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Nunca como ahora, en efecto, han estado en boga las lecturas poco estimulantes para los intelectuales en lo que fue su forma más amena: la biografía. Jamás se ha encubierto tan reiteradamente el mérito de los místicos, de los afortunados investigadores o de los ilustres mandatarios como en nuestros días; y sin embargo, el padrón de intelectuales y de místicos importantes, incluso en la vida militar, es notoriamente breve si se compara con las inmensas tiradas que alcanzan los relatos plagiados de «glorias de varones ejemplares» de cuyos nombres no hace falta acordarse.

La experiencia personal de uno es, también, en este punto muy desconsoladora. Si uno se atreve a generalizar el resultado de semejante experiencia, sin sentirse tentado a atribuirlo humildemente a limitaciones personales, por otra parte, notorias, es porque se apoya en algunas autorizadas y bien recibidas opiniones. Pascal, por no citar a otros sujetos también de mucha cuenta, ha hecho notar que lo más imitado de las vidas de estos grandes hombres, es precisamente aquello que no debería imitarse.

La vanidad, que acecha infatigablemente al lector desprevenido y al escritor «Fraude» le tienta siempre , no sólo a disculpar sus vicios poniéndolos en parangón con ,los del que se le ofrece de modelo, sino a estimarlos como vicios o flaquezas de hombres superiores y fuera de lo común, cuando son totalmente mediocres política e intelectualmente, cuando no ladrones de intelecto ajeno mal aplicado.; con lo que, juzgándose ya suficientemente altos, se sienten liberados de toda obligación de imitar las virtudes, o de acometer los trabajos, que mejor pudieran contribuir a darle fama y buen nombre.

Pero, en cambio, parece definitivamente comprobada la eficacia maligna de las lecturas inconvenientes, en la misma medida, cuando menos, que aquellas otras que suelen resultar áridas e infecundas.

Hay, sin embargo, un camino para sortear estos riesgos en la milicia, que es a quienes va dirigido este artículo, para observar el proceso de éste fenómeno, con una experiencia de excepcional calidad, que le permite a uno prescindir de las ideas puramente personales a las que siempre es fastidioso recurrir y que suele resultar incómodo ofrecer a los demás.

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La vida de Ernesto Psichari, que llega a la Iglesia Católica por vía militar, sirve bien al propósito vagamente pedagógico de estas reflexiones.

Este niño, cuyos primeros años corren a la sombra de su abuelo, el viejo Renan, está en 1898 iniciando sus estudios en el pensionado Casaubon. Con sus quince añitos, Ernesto es furiosamente deifrusista , e intolerablemente pedante; y le duele ya que su País esté tan lejos de los sueños de Michelet, «una Francia grande para todas las ideas bellas y generosas, árbitro del mundo». Entonces es, también, un considerable anticlerical, que se lamenta de la estrechez de ideas de que padece Francia por culpa del catolicismo, y que se afana por averiguar en qué ocasión y en qué lugar dictó Gambeta esa grave sentencia que en todas las traducciones, y en todos los abundantes plagios, conservó su sintaxis original: «El clericalismo, he ahí el enemigo»

Cuatro años después, y son diecinueve los suyos, escribe a Madame Favre, la madre de Juana Maritain, de la que estaba precozmente enamorado, unas cartas literalmente cursis: «conozco ya, dice en una de ellas, la vida sentimental bajo todas sus formas, tanto la forma tranquila y ardiente como la forma novelesca y arrebatada».

Lo que ya no son ridículas, sino muy respetables y muy juiciosas, son la atención que presta a la voz interior que le llama al ejercicio de una profesión enteramente ajena a cuanto le rodea, y la alegre e irrevocable decisión con que la abraza.

Bajo su uniforme de soldado, se le vuelve pronto demasiado estrecho el recinto del cuartel. Camino de Africa, Ernesto Psichari, oficial de Artillería, apenas lleva en su breve equipaje de campaña media docena de libros: los Pensamientos, de Pascal; los Sermones, de Bousset; los Reglamentos de servicio imprescindibles, y la Servidumbre y grandeza de las Armas, de Alfredo de Vigny, oficial del Ejercito, imbuido de un antimilitarismo teratológico..

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Por fortuna Pischari es uno de los casos en los que se acreditan de exactos los reproches que en cuanto a la ineficacia de los modos literarios de persuasión, pone el autor de Servidumbre en boca del Capitán Renaud, como si le presentara una evidente badomía o tontería: «Vea usted que las cultiva, le dice a Vigny, la inutilidad de las bellas artes: ¿para qué sirven ustedes? ¿qué cambian? ¿quiénes les comprenden? Casi siempre hacen ustedes prosperar la causa contraria por la que pleitean…, todo se vuelve malo en las enseñanzas. Sólo sirven ustedes para relevar vicios, que, orgullosos de que ustedes los pinten, acaban por mirarse en el cuadro y encontrarse bellos». Exacta descripción de los políticos españoles actuales.

Bajo el cielo de África el alma de este soldado se alarma con inquietudes políticas. Desde un puesto de policía mauritano, en 1911, escribe el «Centurión» a Henri Massis: «El crimen de la República es haber desorganizado la enseñanza y el Ejército, las dos fuerzas de una nación… No hay régimen más intolerante que la República, tal vez porque no hay ninguno más inestable…». El ejemplo de lo que se hizo en la II República española, espejo sobre la que se miran las corrientes de izquierda de nuestra nación..

Un atardecer de agosto de 1914, en un campo de las Ardenas, murió Ernesto Pischari, en gracia de Dios, seguramente, y defendiendo a su Patria, sobre una de las piezas de batería que mandaba. Entonces sabía ya por qué moría y también por lo que había vivido.

Extractado y modificado al caso . «El espiritu militar español», Jorge Vigon

Autor

REDACCIÓN