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Ya es antiestético, antinatural y lamentable el estar sometidos al supuesto freno higiénico de la mascarilla en el divino castigo actual de la pandemia (toque providencial), para un mundo materializado y ensorbecido en su antropocentrismo excluyente de lo sobrenatural, absorto en su sensualidad hedonista de lo intrascendente.
Nada de todo esto es casual, y todo obedece a los avisos marianos en tantas partes del mundo ante la necesidad de la vuelta al fervor y religiosidad que la creatura debe por justicia al Creador.
Los castigos y pruebas divinas, no vienen directamente de Dios, padre amoroso, que no quiere que sus creaturas se pierdan en la infelicidad, pero sí puede avisar o incluso castigar, defendiendo sus supremos derechos ante las bravatas de la insubordinación.
Padecemos así, esas consecuencias autodestructivas de la sociedad, la economía, el bien común, la familia y la seguridad del futuro, como permisión divina, pero a través de los poderes satánicos controlados por el poder superior, que sin él, las potencias diabólicas podrían destruir la misma creación.
Así, cuando el diablo dijo a Yahvé sobre la fidelidad del santo Job: “Tócale en lo suyo a ver si no te vuelve la espalda”. Entonces dijo Yahvé a Satán: “mira, todo cuanto tiene lo dejo en tu mano, pero a él, no lo toques” (Job, 1, 12). Job lo perdió todo, incluso a sus hijos y el santo respondió: “¡Sea bendito el nombre de Yavé!” (Job, 1, 12).
Los bozales y las mascarillas han repercutido en las relaciones sociales, en las familias, en la confianza frente a los desconocidos tras esa mordaza limitadora de esa marcha normal anterior a los confinamientos del año pasado y que misteriosamente sigue sin normalizar lo que todos desearíamos vivir sin traumas ni temores.
Los alemanes, que usan generalmente dos conceptos en la misma palabra para definir la cosa a la que nombran, llaman a la mordaza como “der Mundknebel”, es decir: la niebla de la boca”. (Mund, boca; Nebel, niebla).
Así estamos: entendiéndonos mal, recociéndonos con la dificultad, costándonos hablar y temiendo contagios en la desconfianza ante los desconocidos.
Con relativa efectividad de la mascarilla, lo cierto es que padecemos las consecuencias de esa nebulosa de la boca que nos distancia y pone en ridículo al vernos esclavos de ese bozal de caballerías, en acontecimientos públicos, incluso para dar la comunión a los feligreses y que ellos, por temor, o no vienen a comulgar o lo hacen en la mano cuando antes lo hacían en la boca, mostrando el mayor respeto a las sagradas especies.
Todo huele a decadencia religiosa en la fe, en la moral de las costumbres tradicionales, en la seguridad de la economía que nos lleva al país más endeudado de Europa, en la seguridad medioambiental y en el futuro de los hijos.
Estamos en la “Gran Tribulación”, profetizada y en “El misterio de la iniquidad” (Tes. 2) de la cuesta abajo del periodo humillante del Viacrucis que conducirá al resurgimiento del milenarismo en el que la Verdad de Dios triunfará con sus Sagrados Corazones (4º. Secreto de Fátima) contra los errores, herejías, inmoralidades y ateísmos deshumanizantes.
Nada es casual, pero sufriremos por nuestras culpas chulescas.
Los avisos celestiales han sido poco dados a conocer, pero los estamos pasando, y seguirán viniendo en el Calvario que resolverá en la Resurrección de la invencible Verdad del Dios eterno.
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