22/11/2024 11:00
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Que estas Navidades no son tan blancas como las de otros años sino más bien negras y terroríficas debería considerarse un axioma y como tal no haría falta que yo les demostrara su evidencia. Entre la pandemia provocada por una familia de virus mutantes  que no se cansan de jorobar a la humanidad  y el Gobierno socialcomunista que tenemos -formado por otro tipo de mutantes que tampoco se cansan de hacernos rabiar- estas fiestas pasarán a la historia como las más tristes que se recuerden en los últimos cinco mil años, desde los albores de la cultura sumeria.

         Pero no hablemos hoy del Gobierno: dejemos a nuestro presidente beber champán  tranquilamente con Pablo Iglesias, Otegui y Rufián, y brindar con ellos mientras elaboran en comandita una nueva Constitución y un nuevo sistema jurídico que desespañolice a los españoles y vacíe sus bolsillos de todo objeto de valor, a fin de  cumplir su sueño bolivariano de arruinar material y moralmente a la nación.

         Sí: dejémosle beber hasta embriagarse y comencemos con el tema  objeto de esta tesis, que no es otro que la demostración objetiva  de que la fealdad moral del mundo en que vivimos ha conseguido uno de sus objetivos más preciados: destruir también su belleza material, vestigio inequívoco de la omnipotencia creadora de un Dios que no pierde el tiempo  jugando a los dados sino que se complace en otorgar de vez en cuando  chispas de su genio infinito a algunos hombres de su elección para que muestren  al mundo, a través de maravillosas obras de arte, indicios  de lo que las almas pueden contemplar en el Paraíso. Ya dijo Santa Teresa que no hay mayor belleza que la de los cuerpos glorificados,  y añado  yo -a ver si me canonizan por ello- que tampoco debe de haber arte más hermoso que el que se expone con carácter permanente en las galerías de la Gloria bendita.

         Bien: ya hemos avanzado en el tema lo suficiente como para ilustrar mi tesis con algunos ejemplos que atañen nada más y nada menos que al Vaticano, allí donde dijo el Papa Pablo VI, durante la celebración del Concilio Vaticano II, que el humo de las cocinas del infierno se había colado por alguna rendija. Y en realidad no se había introducido por ninguna chimenea infernal, no. Satanás, invitado de honor al susodicho Concilio, había enseñado su particular repostería a muchos Cardenales durante su estancia personal en las dependencias del complejo pontificio, y el humo maloliente que el Papa detectaba procedía de las propias cocinas vaticanas; no lo traían sus chimeneas desde los “infiernillos” situados  a cientos de kilómetros bajo la corteza terrestre. Y es que el horno del infierno no estaba para bollos: estaba solo para personas y no daba abasto.

         Así que una de las primeras ideas en materia estética surgidas de este nuevo e irreconocible Vaticano fue el Aula Pablo VI, o “Sala Nervi: un moderno auditorio cuya forma exterior se parece demasiado a la cabeza de una serpiente como para ser fruto de la casualidad, y cuyo diseño interior corrobora que fue ésta precisamente la idea de su diseñador y de quien dio la aprobación necesaria para la construcción  de este engendro cultural, que parece más bien la sala de audiencias del diablo, pues mirando al Papa desde el fondo del recinto hasta el estrado en que se sienta se ve, sin hacer esfuerzo mental alguno, la viva imagen de la cabeza de un ofidio, con sus  escamas, sus ojos sibilinos y expectantes, su lengua bífida y sus temibles colmillos, como si estuviera a punto de devorarlo o –peor aún- como si el Santo Padre acabara de salir de su interior para dar un mensaje a la cristiandad. ¿Y qué decir de ese engendro escultórico de bronce que corona su espacio escénico, que parece representar a otra serpiente escapando de la cabeza de un Cristo enredado en un maremágnum de cuernos y alas retorcidas de seres demoníacos?…

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         Pues bien, ese feísmo que la iglesia católica está promocionando en  el mundo desde hace más de cincuenta años no es otra cosa que un síntoma de su propia degeneración. Ya lo dijo el filósofo judío alemán Alfons Rosemberg -especialista en simbolismo del arte- en su obra Prácticas del satanismo desde la Edad Media hasta el presente, y con una claridad expositiva que yo no sabría mejorar y que no voy a reproducir sino a resumir: esas formas monstruosas, incongruentes, fantasmagóricas  y repulsivas que impregnan este tipo de manifestaciones artísticas de hoy tienen por objeto inducir a un  estado de ánimo semejante a quienes las contemplan, sirviendo a los intereses de Satanás y contribuyendo a sus propósitos, incluso aunque sus autores lo ignoren por completo.

