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El recientemente conocido como «bulo del culo» supuso un jarro de agua fría para unos cuantos ministros y entidades subvencionadas con dinero público. El relato era perfecto: una decena de encapuchados atacando a un pobre chico gay en un portal, grabándole a punta de navaja en la piel la palabra «maricón» y huyendo tras la intervención de una valiente mujer anónima. Poco importó que, durante la investigación policial, las posteriores declaraciones del joven reconocieran sus filias sadomasoquistas en lugar de confirmar la agresión homófoba; lo importante, a juzgar por las declaraciones de ministros, tertulianos y demás voceros mediáticos, era alertar sobre la situación de peligro inminente que pendía sobre unas orientaciones sexuales extremadamente minoritarias del mismo modo que hasta hace bien poco sucedía respecto a todas las mujeres (un discurso que volverán a repetirnos cuando se aproxime el 8 de marzo). Esos mismos voceros, en cambio, han restado importancia o desviado la atención a la hora de reconocer la existencia de un problema con las «bandas étnicas» formadas sobre todo por jóvenes de origen magrebí o sudamericano; ni las víctimas brutalmente golpeadas, alguna incluso asesinada, han servido para algo más que una nueva excusa con la que lanzar acusaciones de «racismo» y «xenofobia» a quien osa señalar una auténtica amenaza para toda la sociedad española.

Entraba el Gobierno sanchista en un momento delicado, comenzando el curso con un relato hecho añicos nada más entrar en contacto con la realidad y con la incertidumbre de una crisis sanitaria cuya salida no parece tener fin, sumando además el agravante de los conflictos internos entre socialistas y podemitas. Ahora, al menos moralmente, les queda el consuelo de ver cumplido cómo las pesadillas de las que tanto hablan no son del todo fantasías; y de los Antonio Recio en potencia (mojigatos, explotadores e insolidarios) como votantes de Vox hemos pasado a la reencarnación de Derek Winyard, el skinhead interpretado por Edward Norton en American History X, desfilando con sed de sangre por el centro de Madrid. Unos sujetos manifestándose por el barrio de Chueca al grito de «¡Fuera maricones de nuestros barrios!», gritando consignas nacionalsocialistas (Ernst Rohm, allá donde esté, se estará descojonando), bajo una convocatoria contras las agendas 2030 y 2050… Los globalistas no perderán el sueño con semejantes opositores, el antagonista ideal para lanzar el mensaje de qué tipo de personas rechazan la Agenda 2030 y la Estrategia España 2050; exactamente lo mismo que ocurre cuando se denuncian los claroscuros de la gestión sanitaria del último año y medio y aparecen individuos hablando sobre plandemias, bozales, experimentos genéticos y la malignidad de la red 5G. Con semejantes enemigos, el globalismo puede estar muy tranquilo sobre la estabilidad de su orden político, económico y social; y podría darlo por garantizado per saecula saeculorum de no ser porque, como toda obra humana, está sujeto a imperfecciones y a los avatares de la existencia. Ni siquiera cabría hablar sobre disidencia controlada o cloacas del Estado en beneficio del Gobierno progre, como se ha insinuado desde la derecha sociológica con Santiago Abascal a la cabeza, porque desgraciadamente existen personas que gustosamente cumplen en público con los estereotipos que el Sistema les atribuye sin cobrar un céntimo por ello; es más, organizado desde el Estado jamás habría sido tan perfecta la puesta en escena conforme al imaginario progre.

Es de todos conocido que por intereses políticos se ha dado más difusión de lo habitual a una convocatoria que habría pasado sin pena ni gloria de convocarse en otro lugar de Madrid y cuyos asistentes estaban desde el primer momento más que identificados por los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, aunque sólo sea por las horas de jornada laboral que algunos funcionarios dedican a husmear en las redes sociales. Y al contrario de los discursos alarmistas pronunciados por las ministras de Unidas Podemos, dicha convocatoria careció y carece de peligro para la seguridad ciudadana y la estabilidad institucional; no hay más que ver a la juventud madrileña saliendo de copas esa misma noche por Malasaña, muchos de los cuales seguramente no se habrán enterado de lo ocurrido hasta la resaca de la mañana posterior. En cambio, durante el mismo fin de semana hemos visto a familias con niños pequeños correteando en medio de actos de homenaje a un terrorista de ETA, una organización terrorista que ya no comete atentados (argumento estrella del progre medio) pero que ha provocado, además de muchos asesinatos, el éxodo de miles de vascos opositores al secesionismo y cada vez está más cerca de ver cumplidos los objetivos que motivaron su lucha armada, porque si algo abunda en las instituciones son expertos en recoger y negociar con nueces; y contra esa naturalidad con la que las familias asisten a ese tipo de convocatorias, como si se tratase de una merienda en familia o de un evento deportivo, no hay discursos institucionales ni bibliografía sobre las víctimas del terrorismo que valga, y mucho menos condena por parte de una Irene Montero que de buena gana llevaría a sus retoños a disfrutar de tan significativa jornada en compañía de sus aliados políticos. Como fruta podrida colgando de la rama, la España del Régimen de 1978 aguarda a que alguien se digne en aplicarle una eutanasia que pide a gritos; por fortuna, la España histórica y metafísica está mucho más allá del pudridero en que habitamos.

Autor

Gabriel Gabriel
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