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Vivimos tiempos convulsos en los que la falsa memoria histórica se ha impuesto, a golpe de ley, de manera absolutista e incontestable. Cualquiera que se manifieste disidente respecto a la cultura triunfante corre el grave riesgo de ser perseguido, represaliado, condenado y encarcelado. Es la triste paradoja de la intolerancia de los autoproclamados defensores de la pluralidad y la tolerancia. Como historiador, como cristiano, español y sujeto pensante, me declaro abiertamente contrario a esa ética de pensamiento único instaurada de manera sectaria, tendenciosa, partidista y secuaz. Me niego a que me impongan, en nombre de eufemismos y artificios dialécticos, la dictadura ideológica que se ha institucionalizado. Desde mi condición de librepensador no puedo aceptar el blanco y negro para describir la colorista verdad, hoy profanada y menoscabada. No, queridos lectores, no aceptaré reverenciar esta imposición sin manifestarme crítico y objetivo ante los hechos probados y demostrados.
La distorsión de la realidad es concientemente deliberada, surge con la decidida vocación de manipular creencias y sentimientos con el espurio fin de uniformar la opinión pública y, en consecuencia, las actitudes derivadas del sectarismo partidista imperativo. La objetividad pierde la partida en favor de la subjetividad, la mentira sepulta a la verdad y la realidad, desfigurada y pervertida, arrinconando a la propia verdad. Solamente desde el conocimiento, desde el estudio detenido de la verdad, ahora mutilada, se puede configurar una verdadera opinión, un criterio personal ajeno al lodazal de la ignorancia exaltada. ¿Cómo se va a tener memoria de aquello que no se conoce? ¿Es posible salir de la moral de rebaño y servidumbre sin disfrutar de la libertad de criterio? Los dogmas tantas veces menospreciados por los promotores de la posverdad, sin escrúpulos ni disimulo, instauran un dogmatismo recalcitrante e impúdico. La “nueva verdad” es proclamada como la “nueva religión” del “hombre moderno” que, carente de formación, abraza entusiasta esta “nueva libertad” de los “nuevos tiempos”, de la época de lo “políticamente correcto”, verdadero eufemismo si atendemos a las cuestiones últimas de sus instigadores y promotores.
La cultura de la censura se abre paso de manera impenitente y contumaz, declarando a golpe de leyes, sentencias y decretos la libertad, el progreso y la justicia, tan tergiversados como viciados. Qué curioso recato y delicadeza demuestran los acólitos de esta corriente ideológica al no condenar las dictaduras castrista, chavista, o sandinista y, por el contario, con qué arrojo y coraje se permiten señalar como fascista, anti democrático y absolutista a cualquier otro régimen que les venga en gana, incluido el “feroz capitalismo imperialista”. ¿Qué piensan de la represión practicada de manera sistemática por la era estalinista? ¿Cómo califican la miseria que padece el pueblo cubano a consecuencia de la dictadura del Partido Comunista? ¿Han escuchado ustedes alguna condena hacia la revolución bolivariana triunfante en Venezuela? ¿Qué piensan del régimen genocida de Pol Pot, dictador comunista y líder de los Jemeres Rojos? ¿Han manifestado alguna reprobación respecto al martirio de miles de religiosos e incendio de iglesias durante la Guerra Civil española? Podría seguir enumerando decenas de preguntas sobre el particular, no les quepa la menor duda y las contestaciones serían más que evidentes.
Se cumple el LXXXV aniversario del inicio del Alzamiento Nacional, al que ellos no dudan en bautizar como sublevación militar o, de manera más políticamente correcta, como golpe de estado contra la Segunda República Española. Me da absolutamente igual como quieran denominarlo, me es ajeno su afán revanchista sediento de venganza, la verdad de los hechos no puede ser falsificada, por mucho que se empecinen y arremetan con saña y violencia. La verdad no puede ser encubierta, es la que es.
Llegados a este punto y hechas mis personales aclaraciones, debo decir que la Guerra Civil la ganó España, la ganaron todos los españoles, que también sufrieron y padecieron las barbaridades de un enfrentamiento civil fratricida. Nunca defenderé las atrocidades de uno y otro bando, jamás justificaré el odio injustificado –si es que alguna vez se puede justificar-, no osaré elogiar la crueldad y la matanza indiscriminada, menos aún, trataré de edulcorar y prostituir la evidencia de lo ocurrido. Pero, por cuestión de deformación profesional, me pregunto de manera reiterada y permanente ¿Qué habría sido de nuestra Patria –con mayúscula- si el resultado de la contienda hubiera sido otro? ¿En qué tipo de país o nación viviríamos?
No soy adivino, pero a la luz de lo vivido en el este de Europa, de lo allí establecido como modelo de “democracia popular”, a la sazón según el discurso marxista la instauración de la “Dictadura del proletariado” –léanlo bien, dictadura-, y la política del gulag, me temo que nuestro destino habría sido el mismo que el padecido por las infelices gentes de aquellos distinguidos pueblos. ¿Disfrutaríamos hoy día de un sistema democrático? ¿Se habrían consolidado las clases medias que permitieron en España el desarrollismo económico? ¿Habríamos llegado a convertirnos en la octava potencia económica a nivel mundial? Polonia, Hungría, Rumania, Bulgaria, la Republica Democrática Alemana, la República de Checoslovaquia, Yugoslavia o Albania nos pueden dar la contestación a esta incertidumbre. ¿Acaso los letones, estonios, lituanos, ucranianos y demás pueblos sometidos por la era soviética, amada y ensalzada por el bando republicano, podrían ilustrarnos al respecto? Claro que sí.
No queridos lectores, el final del la guerra supuso el fin de los sueños revolucionarios instigados, financiados y promovidos desde Moscú. Ya se había intentado en otras naciones occidentales europeas, pero fracasaron afortunadamente para ellas. Un país devastado por la guerra, con ciudades calcinadas por los efectos de la contienda, con campos arrasados y quemados, sin depósitos bancarios para comenzar su reconstrucción –no les tendré que recordar aquello del oro de Moscú-, aislados internacionalmente, consiguió con el durísimo esfuerzo de todos, con enormes sacrificios, muchas penalidades y necesidades, se convirtió en una nación unida, fuerte y desarrollada. Nada que ver con los “paraísos comunistas” de la Europa oriental.
Hoy, décadas después, podemos afirmar que la guerra la ganó España y, sin lugar a dudas, los españoles. ¿Qué legado económico y social se recibió durante la pacífica Transición? Paz, orden, estabilidad económica y un nivel de vida jamás conocido para el conjunto de la población. Por favor, con objetividad, miren la herencia de los hermanos Castro, la Ceaucescu en Rumania, la Hoxha en Albania, o quizás, la de Jaruzelski en Polonia, Tito en Yugoslavia o Honecker en la extinta RDA. Absolutamente nada que ver. Si a pesar de estos ejemplos tienen dudas, podemos irnos a otros continentes donde triunfó la “liberación” de los pueblos oprimidos. Objetividad y verdadero espíritu crítico les solicito. La mentira con apariencia de verdad no puede ser más importante que la propia verdad.
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Historiador, profesor y periodista. Doctor en Filosofía y Letras. Director de Comunicación Agencia Internacional Rusa
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