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Al hablar de Los Consulados del Más Allá, nos referimos a Baza de espadas, cuya continuación considerábamos a Los Consulados. Aquí van unos extractos de Baza de espadas traídos con la única intención de animar a ella.

Así empieza Baza de Espadas -texto de obligada lectura- con una puesta en escena directa en unas pocas frases cortísimas pero contundentes y muy evocadoras, que hacen que el lector rellene el resto del cuadro. Nos mete en aquellos tiempos de revolución y locura política y nos presenta dos tipos de la época con una maestría sin igual:

I

  Fluctuación en los cambios. La Bolsa en baja. Valores en venta. El Marqués de Salamanca sonríe entre el humo del veguero. Un Agente de Cambio se pega un tiro:

  —¿Qué pasa en Cádiz?

  II

 Asmodeo, el brillante cronista, también sufre los rigores del pánico bursátil: Doña Walda, la lotera, se ha negado a canjearle por cuños de plata los timbres del franqueo que, a cuenta de atrasos, pudo sacarle al Administrador de La Época. Asmodeo, tras de morderse las uñas, resolvió darle un sablazo al Marqués de Salamanca. El brillante cronista floreaba el junco por la acera, dispuesto, con filosófico cinismo, a soportar las burletas del opulento personaje, que solía acompañar sus esplendideces con zumbas de mala sangre.

  III

  El Marqués de Salamanca, obeso, enlevitado, rubicundo, ojeaba los periódicos entre nubes de tabaco, hundido en un sillón:

  —Adelante, simpático Cojuelo.

  —¡Querido Marqués!

  —¿Viene usted a proponerme algún negocio?

  Baló Asmodeo con risa adulona:

  —¡No tiene usted capital para asociarse conmigo!

  —Usted lo dice en chanza, y yo lo tomo en veras. Ser joven es ser dueño de la lámpara de Aladino.

  —¡Usted es el eterno joven!

  —Hágamelo usted bueno. ¿Qué malas intenciones le traen?

  —Usted lo ha dicho: Proponerle un negocio.

  —Será preciso aplazarlo. Ahora tengo una reunión política.

  —Mi asunto se trata en dos palabras.

  —Las palabras se enredan, como las cerezas.

  —Querido Marqués, seré lacónico como un espartano.

  —Usted será siempre un ateniense. ¿Qué se cuenta en el ágora de la Puerta del Sol?

  —¡Parece que hay marejada!

  El prócer velábase en el humo del veguero, con un remolino de moscas en disputa sobre la luna de la calva. La pechera con pedrerías, la cadena y los dijes del reloj, el amplio bostezo, el resollar asmático, toda la vitola del banquero se resolvía en hipérboles de su caja de caudales: Humeó el tabaco con sorna maleante:

  —¡Está farruco González Bravo!… Los Espadones de la Unión esta mañana habrán llegado a Cádiz.

  —Marqués, no sea usted cruel. A mí la pluma no me sirve ni de taparrabos. He venido a verle con las peores intenciones. Prepárese usted para un sablazo.

 

Mercadeando con los cargos y sinecuras:

 

  —¡Se me despide con menos miramiento que a Torre-Mellada!

  —¿También a ése?

  —A ése se lo doran haciéndolo Duque.

  —¿Pero usted no ha sacado nada?

  El prócer de las finanzas le miraba incrédulo. El Barón de Bonifaz encendió otro cigarrillo:

  —Una credencial para Ultramar.

  —¡No está mal! Puede usted hacer dinero.

  Galleó Adolfito con cínica petulancia:

  —¡Pepe, ante todo están mis escrúpulos!

  Sorna y espumas financieras:

  —Cuando se pasa el charco es otra la ética.

  —No puedo tampoco aceptar ese destierro.

  —Renunciar sería del género tonto.

  —Naturalmente. He pensado hacer el traspaso de la credencial y quedarme en Madrid. Un traspaso donde vaya ganando algo. ¿Cómo se hace eso?

  El Marqués jugaba con los dijes del reloj:

  —Trate usted con algún cesante del ramo.

  —Usted está siempre rodeado de pedigüeños. ¿No tiene usted algún candidato?

  —¿De qué categoría es la credencial?

  —Superintendente de Manila.

  —¡Para hacerse millonario! Es una breva de ex ministro. Acepte usted y váyase.

  —Madrid es mi centro. ¿Puede cotizarse la credencial? Una prima por delante y un giro al mes.

  —Es la fórmula más frecuente de esa clase de convenios. Pero se hace preciso un personaje de campanillas… Ya pensaremos.

