de ella haga volátiles cenizas y, de este modo,  desaparezca y muera!

LA CREMÁ

Una montaña de vivos colores y formas bellas espera quieta. Armazón de madera. Filigranas de cartón. Remates de corcho blanco. Una pequeña barrera metálica la separa de los millares de fieles que al rito han acudido. Dentro de aquella barrera los autores responsables de la Hoguera y los bomberos como diestros domadores del fuego indómito y salvaje que pronto nacerá desde dentro de la montaña de colores vivos y bellas formas. A las afueras de la barrera la muchedumbre. En primera fila los niños.

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Una pequeña llamita ofrece una copa de fuego a la quimera hecha forma. Pronto las llamas lamen con sus lenguas a los colores. Pronto el fuego muerde con sus dientes a las formas. El humo viste con opacas sedas la dantesca escena. Los bomberos con sus mangueras tratan de domesticar el incendio. Humedecen las fachadas de los edificios. Reducen las humeantes ascuas.

¡Agua! ¡Agua! ¡Agua! Reclaman los niños, con sus voces y con sus juegos. Los bomberos acceden. Así la tradición lo manda. Y enfilan sus mangueras hacia el infantil tropel. Las risas empapadas de los niños juegan al corro con el calor y con el agua. Los niños aún no tienen culpas, para que el fuego en su festín las devore.

Los adultos, tras los niños, absortos contemplan como se convierten en cenizas los colores y las formas. Los adultos con sus ojos humedecidos parecen buscar, muy serios, en las honduras de sus corazones, secretos mudos y callados, sentimientos jamás contados, heridas sin cicatriz, dolencias del alma no curadas, penas silenciadas, y con todo ello hacer un hatillo, y tirarlo a la hoguera para que en su íntimo brasero arda y se extinga.

¡Agua! ¡Agua! ¡Agua! Gritan los niños. Y un enjambre infantil, desafiando al agua que de las mangueras fluye, chilla, juega y ríe. Ellos no tienen amargo hatillo que entregar a las llamas.

Ya, todo es nada. Solo las cenizas tienen vida. Vuelvo a ver al anciano que por la mañana vi en la mascletá. Aquél viejo por cuya mejilla se deslizaba una lágrima. Ahora, como esta mañana, está solo y en silencio. Pero una levísima sonrisa se dibuja en su rostro. Parece que su cuerpo esta mas erguido. Su mirada parece ser más brillante. Según le veo caminar y desaparecer en la muchedumbre observo que, con sus manos saca al exterior los bolsillos de su pantalón, los sacude con brío, y habiendo comprobado que están completamente vacíos, sin pesos y sin cargas, los volvió a su lugar de origen. Lo extraño es que, de forma inesperada, comenzó a reírse en silencio. Y así, lleno de contento y pletórico de alegría, desapareció de mi vista.

 

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