06/05/2024 22:36
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Es increíble, pero así es la vida y así pasa a la Historia. Reproduzco hoy uno de los cuentos que escribió e incluyó Santiago Ramón y Cajal en su obra “Cuentos de vacaciones”. Lo tituló “El fabricante de honradez” y al releerlo os aseguro que me he quedado de piedra, porque , desde la descripción que hace del personaje central de la historia ya ves a Pedro Sánchez Pérez-Castejón (el bisnieto del general franquista Antonio Castejón) y a medida que se avanza en la lectura empiezas a reírte porque parece que está hablando del sátrapa que hoy okupa la Moncloa y al pasar las páginas vas viendo cómo embauca a los habitantes del pueblo (Villabronca)  que elige como conejillo de indias te vas convenciendo que el doctor  Mirahonda  no es otro que Pedro Sánchez, el mentiroso, que ya prepara el “suero antipasional” para ganar las próximas elecciones. Pero, antes de seguir lean a Ramón y Cajal (aquel que mereció el Premio Nobel de Medicina por entrar y descubrir los misterios del cerebro humano):

I

“El doctor Alejandro Mirahonda, español educado en Alemania y Francia, doctor en Medicina y Filosofía por la Universidad de Leipzig, discípulo predilecto de los sabios hipnólogos doctores Bernheim y Forel, solicitó y obtuvo, de vuelta a su patria, la titular de la histórica, levantisca y desacrecitada ciudad de Villabronca, donde se propuso ejercer su profesión y desarrollar de pasada un pensamiento que hacía tiempo le escarabajeaba en el cerebro.

Mas antes de referir las hazañas del prestigioso personaje, debemos presentarle a nuestros lectores.

Comencemos por declarar que hay ministerios tan elevados y solemnes que no pueden realizarse con un físico cualquiera. Un cirujano aspirante a la celebridad debe tener algo de atleta, de guerrero y de inquisidor. Al comadrón le caen pintiparadas manos suaves, afiladas y femeniles, estatura liliputiense y carácter untuoso y apacible. Pero el médico alienista metido a sugestionador fracasará como le falten el solemne coram bovis del profeta y la barba y ojazos de un Cristo bizantino.

Afortunadamente en el doctor Alejandro Mirahonda casaban maravillosamente la figura y la profesión. Poseía aventajada estatura, cabeza grande y melenuda, donde se alojaban pilas nerviosas de gran capacidad y tensión, barbas tempestuosas de apóstol iracundo, ojos enormes, negrísimos, de mirar irresistible y escudriñador, y de cuyas pupilas parecían salir cataratas de magnéticos efluvios. Eran sus cejas gruesas, largas, movibles, serpenteantes, parecían dotadas de vida autónoma; diríase que, al fruncirse con expresión de suprema autoridad, amarraban entre sus pliegues al interlocutor, fascinándolo y reduciéndole a la impotencia. Tenía, además, voz corpulenta, con honores de rugido, que sabía domar, transformándola, según las circunstancias, en música suave, dulcísima y acariciadora; y labios carnosos, bien proporcionados, de ordinario inmóviles, para dar, por acción de contraste, mayor eficacia a la expresión de los ojos y a los relámpagos del pensamiento. y augusta y estatua de una para imitar también lá misteriosa quietud de la Apolo en Delfos.

(O sea, don Pedro Sánchez y Pérez-Castejón sin barba)

Añadamos a estos atributos físicos una palabra arrebatadora, colorista, que fluía sin esfuerzo alguno del inagotable depósito de su memoria, voluntad férrea e incontrastable…, y se tendrá idea de todo el enorme ascendiente que Mirahonda ejercía sobre sus amigos, deudos y clientes.

(O sea, don Pedro Sánchez y Pérez-Castejón en persona)

Para él imponer ideas o suprimir las existentes en las cabezas dóciles; causar en las histéricas y aun en personas sanas y en estado vigil alucinaciones negativas y positivas, metamorfosis y disociaciones de la personalidad, fenómenos motores y sensitivos…; en fin; cuantos estupendos milagros se atribuyen a santos y magnetizadores…, era cosa de juego. Bastábale para ello una mirada imperiosa o una orden verbal.

