21/11/2024 19:13
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Era una mañana de septiembre, lluviosa a pesar del “cambio climático”. Contra todo pronóstico y por razones inexplicables –que los “informativos” habían preferido ignorar tras alarmar a la población durante meses porque ¡no llovía en verano!–, jarreaba en otoño otro año más. Aunque en realidad todavía no estábamos en otoño; faltaban todavía un par de semanas para el 21 de septiembre. ¡Vaya por Dios! La emergencia climática se confirmaba…

Estrella –Star para para las amigas– había recorrido todos los ritos de paso del perfecto ciudadano: fumadora de hierba, vegana y empoderada hasta nivel Napoleón, se había manifestado en la calle bajo una vagina gigante y había tocado el tambor con sus correligionarias por el aborto, por la legalización de la venta de drogas en supermercados y contra el consumo de carne. Seguidora de Greta, Al Gore y Obama, y forofa acérrima de la “pacha mama”, tras “estudiar” periodismo se había casado con un joven “migrante” llamado Alí Mohamed –Moja para los amigos–.

Aún recordaba el día en que se habían conocido en una comisaría de Fuenlabrada: ella, disfrazada de gallina para reivindicar la lucha contra la violencia de género de los gallos violadores, estaba detenida por alteración del orden público y atentado contra la autoridad por picotear a un agente. Él, esposado tras ocurrírsele cruzar la plaza del Ayuntamiento –según su declaración, “iba a visitar a un primo”– con un mandil y un cuchillo ensangrentados tras ejercer de matarife en la fiesta del cordero.

Por una maravillosa coincidencia, Moja no sólo resultó ser sensible y comprometido, sino también ecologista y emprendedor. De hecho, prosperó mucho merced al cultivo y comercio sostenible de unas hermosas plantas para uso terapéutico.

Llovía a cántaros y no parecía que fuera a aclarar. La previsión meteorológica indicaba “agua todo el día”. Sin embargo, los telediarios mostraban imágenes de cauces secos, suelos agrietados y pantanos semivacíos mientras el narrador insistía en subrayar que los embalses estaban en mínimos históricos –como nunca desde los tiempos de Maricastaña–, presagiando nuevas y próximas calamidades.

A juego con el cielo gris que cubría el horizonte, una sombra de preocupación nublaba el rostro de Estrella mientras atravesaba el parque buscando un lugar a cubierto y tranquilo donde tomar su almuerzo ecológico. Después de algún tiempo, se había percatado de que su matrimonio con Alí no era muy “igualitario”. En su momento no le había importado demasiado cambiar su antiguo nombre por el de Fátima y estaba convencida de que el velo que ahora portaba servía para reafirmar ante sí misma –y, sobre todo, ante los demás– su compromiso multicultural; pero había tardado en percatarse de que la libertad que el “nicah urfi”[1] otorgaba a su marido restringía la suya en la misma proporción. Recientemente, había descubierto que su esposo podía abandonarla y que en tal caso ella no podría reclamar el divorcio.

Finalmente, pudo hallar resguardo de la lluvia en la amplia marquesina de un bonito quiosco decimonónico que permanecía cerrado desde hacía años, sito frente a la laguna artificial donde solían nadar los patos y reunirse los niños para lanzarles migas de pan. Apartó brevemente los oscuros pensamientos que le rondaban la cabeza, se retiró el velo y se aprestó a devorar su almuerzo.

¿Y si se había equivocado al casarse con Moja? –se preguntó.

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Fátima abrió su tartera. Los gusanos suri se agitaban pesadamente en el envase, estirando y comprimiendo como un acordeón sus cuerpos blancos y regordetes. Por primera vez, dudó de que fueran tan apetitosos como decía la propaganda. Estaba asqueada.

 

[1] Matrimonio tradicional sin un contrato oficial. No regido por la Sharia o ley islámica.

Autor

REDACCIÓN