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Seguimos hoy, y de la mano de nuestro colaborador Julio Merino, publicando una amplia muestra de las «columnas» que el periodista Ruíz Gallardón (padre de Alberto Ruíz Gallardón) escribía por entonces en «El Imparcial», especialmente las que escribió comentando el Proceso Constituyente antes y después del Referéndum del 6 de diciembre del 78 y la aprobación del texto definitivo de la Constitución que actualmente sigue en vigor.
José María Ruíz Gallardón era, fue, durante aquellos años de la Transición uno de los más grandes abogados (no en vano había trabajado codo con codo con el número 1 de la abogacía española de todo el siglo, don Ramón Serrano Súñer) y por eso lo fiché como asesor jurídico en cuanto me nombraron director de El Imparcial. Pero, como además «Don José María» era un escritor nato y un hombre con una trayectoria política impecable (demócrata desde sus tiempos de estudiante en la Universidad, antifranquista liberal y a la sazón asesor del Fraga reformista) también le convencí para que escribiera una columna diaria en el periódico, eso sí con una entera libertad y responsabilidad. Y les aseguro que fue uno de mis pocos éxitos como director, porque la columna diaria de «Don José María» llegó a ser la Biblia no sólo para nuestros lectores y seguidores sino para la España política que ardía en aquello del cambio.
Transcendentales fueron sus opiniones e incluso sus predicciones en los meses que duró el debate constitucional que desembocó en la Constitución de 1978. Gallardón padre (porque él era el padre del actual Alcalde de Madrid, don Alberto Ruíz Gallardón) veía, vió, las cosas tan claras desde el primer momento, y era tan independiente e «imparcial», que hasta los «padres» del proyecto constitucional lo leían con el máximo interés. Y aún más: algunas de las modificaciones que se hicieron en el texto fueron consecuencia de sus acertados comentarios.
Por eso considero un gran reconocimiento a su valía jurídica y a su privilegiada mente política el reproducir en este libro algunas de sus «columnas» de los meses de noviembre y diciembre de 1978. Será como un homenaje histórico. Porque, como el lector comprobará enseguida, muchas de sus opiniones, de sus predicciones y de sus reparos al texto que al final se aprobó se han confirmado con el paso del tiempo. Aquí están dos de sus columnas:
LA CREDIBILIDAD DE LA JUSTICIA
Una encuesta publicada recientemente pone de manifiesto el bajo índice de credibilidad en la justicia de los españoles. El tema es de inmensa gravedad. Un pueblo que no cree en su sistema judicial es un pueblo desesperanzado y a un paso de salirse del cauce propio del Estado de Derecho.
Importa, pues, determinar las causas de ese estado social de conciencia colectiva. Porque acontece que en España es la Administración de Justicia y los funcionarios que la sirven uno de los cuerpos de los que cabe afirmar el más alto índice de honorabilidad, competencia e independencia. Por supuesto, nadie es perfecto, y en un colectivo —como ahora se dice— se pueden encontrar, y sin duda se encontrarán, excepciones que confirmen la regla. Pero la regla general sigue siendo que nuestros magistrados, jueces y fiscales actúan con honor, con conocimiento y con libertad de criterio.
Pienso que esa desconfianza en la justicia hay que radicarla en otras esferas. Así, por ejemplo, en el caos legislativo que padecemos. La sobreabundancia de disposiciones legales de distinto rango hace del mundo de lo justo y de lo injusto algo lejano, complicado y brumoso para gran parte de los ciudadanos. El mal de la proliferación legislativa ha sido desde hace tiempo advertido. Pero lo cierto es que cada año se promulgan mayor número de disposiciones, muchas veces incoherentes, cuando no contradictorias. Y de eso los jueces no tienen la culpa.
Como tampoco la tienen del deterioro social, fácilmente advertible, en que ha caído la ley. Se lamentan los ciudadanos muchas veces de que sujetos criminosos puedan gozar de libertades sin cuento. Pero los jueces no hacen las leyes, sólo las aplican, y estamos asistiendo desde hace tiempo a una rebaja, valga la expresión, de las sanciones previstas en las leyes en relación con determinados hechos punibles. No es posible olvidar tampoco el efecto social degradante de la reiterada seudobenignidad, surgida sobre todo en forma de amnistías múltiples y tratamiento por los gobernantes de conductas criminales en todos los códigos del mundo como si fueran simples actitudes políticas.
Esas y no otras son, a mi juicio, las verdaderas causas del desprestigio de la justicia. Y habrá de ponerse pronto remedio porque a los primeros afectados, a los jueces, no puede relegárseles al mero plano de ejecutores de pactos y consensos en casos en los que la ley y el sentido común advierten que estamos en presencia de hechos criminales reprobables. Déseles a los jueces leyes justas, claras y equilibradas, dóteseles de los medios y del clima necesarios para que ejerciten su excelsa misión y volverán a verse rodeados del prestigio y la dignidad que su función requiere. (4-XI-1978
LOS COBISTAS
Hay una especie que abunda entre quienes escriben —es un decir— en los periódicos y que tiene, para nuestra desgracia, una larga tradición. Son los mismos que antaño, cuando era rentable, loaron al generalísimo Franco, y antes, a quien se terciaba. Legítimos herederos de aquellos afrancesados, fieles servidores del Bonaparte segundón y luego celosos defensores de la Constitución de 1812 para rendir más tarde viaje entre los aduladores de los cien mil hijos de San Luis. Han existido siempre. Son mezquinos y cobardes y tienen un solo Dios: el que manda.
Camaleones y pulpos a la vez, aprenden en seguida —cuestión de olfato— quién es el que va a llegar a la poltrona. Lo peor de nuestra raza. Descendientes directos de todos los Vellidos Dolfos que en nuestra historia han sido. Para ellos el valor personal, el decoro, la congruencia y el respeto propio son monedas falsas. No cuenta sino la sonrisa y la recompensa, a ser posible diaria, a más cuantiosa, mejor recibida. Están con el que manda, pero, eso sí, dispuestos a traicionarle. Se llenan la boca con grandes palabras, en las que no creen, y cobijan y paren infundios y calumnias. Ralea vil.
Ahora, como digo, abundan mucho, demasiado. Y son más de Suárez que Suárez, más de Abril que nadie y tan monárquicos que no hay quien los tosa. Todo mentira y todo falso. No creen en nada, ni, por supuesto, en sí mismos, ni en sus ideas (que no tienen) y sólo piensan en medrar. Trepadores e insaciables en todo momento.
¿Que quiénes son? Miren ustedes a su alrededor. Lean ustedes algunas publicaciones periódicas. En seguida les descubrirán. Bastan unas palabras o unas líneas. Sus biografías, además, cantan: han prosperado desde pequeñitos.
Por ejemplo, los que critican una frase acertada y patriótica del director de este periódico pronunciada en reciente conferencia. Allí dijo que, por encima de todo, estaba España. ¡Pues se pretende que esa frase, que ese concepto digno, compartido por todo español con honor, desde el Rey al último de nosotros, suene a disidencia o crítica de la institución monárquica!
Buenos estaríamos si así fuera. Aunque ha de saberse, de una vez por todas, que este periódico piensa como piensa el Rey, y en ello y de ello se enorgullece: por encima de todo y de todos está y estará siempre España.
(5-XI-1978)
Autor
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Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.
Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.
Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.
En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.
En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.
Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.
Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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