(O sea, el tahúr del Mississippi en pleno uso

 de su comportamiento marrullero)

 

Durante los primeros meses de su estancia en Villabronca dedicóse exclusivamente a preparar el terreno de la estupenda experiencia que meditaba. Prestaba casi de balde al vecindario sus cuidados médicos; asistía con su señora — una espléndida rubia alemana que subyugó para siempre con una mirada — a todas las reuniones y saraos. Inscribióse como socio en los dos casinos de la ciudad (el de los burgueses y el de los obreros); contribuyó con largueza al socorro de los menesterosos y, en fin, a fuerza de ciencia, de amabilidad y de llaneza, captóse de tal modo las simpatías y admiración de sus convecinos, que no alcanzaban éstos a imaginar como un hombre de tanto mérito y de tan peregrinos talentos se había allanado a vivir en tan apartado y rústico rincón.

Conforme les ocurre a todos los grandes iluminados, en aquel con cierto de simpatías destacaba la sonora y amorosa voz de las mujeres, a quienes turbaba y embobaba la presencia de tan arrogante y viril ejemplar del «animal humano». Es que la mujer, según afirmó madame Necker de Saussure, «posee un «yo» más débil que el del hombre»; un «yo» que se siente flaco y busca instintivamente la fuerza y la voluntad. Obedeciendo sin duda a un mandato previsor de Naturaleza, la hembra verdaderamente femenil se estremece de placer y se siente deleitosamente esclava al aspirar de cerca el aura del tirano viril y triunfador, del prototipo de la energía y de la inteligencia, del «hombre hombre»…

(O sea, el gran iluminado que emboba a las mujeres

 y a las hembras feministas)

 

La admiración contenida y respetuosa en las señoritas honestas adoptó en algunas casadas ardientes y Magdalenas sin arrepentir tonos poco decorosos y actitudes harto provocativas… Una de las más atrevidas y propasadas con el doctor fue la es posa del registrador, graciosa morena que se aburría y marchitaba entre escrituras y mamotretos; mas nuestro sabio, fiel a su principio de que el fascinador no debe nunca ser «fascinado», so pena de perder todos sus prestigios, cerró los ojos y los oídos ante aquella ola amenazadora de amor pecaminoso. Además, digámoslo en su honor, amaba demasiado a la dulce Röschen Baumgarten, a la hermosa y gallarda hija del Norte, a la opulenta heredera que en un arrebato de pasión puso su belleza y sus millones a los pies del ardiente hijo del Mediodía, para no evitar a su cara mitad el menor pretexto de reproche.

Ocioso es decir cuánta fue su reputación profesional. Muy pronto la fama de sus curas maravillosas trascendió del término de la ciudad y se extendió a toda la provincia. Parecía su casa iglesia en tiempo de jubileo, y tan alto rayó su crédito de piagnosticador infalible, que se juzgaba torpeza insigne o imperdonable negligencia el morirse sin haber oído de sus labios, la ardua, la definitiva sentencia.

Más no se crea que la esfera de su influencia se circunscribía a los dominios patológicos e higiénicos. Hombre de talento y de sólida cultura, que había viajado mucho y leído más, aspiraba a ser, y lo consiguió rápidamente, el amigo de confianza y el obligado consejero de sus convecinos. Respondiendo a tan meditado propósito, dio en el casino una serie de conferencias, acompañadas de de mostraciones, sobre una porción de temas a cual más interesantes para un pueblo eminentemente agrícola e industrial; higiene doméstica y popular, enfermedades de las plantas, el pauperismo y el problema obrero; las instituciones de caridad y Cajas de Ahorro; los abonos minerales; la industria pecuaria, etc… En cuyas conferencias, además de embelesar a los oyentes con los primores de una forma impecable cuajada de imágenes felices, lució erudición pasmosa y espíritu práctico extraordinario.