         Y esto me da pie para entrar de lleno en la actualidad y referirme a ese tétrico  “belencito” instalado en el Vaticano,  que no parece conmemorar  el nacimiento del niño Jesús, Hijo de Dios y de la Virgen María, sino el de otro chiquirriquitín que no vino al mundo  entre las pajas de un humilde pesebre sino en un tétrico laboratorio como el que dio vida al monstruo creado por el Dr. Frankenstein y que fue bautizado con su mismo nombre, aunque no en la tradicional pila bautismal sino mediante varias pilas voltaicas conectadas entre sí hasta obtener  la tensión adecuada para que se produjera el milagro. Pero en aquel famoso experimento relatado por Mary Shelley  el pequeñín no era tal sino que medía casi dos metros y medio, y no era cosa de adorarle llevándole oro, incienso y mirra, sino de limitarse a darle un biberón tamaño familiar a distancia, con un brazo robótico, porque ninguna mujer en su sano juicio se atrevía a darle el pecho. Así que no podemos saber –o al menos yo lo desconozco- cuál es el nacimiento que la Santa Sede ha decidido representar en sus dominios, sobre todo porque en el momento en que escribo estas líneas aún no se ha descubierto al público la figura del recién nacido (cosas de la tradición napolitana) y puede ser que cuando sea despojado de su envoltura resulte tener el aspecto de un alien cabezón de los llamados “grises”, venido al mundo para abducirnos desde su misteriosa nave mientras dormimos y someternos a experimentos genéticos destinados supuestamente a  mejorar la raza humana.

         Desde luego el entorno no puede ser más terrorífico, pues la escena del nacimiento se desarrolla en lo que  por la noche  parece un sótano iluminado únicamente por la luz relampagueante de un rayo artificial provocado por un generador de Marx.

        -¿Un generador de Marx?

         Sí: han leído bien. Pero se trata de un aparato eléctrico que nada tiene que ver con el marxismo, aunque la idea nos viene como anillo al dedo, porque algo hay de esta ideología detrás del fenómeno del feísmo, que no es otra cosa que la sacralización de la fealdad, característica fundamental de todas las cosas y de todos los seres que se encuentran bajo la jurisdicción de Satanás.

         Y en ese espacio tan lúgubre el niño o “ente” recién nacido aparece rodeado de figuras de aspecto tétrico que en nada recuerdan a las tiernas figuras de un Nacimiento tradicional, y que desde luego no incitan a la piedad sino a salir corriendo, no sea que cobren vida en mitad de la noche. Veamos: ¿qué pinta allí un astronauta portando en sus manos, como ofrenda, un objeto redondo que parece un satélite artificial con agujeros para el ensamblamiento de antenas? ¿Y esa especie de soldado galáctico   con cuernos –acaso orejas puntiagudas- que hace guardia con su escudo y su lanza futurista? Algún otro personaje más que creo distinguir entre las sombras  me parece un sarcófago egipcio con un cadáver en su interior, quizás testigo necesario desde ultratumba del nacimiento que se ha producido y convidado de piedra a su ceremonia.

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         ¿No será –y que me disculpen  si me equivoco- que lo que se está celebrando es el nacimiento de Saturno?…Se sabe muy poco de él, por lo que no tiene nada de extraño que esos detalles se hayan dejado suplir por la imaginación libre de los artistas implicados en esta  obra colectiva (entendiendo aquí por “artistas” no a los que crean  arte sino a los que convencen a otros de que sus obras merecen esa consideración y se lucran gracias a esa habilidad). Así que si se trata del nacimiento del pequeño  Saturnín lo que la Santa Sede está celebrando, aunque esté totalmente fuera de lugar en estas fechas, que deberían estar dedicadas al Niño Jesús en exclusiva, yo por mi parte -y fuera de mi crítica inmisericorde al feísmo- nada tengo que objetar a esta nueva conmemoración, porque un nuevo niño nacido en este mundo supone siempre una alegría  aunque este niño nazca deforme, incompleto o discapacitado. Y tenemos siempre que celebrar con cohetes (y acaso con astronautas) el estallido de esta nueva flor que se abre en el jardín de la vida, en vez de celebrar –como están haciendo ahora mismo  Sánchez, Iglesias, Otegui, Rufián y compañía- el estallido de la muerte en los laboratorios del aborto y de la eutanasia.

         Y como no podía ser menos, pero sí más, mando a todos mis lectores un abrazo y el deseo de que no decaiga nunca, nunca, nunca, su sonrisa, a pesar de todas las penalidades que sufran en la vida. Y también les felicito las fiestas con una copa en la mano, una sonrisa en la boca y un papel en mi mesa que tiene escrito lo siguiente:

Con mi copa de champán

os deseo a todos bien

y una alegría sin fin

que no tenga parangón,

pues aunque el virus aún

no lo ha extinguido ningún

ungüento o poción

que exista en el botiquín

del mayor gran almacén,

el Gobierno tiene un plan

y sus ministros están

trabajando a todo tren          

a golpe de boletín

para salvar la nación

de hacer crac y cataplún

con el sentido común

que aporta el Doctor Simón,

que es sin duda el paladín

de esta lucha, pues es quien,

a modo de capitán,

manipula con afán

el mango de la sartén

contra este virus tan ruin.

Hombre de tal condición…

¿habrá otro por algún

lugar como él?… Según

mi muy modesta opinión

si lo cogen en Pekín

lo cocinan al gratén

por granuja y charlatán.

Autor

REDACCIÓN