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Lemas hermosos y anunciadores de un período litúrgico, sociológico y por ende, familiar: “Paz y Felicidad terrenal para todo el mundo…”.
Los mejores deseos, no pueden estar más resumidos.
Pero los ángeles, anunciaron a los pastores “Paz a los hombres de buena voluntad”; no a todo el mundo, por el hecho de ser humanos.
Podemos caer en el simplismo de lo utópico a costa de lo gratuito y lo aparentemente fácil.
La paz, es la tranquilidad en el orden y como efecto de una virtud obligadamente anterior; no es en sí una virtud a conquistar, ni una causa generadora de méritos, sino un objeto como efecto de pasos y conductas morales anteriores, que propician y cosechan el estado de serena tranquilidad de nuestras conciencias y en lógica derivación hacia el entorno social, de ámbito reducido a los merecimientos invertidos en esas parcelas familiares, geográficas nacionales o regionales: la justicia.
Es un bien de obligada apetencia instintiva personal y hasta universal, el escenario en que realizamos nuestros justos propósitos.
Pero hay dos clases de paz: “Mi paz os dejo; mi paz os doy, pero no os la doy como la da el mundo”, dijo el Señor.
La paz del mundo, es mera ausencia de guerra, aunque pueda ser un pacto injusto para una de las dos partes, quedando en un contrato puramente mercantil o militar y abrigando recelos, odios y ansías de venganzas, si se tuviesen medios para ello, o dejándolo para cuando se pueda.
No es la Paz de Cristo, que se basa en el fiel cumplimiento de nuestros deberes de Justicia, primero para con nuestro Dios Creador y después, para con nosotros mismos y para con el prójimo.
La paz que en el Evangelio se nos da, es la paz de las conciencias que cosechan el mérito de la virtud y la correspondencia por nuestra parte, cumpliendo con los Mandamientos y así, evitando todo atropello a los naturales derechos del prójimo.
Y aquí viene la esencia generadora de la verdadera paz: la fraternidad en la vivencia de la espiritualidad en el amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como compañero de viaje en la trascendencia a lo eterno, reconociéndonos llamados al mismo destino de santidad y bienaventuranza celestial, meta última de nuestra peregrinación terrenal.
Mal podemos garantizar la verdadera paz, sin ese trasfondo teológico que nos integra en la misma familia de los hijos de Dios. Por tanto, una vida social, familiar, nacional y universal, carece de sentido sin el alma religiosa que lo trasciende y lo transforma todo en la atmósfera que respira esa presencia divina providente y amorosa de cada momento.
La diferencia esencial de la presente reflexión, es que la fraternidad cristiana, es virtud sobrenatural fundada en la fe.
La paz por la paz, solo es un deseo terrenal alcanzable, posible, benéfico pero como pacto temporal, horizontal, intrascendente en el tiempo, que aunque partiese de un pacto o tratado entre personas o Estados, considera a la persona humana como un sujeto jurídico, desconocido o enemigo incluso, que hace pacto de conveniencia rentable, pero lejos de verse como de la gran familia creada por Dios, padre común de todos, destinados a darle gloria en este mundo y después en el eterno.
Solo desde ese sentido sobrenatural de fraternidad en la familiaridad amorosa presidida por el único y verdadero Dios, nos veremos reconocidos como hermanos y correspondemos como tales íntimos.
¿Y la felicidad…? Solo se puede conquistar, merecer y saborear en esa atmósfera vivificante de la vida religiosa unida con Dios en nuestros hermanos.
Dejémonos de utopías baratas.
¡Felices Fiestas de la Fraternidad Cristiana y Próspero Año Nuevo en la riqueza material que brota de la riqueza espiritual…!
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