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Nada tenía de extraño, pues, que, granjeada tan grande autoridad, acudieran a Mirahonda en demanda de luces el alcalde y el juez, el agricultor y el obrero, los cuales aceptaban de buen grado su dictamen, porque nuestro héroe sabía convencer sin humillar y adjudicaba generosamente a cada cual la parte de ciencia y de razón que le era debida, descartando hábilmente de todo mal negocio o yerro evidente el factor ético e intencional y atribuyendo el daño al azar, a la fuerza mayor, a las circunstancias o a la inconsciencia. La gente del pueblo, a quien impresionaban por igual su ciencia y su figura, llamábalo el Cristo.

Como se ve, en torno de aquel hombre singular y extraordinario formábase dorada leyenda, digna de los felices tiempos apostólicos; lo que prueba — dicho sea de pasada — que, no obstante los fulgores de la ciencia, una gran parte de la sociedad actual vive todavía en la ingenua y sombría edad en que hablaban ios dioses, aterrorizaban los demonios y se hacían milagros”.

II

Distaba mucho de ser Villabronca modelo de pueblos pacíficos y morigerados. De día en día cundían el desorden y la liviandad, sobre todo desde que la ciudad, enriquecida con el arribo de opulentos emigrantes, se había hecho eminentemente industrial. A despecho de los sermones del párroco y de los enérgicos bandos del alcalde, la creciente marea de robos, borracheras, riñas, desacatos a la autoridad, depravación de costumbres, subía que era un desconsuelo. El alcoholismo hacía estragos entre los obreros. Ni bastó para atajar la pública inmoralidad la creación de un pequeño cuerpo de guardias del orden público y el aumento del con tingente de la Guardia Civil.

Aquello no podía continuar así. Celebróse en el Casino junta de clases directoras, de honrados padres de familia, justamente alarmados ante el creciente desorden. Animados de los mejores deseos, cada cual propuso su receta. Se discutió mucho y acaloradamente… Pero los individualistas sacaron el Cristo del «Habeas Corpus», del derecho al alcohol…, y no se acordó nada. Entretanto, Mirahonda, se frotaba las manos de gusto. El momento de la experiencia psicológica se acercaba… y había que preparar aprisa los cubiletes.

Cierto día convocó a lo principal del pueblo en el casino y. anunció con voz entrecortada por la emoción que acababa de descubrir, por un azar felicísimo de laboratorio, un suero de maravillosas virtudes.

—Este suero — decía el doctor—, o dígase antitoxina, goza de la singular propiedad de moderar la actividad de los centros nerviosos donde residen las pasiones antisociales: holganza, rebeldía, instintos criminales, lascivia, etc… Al mismo tiempo, exalta y vivifica notablemente las imágenes de la virtud y apaga las tentadoras evocaciones del vicio..

«Permitidme que os cuente en breves términos el resultado de los experimentos recientemente aprendidos con el referido suero en el hombre y en los animales. Una gota del estupendo licor tranformó un lobo furioso en can sumiso, ieal y apacible. Con la mitad de la dosis, un águila hambrienta aborreció la carne y un gato olvidó el odio secular a los ratones…

»En el hombre son menester dosis mayores para producir efectos constantes de transmutación psicológica. Y aunque las experiencias efectuadas en este dominio abarcan ün corto número de personas y de modalidades pasionales, los resultados han sido tan sorprendentes que no resisto a la tentación de referirlos.

«Inyectados bajo la piel de un alcohólico cinco centímetros cúbicos, perdió el paciente toda afición a ias bebidas fermentadas. La misma cantidad aplicada, respectivamente, a un ratero profesional y a cierto matón de oficio, abolió definitivamente en ellos la impulsión del delito y los convirtió en pocos días en personas morigeradas e inofensivas. Con parecido tratamiento han llegado a olvidar sus antipáticos hábitos un morfinómano y una ninfomaníaca.

