06/05/2024 20:44
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En mi anterior artículo, dejaba claro que el ciudadano con derecho de voto, libre y responsable, desde el ejercicio democrático ciudadano que se le otorga, en última instancia es el causante del desaguisado en el que nos encontramos. Es lo que tiene la soberanía popular. Tenemos lo que hemos querido elegir, padecemos lo que hemos decidido y, en consecuencia, tenemos, por mérito propio lo que nos merecemos. Además, con el agravamiento del conocimiento de causa de las circunstancias que concurren y los méritos de los protagonistas aclamados y proclamados. Quien se haya llevado una sorpresa es o porque es un alma cándida e inocente, o quizá por ser profano en la materia, también por ser un no iniciado en tales lides electorales o, sencilla y llanamente, porque es un necio a jornada completa y fiestas de guardar, es decir, los trescientos sesenta y cinco días del año. La inmensa mayoría del pueblo español tenía sobradas pruebas en contra y a favor de los respectivos candidatos y cabezas de cartel –algunos auténticos cabestros por cierto-.

Ahora atribulados, preocupados, extasiados, fingimos no entender lo que está pasando en nuestra querida y maltratada Patria –con mayúscula-. Nos manifestamos muy afectados y dolidos, engañados y traicionados, sin embargo cuando depositamos nuestro voto en la urna, de manera inexcusable, adquirimos ante los españoles, ante España y ante la historia una responsabilidad que ahora no podemos eludir, ni renunciar a ella. Somos la causa primera de construir este desastre nacional, si es que queda algo de nación de la que hablar o sobre la que discutir. Si consideramos una felonía el comportamiento ruin y mezquino del lindo don Pedro –el señor de la Moncloa-, es debido a los millones de votos que ha cosechado en las urnas. Si criticamos al tibio y melifluo orensano, virrey de Galicia, el tímido y apocado Alberto, es a consecuencia de la pírrica victoria conseguida en los pasados comicios. Y así podría seguir con el resto de formaciones políticas representadas en el hemiciclo, convertido hace tiempo en una sucursal del Circo Price.

Conclusión, parece que los culpables eluden sus responsabilidades en todo este turbio y desagradable asunto. Parece como si padeciéramos en síndrome de Peter Pan, es decir, no queremos aceptar las obligaciones propias de un adulto y desarrollar un rol como ciudadano –prefiero decir compatriota- cuya obligación reside en escoger unos buenos representantes para configurar un buen gobierno.

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Pero un mal cuento, mal contado a unos inmaduros oyentes o ingenuos lectores, algunos por ilusos y candorosos, se puede convertir en una autentica pesadilla. El cuento al que me refiero es el de nuestra Magna Carta, nuestra Constitución del 78.

Sí apreciados y estimados lectores, aquí se encuentra el quid de la cuestión, el meollo del asunto, el origen primigenio del mal que nos acongoja, apesadumbra y entristece. Nunca me escucharán, menos aún leerán cantar elogios, enaltecimientos, encomios o loas a nuestro “sagrado” texto constitucional. Nunca haré fingida apología, ni escribiré ningún panegírico sobre la misma. Quizá sí justificara la necesidad histórica de construir un corpus de leyes acordes con la concreta coyuntura en la que se hallaba nuestra Patria –con mayúscula- tras la muerte del Caudillo. Estaba meridianamente claro que las ocho Leyes Fundamentales del Reino no tendrían recorrido con los artistas del travestismo político, del escapismo y del transfuguismo que poblaban los escaños de las entonces Cortes Españolas (1943-1977).

De los traidores y chaqueteros, de los arribistas y oportunistas, de los miserables y desgraciados, me dedicaré con efusión en sucesivos artículos. La lisa es muy larga.

De manera y modo que, pese al alborozo, regocijo, júbilo y contento de tanto constitucionalista que florece como las setas cuando lleve, este cuento del Estado social y democrático de derecho es una cantinela pretenciosa, sin conseguir la moraleja inspirada en tan rutilante y estelar principio. Hoy España se ha convertido en una nación descosida y deshilachada por mor del proclamado Estado regional o de las autonomías, amén de otras lindezas redactadas y aclamadas a bombo y platillo. Y esto lo sabían los enemigos de España cuando se redactó y se aprobó, lo adivinaban quienes aspiraban a llegar más lejos en la destrucción de nuestra Patria –con mayúscula-. El camino no terminaba con las concesiones a las mal llamadas comunidades históricas, convertidas en regiones de primera frente a sus hermanas recién paridas, cenicientas de este relato.

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Este modelo constitucional de diseño y look fashion, orgullo de tránsfugas, traidores, desertores, miserables y cobardes, se contó como el cuento de Lewis Carroll “Alicia en el país de las maravillas”. Y el pueblo se lo tragó, no fue capaz de ver la que se nos venía encima y lo aprobó –eso sí, de forma mayoritaria, salvo en Vascongadas- por nuestro imberbes y lampiños españolitos de frágil memoria. Todavía recuerdo los acordes y la letra de la canción del grupo Jarcha que decía: “Libertad, libertad, sin ira libertad, guarda tu miedo y tu ira donde hay libertad (…)”.

¿Libertad de quién? ¿Para quién? Nuestra Constitución, motivo de orgullo de muchos sin saber por qué, es la puerta que se abrió a la aventura del desgobierno, el desastre y la destrucción de España como nación. ¿Qué coño es eso de un estado plurinacional? Eufemismos de hermosa lírica literaria pero de muy peligrosas consecuencias políticas. Hoy somos menos España que lo que nunca fuimos, somos menos grandes y más divididos que durante los reinos taifas y, por si fuera poco, secuestrados por las apetencias de la Armada anti española y la voracidad despótica de nuestro ínclito presidente de gobierno. ¿Dónde está la división de poderes del estado? Seguiremos comentando acerca del origen del mal crónico que descompone a nuestra querida España. Se lo prometo.

José María Nieto Vigil.

Historiador, profesor y periodista.

Doctor en Filosofía y Letras.

Director de Comunicación Agencia Internacional Rusa

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Geppetto

Lo que sucede en España es sin lugar a dudas, el resultado de la ignorancia que domina al individuo en particular y a la sociedad en general.
No se puede dar el voto a quien no tiene ni idea de que va la cosa, con ello solo se consigue aupar al poder a lo peor de la sociedad, que son los que mejor saben engatusar y mentir

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