Así queda retratado Cánovas:

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Pasos, toses, rumores de nuevas visitas. La biblioteca se solemnizaba de calvas. Murmullos aprobatorios, cabeceos, asmas doctorales. El Señor Cánovas del Castillo peroraba con áspero ceceo y engalle de la jeta menestral. Tenía su discurso un encadenamiento lógico y una gramática sabihonda, de mucho embrollo sintáxico:

  —No pertenezco, no he pertenecido jamás, al moderantismo histórico, y mi asistencia a esta reunión no supone, no puede suponer, mudanza en el ideario que durante toda mi actuación política he sustentado. Los grandes sucesos de la hora presente, la zozobra en que nos une a todos los hombres de orden la preocupación por los patrios destinos, que, a cuantos con nuestra actuación hemos contraído una responsabilidad histórica, no puede menos de inquietarnos, explica, razona y aun hacía inevitable que preopinantes de distintos credos nos juntásemos en evitación de males que hacen peligrar a las Instituciones. Más que los avances de la demagogia temo la provocación de la comunidad gobernante, temo el huracán de vesania que empuja a los elementos ultramoderados que tienen captada la Regia Prerrogativa. ¡Generales que han prestado relevantes servicios a la causa dinástica están camino del destierro! Una política que no vacilaré en calificar de desaforada e histérica, coadyuva a ponerlos en rebeldía, y tales procedimientos de gobierno, ahondando rencores, perpetúan la serie de los pronunciamientos militares, oprobio de la política española, por cuanto la indisciplina de los cuarteles solamente puede representar la subversión de todas las normas constitucionales que aseguran el turno pacífico de las diferentes comuniones políticas y la controversia doctrinal que presupone el Régimen Parlamentario.

 

Un banquete de aquellos próceres:

 

Comedor de caobas. Aparatosa magnificencia de cristales y argentería: Frutas antillanas y flores del Turia: Beatos silencios: Efusiones cordiales. Humo de regaladas brevas. El plafón de nubes mitológicas descendía a las copas del champaña con un vuelo de ninfas en el gusto del Segundo Imperio. Espuma de anécdotas. En los fastos isabelinos fueron famosas las comidas del Marqués de Salamanca: Ilustres por las sales del ingenio y los perifollos de la cocina francesa. El prócer de las finanzas, puesta la lumbre en el veguero y a punto de abandonar los manteles, hizo lectura de un telegrama expedido en Cádiz:

  —Cargamento detenido. Levante fresco. Tiempo inseguro. Tormenta probable. Escuadra al pairo. El alma en un hilo con el cargamento en tierra. Notable aumento giros Londres. Telegrafiaré novedades.

  Resplandecían atentas las sesudas calvas de la disidencia moderada. Patillas y paperas hacíanse más doctas entre los almidonados foques. El telegrama iba de mano en mano:

  —¿Marqués, qué garantía tienen esas noticias?

  —Absoluta.

  —Me voy al Bolsín… Si logro cubrirme…

  —El que pueda, debe hacerlo.

 

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Gibraltar, refugio de liberales, masones y golpistas:

 

  —En Gibraltar han embarcado algunos revolucionarios españoles. ¿Los has visto?

  —No, Maestro.

  —Haz por verlos… Es probable que alguno sea tu amigo…

  —¿Y han embarcado en Gibraltar?

  —Ciertamente… El sobrecargo me ha confiado que son masones… Cuanto antes debes avistarte con esos hermanos…

En esta relación encontramos apellidos que nos sonarán de familias que protagonizaron la política de España hasta que llegó el general y mandó a callar:

 

El Señor Alcalá Zamora tomó la servilleta, y, muy pulcramente, se la pasó por los labios: Juntó los pulgares y asoñarró los ojos con doctrinal suficiencia…

 

El Amigo Práxedes, que siempre inauguraba la feria de engaños con simpáticas zalemas, ahora sentíase coartado, invadido por una frialdad espiritual que abolía sus premeditadas efusiones y todas sus artes paparucheras de gran farandul

 

El General Primo de Rivera y las tropas juramentadas mantenían unánimes el compromiso de sublevarse cantando el himno de Patria y Libertad. En cuanto a ser los primeros en aquellas gárgaras, lo escuchaban por atrevido y expuesto al fracaso.

Unas muestras de geniales esperpentos en las descripciones:

 

Patriotas de pelo en pecho, contrabandistas y ternes de almadraba, matantes de burdel y de colmado, jaques de playa y cumplidos de la trena, tomaban sobre su conciencia mantener el orden dando mulé a las señoras autoridades. Apóstoles de la España con Honra, encarecían el vino en las tabernas, jurando amenazas al Trono de la Isabelona.

El Mariscal de Campo Don Rafael Izquierdo era un cuarentón teñido y arrogante: Magnífica calva, bigotes y perillonas de química buhonera. Instó el mensajero de San Telmo:

  —¿Puede contarse con la guarnición de Sevilla?

  El Segundo Cabo galleó un capote de sargento torero:

  —Juzgo indispensable la presencia de los generales Duque de la Torre y Marqués de Castell-Florit. Si esos invictos patriotas montan a caballo, a caballo y en el puesto de más peligro me encontrarán con el acero desnudo…

Encendieron habanos y se los fumaron, entre calendarios políticos, ahumando el retrato de la Augusta Soberana. Ante aquellas suculentas mantecas, el cuento del rijoso despecho tomaba pábulo: Con una absurda evidencia, se comprendía la amorosa pasión del Segundo Cabo de Sevilla. La de los Tristes Destinos fue por muchos años Ninfa de los Cuarteles.

Repicaba la campanilla del Hermano Epaminondas, Gran Oriente de la Estrella de Gades: Decorado con faja, placa y mandil, aparecía tras de la mesa, puesta sobre un cadalso de tres escalones, y vestida de rojos andularios con los símbolos de la escuadra y el compás.

Pues eso solo queda leerlo, y se puede hacer aquí: Baza de espadas – Telegraph

Autor

Colaboraciones de Carlos Andrés
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Carlos A

Y las dos anteriores…

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