»En vista de tan elocuentes hechos, de cada día más numerosos y convincentes, espero no juzgaréis quimérica una esperanza hace tiempo acariciada por mí e inspiradora de porfiadas y laboriosísimas investigaciones: conseguir, por el empleo de medios exclusivamente materiales y nada coercitivos, la purificación ética de la raza humana y la conversión de los viciosos y criminales en personas probas, decentes y correctísimas. Abrigo la firmísima convicción de que una dosis suficiente de mi «suero antipasional», inyectada bajo la piel del cráneo, transformaría en varón impecable al facineroso más empedernido.»

E, incontinenti, el avisado doctor, que sabía bien que las cabezas fuertes no se persuaden con relatos más o menos verosímiles, sino con pruebas «de visu», irrecusables, procedió a las demostraciones. Hizo seña a sus ayudantes, los cuales trajeron de una cámara próxima las personas y animales sometidos a experiencia. Con asombro de la concurrencia, hasta entonces fría y un tanto escèptica, quedaron plenamente patentizadas las aseveraciones de Mirahonda.

¡No era posible dudar!. ¡El estupendo suero antipasional había hecho perder a los animales carnívoros sus sangrientos instintos! ¡Y los hombres se habían transfigurado, como si una ráfaga de fe hubiera iluminado y elevado sus almas! La prueba resultó tanto más brillante y abrumadora cuanto que las personas en tratamiento — un alcohólico, un fumador, un jugador y un camorrista — eran bien conocidas del público. Y cuando, por las referencias de las respectivas familias y amigos, se persuadió a la concurrencia de la realidad de la transformación psicológica…; cuando vió a los tratados rechazar con horror el aguardiente, el tabaco y la baraja…; cuando supo por los capataces de las fábricas que aquellos viciosos regenerados no habían faltado durante el mes un solo día a la labor…, entonces un aplauso cerrado, entusiasta, ensordecedor, resonó en la sala, llenando de íntima satis facción al ilustre conferenciante.

Al día siguiente, vió nuestro doctor, a la hora de la consulta, duplicada su habitual clientela. A los enfermos físicos se añadieron los enfermos morales. Histéricas enamoradas de su criado, muchachos díscolos e incorregibles, maridos borrachos y pendencieros, calaveras corrompidos y noctámbulos, estudiantes gandules y mujeriegos, etc., traídos casi a la fuerza por sus respectivas familias, desfilaron, en procesión inacabable, para someterse a la famosa «vacuna moral».”

III

Transcurridos los meses de la inolvidable conferencia, el entusiasmo y la convicción de las clases directoras de Villabronca fueron tan grandes, que el Ayuntamiento en masa, asesorado por la opinión del juez, del registrador, del presidente del casino, del maestro y del cirujano, declararon, en un bando célebre, la nueva vacuna obligatoria para todas las personas mayores de doce y menores de sesenta años, sin distinción de sexo ni de condición social. Aquellos previsores ediles estimaron, sin duda, que harto vacunada están la vejez con su debilidad y la infancia con su candor.

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(O sea, el suero que las autoridades del pueblo transformaron rápidamente en vacuna obligatoria para todas las personas mayores de 12 y menores de 60 años, sin distinción de sexo ni de condición social)

Al principio, según podrá presumirse, los salvadores acuerdos del cabildo chocaron con algunas dificultades. Los habituales del vicio, y particularmente los viciosos esporádicos, es decir, los que se complacen en echar de cuando en cuando una cana al aire, protestaron indignados. En fogosas arengas declararon aquella medida atentatoria a los más sagrados derechos del ciudadano y hasta ofensiva a la inmaculada dignidad de Villabronca, toda vez que envolvía el su puesto, a todas luces injusto, de la inmoralidad colectiva y medía con el mismo rasero la probidad y el libertinaje, el respeto a la ley y la violación del derecho. Tan delicada cuestión fue llevada a las çolumnas del único periódico local, un semanario titulado «El Cimbal de Villabronca», que redactaban el empresario de recreos del casino, un contratista de carretera aprovechado, un comandante retirado por no ir a Ultramar, dos estudiantes legistas suspensos a perpetuidad y un abogadete sin pleitos. Estos tales — los «intelectuales», como ellos se llamaban — discutieron desde varios puntos de vista la manoseada cuestión de la ilegitimidad de las medidas preventivas, al principio con formas moderadas, después con apasionamiento sectario. Semejante campaña, emprendida o inspirada por perillanes y libertinos incorregibles, arreció coincidentemente con la subvención otorgada a «El Cimbal» por los dueños de timbas, tabernas y casas de lenocinio, cuyos industriales recelaron, no sin lógica, una considerable baja en sus vergonzosos negocios si prevalecían los proyectos de Mirahonda.

