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Todo el entramado pseudo-ideológico de la jurisprudencia feminista radical española arranca y está basado en el art. 1.1 de la zapatera Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, BOE núm. 313 del miércoles 29 diciembre 2004. Iniciándose el texto en la página 42166.

        El citado art.1.1 expone: “La presente Ley tiene por objeto actuar contra la violencia que, como manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres, se ejerce sobre éstas por parte de quienes sean o hayan sido sus cónyuges o de quienes estén o hayan estado ligados a ellas por relaciones similares de afectividad, aun sin convivencia”.

        Dicho art. 1.1, al describir la violencia que afecta a las mujeres como consecuencia directa de una relación de poder de los hombres hacia ellas, adjudica a todo varón la etiqueta de maltratador genético, al asociar su agresividad a su sexo, entiéndase sexo masculino heterosexual. 

        Otra pincelada que deja caer este art. 1.1 es dar por sentado una situación de desigualdad entre hombres y mujeres, cuando cualquier mujer puede reclamar su derecho constitucional a la igualdad sin distinción de sexo.

        Un tercer aspecto es la discriminación que obviamos siquiera comentar porque carece de sentido alguno plantearla.

        Sin duda, el matiz más nocivo e inconstitucional del art.1.1 es su referencia a que el hombre es un maltratador genético que ejerce violencia sobre cualquier mujer, la primera que se le cruce, sin que pueda sustraerse a ello, porque es su misma naturaleza violenta la que lo domina y le impulsa. Esta hipótesis, convertida en dogma oficial del  Poder Ejecutivo, cuyos presidentes femilistos vienen pasando sus días con un tacón de aguja sobre su pie, advirtiéndole a todas horas ese objeto matriarcal que puede traspasarle de lado a lado si osa cambiar el rumbo que orienta al país hacia el feminismo más sectario de Europa, acabó con la presunción de inocencia de todo varón que pasaría a ser agresor por razón exclusiva de su sexo y además sería tachado de violador en potencia. Tanto es así que, en algunos comercios de pueblos y ciudades, en la puerta de entrada de muchos establecimientos, a día de hoy cuelga un cartel con el lema “Aquí no se admiten violadores”, como si ese local fuera un Centro de Menores.

        Suponemos que toda la redacción de la LIVG 1/2004, basamento doctrinal de un fanatismo rojimorado, cuerpo normativo del feminismo más antisocial e ilegal que uno pueda imaginar, el español de España, proviene de un calentón en alguno de los varios bufetes de abogadas feministas de Madrid, letradas iletradas, no obstante generosamente y puntualmente subvencionadas desde tiempos de Felipe González, las que cocinaron el texto final e inconstitucional de la citada ley y que sirvieron al presidente Zapatero en la mesa de su despacho.

        Esta LIVG 1/2004, parida por una jauría de leguleyas expertas en el odio al varón, asalariadas de un partido político que lleva en su ADN el feminismo –Carmen Clavo dixit–, ha producido una rotura del tejido social español y ha dado lugar a dos subclases sociales: Una superior compuesta por mujeres, victimas, criaturas de sexo indeterminado que siempre dicen la verdad; otra inferior, la de los hombres, culpables, cuya palabra es ninguneada en los Juzgados para Mujeres o de Género. “Las mujeres nunca mienten”dixit otra vez Carmen Calvo–, cuando mi primera abogada ya me advirtió, hace muchos años, que “donde más se miente es en un juzgado”.

       Si un hombre sólo fuese eso, hombre, el asunto no tendría ni tanta carga de ilegalidad para la Justicia ni tanta toxicidad para la familia. El problema radica en que un hombre, a la vez que hombre, es padre; en que un hombre, al mismo tiempo que es hombre, tiene a un padre y a una madre, que son el abuelo y la abuela de su hijo; en que un hombre tiene también hermanos, cuñados, amigos, conocidos, vecinos… y toda esta esfera, la que acompaña a cualquier hombre, salta por los aires cuando es señalado como maltratador, perdiendo ipso facto su presunción de inocencia.

       Para ser maltratador sólo basta ser acusado, esto es, señalado por ella. Y un maltratador, como todo el mundo sabe, no puede ver durante años a sus hijos, como tampoco los abuelos de esos menores pueden relacionarse con ellos durante todos esos años. A los hijos, a los abuelos, los otros maltratados, debiéramos respetarles sus derechos.

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       En España, el Poder Ejecutivo, poder de poderes que reúne a los tres Poderes del Estado, está haciendo de la Infancia y de la Vejez dos ámbitos a los que por hábito feminista ningunea sus derechos constitucionales y de paso los suscritos en todos los Convenios Internacionales que igualmente subrayan el derecho de un hijo a tener padre y el derecho de unos abuelos a tener nietos.

        Esto de dañar a la Infancia y a la Vejez, con políticas feministas antisociales y clientelares, es propio de gente inadecuada a las tareas de la política que requiere personas honradas, justas, sanas.

        No es sitio España para ejercer de hombre, porque un hombre es padre, ni para ser hijo o abuelo/a. Tampoco para ejercer de mujer, porque una mujer tiene un padre que es hombre, hijos y hermanos que también son varones.

        ¿Cabe mayor disparate que el feminismo español, el causante, el responsable de tanta niñez destrozada, irrecuperable, enfermante…de tanta ancianidad en angustia y por ello medicada?

 

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REDACCIÓN