En cuanto a los proletarios, hallábanse divididos. La mayoría de ellos sugestionados por la autoridad y generoso altruismo del doctor, y sobre todo por el ascendiente de las mujeres (que Mirahonda tuvo buen cuidado de ganar a su causa), se decidieron por el novísimo tratamiento morai; pero algunas malas cabezas, anarquistas enardecidos, rechazaron redondamente el suero, temerosos sin duda de que esta medicina amortiguara la saña del proletariado hacia la odiosa burguesía, templara en las épocas de huelga la entereza de los trabajadores y retrasara, en suma, la fecha del triunfo — según ellos cercano — de la tremenda revolución social.

Pero quien con más arrogancia y celo rompió lanzas contra la novísima panacea psicológica fue el padre de almas. En sermones atestados de latines, de lugares de los santos padres y de apotegmas de filosofía moral, intentó probar que las famosas experiencias del médico eran artimañas y tentaciones del demonio, comparables en el fondo a las manipulaciones y experimentos de magnetizadores y espiritistas. Y añadía que, aun en el supuesto caso de que en la producción de tan insólitos fenómenos no tuviera Lucifer arte ni parte, siempre resultaría incuestionable que el famoso suero obra directa y selectivamente sobre las misteriosas fuentes del libre albedrío, restringiendo, por consiguiente, el cauce de la libertad moral y haciendo, por ende, punto menos que ilusoria la responsabilidad civil y el mérito y demérito de las acciones.

Pero nosotros, rindiendo culto a la verdad, diremos que la verdadera razón, no confesada, de esta inquina sacerdotal, era que el fervoroso varón se sentía humillado y molesto al ver cómo un mediquillo advenedizo, ayuno en Teología y Sagrados Cánones, se intrusaba descaradamente en los dominios espirituales, tirando a inutilizar una de las altas y trascendentales funciones de su augusto ministerio: la purificación de las conciencias y la enmienda de vicios y pecados.

Por fortuna, la exquisita cortesía del doctor, quien, lleno de afabilidad y tolerancia, discutía amistosamente con todos; el resuelto apoyo de los ediles y padres de familia; el fervor casi religioso de las mujeres, y singularmente lo demostrativo y brillante de las experiencias, aplacaron progresivamente la irritación de los ánimos e impusieron silencio a las conciencias meticulosas. Además, Mirahonda, sabedor del origen y finalidad de ciertas campañas, subvencionó con fuerte suma a «El Cimbal de Villabronca», cuyos desahogados intelectuales pasáronse con armas y bagajes al contrario bando, convirtiéndose en lo sucesivo en tornavoces de los éxitos del doctor y en eficacísimos auxiliares de sus regeneradoras campañas; hizo, «sotto voce», donación de algunos miles de pesetas al Comité anarquista local a título de generosa contribución al «Fondo de Huelgas», y, en fin, no olvidó a la Iglesia, a la que dejó una gruesa manda para misas y limosnas, de cuya inversión y reparto quedó exclusivamente encargado, con facultades omnímodas, el celoso pastor de almas. Con estas y otras habilidades, si no consiguió persuadir enteramente a los recalcitrantes, logró hacerles callar, que era cuanto Mirahonda deseaba.”

(O sea, que el doctor don Alejandro Mirahonda, al igual que don Pedro Sánchez, descubre las subvenciones (o sea, fuertes subvenciones a la Prensa y a los intelectuales. Ayudas sin luz ni taquígrafo a las Asociaciones de mujeres casadas o solteras. Donaciones de algunos miles de pesetas a los radicales de anarquistas y grandes ayudas a la Iglesia)

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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