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La prestación del servicio militar constituye el eslabón más importante entre sociedad y ejército. Sea cual sea la fórmula que las leyes determinen, a través de su paso por el servicio en filas se afirma la conexión entre ambos representa la aportación esencial de los ciudadanos a la defensa de la patria sea el sistema que se emplee. Esta valoración no evita que sea a la vez uno de los puntos de mayor conflicto. Viene de antiguo el rechazo de las poblaciones, principalmente campesinas, a nutrir de combatientes a los ejércitos de nobles y reyes. Por encima de todos estos problemas, sin duda reales y que hasta no hace mucho se encontraban en plena efervescencia social y política, conviene recordar dos datos importantes según el General Laguna.

«En primer lugar, que estas discusiones, al sistema de servicio en filas, son especialmente agudas en naciones que no tienen sensación de amenaza, porque en aquellas que luchan por su supervivencia (guerras de liberación, etc.) no se plantea siquiera la duda de que deben luchar todos los que están en condiciones de hacerlo. Cuando se cita el caso de Ghandi se olvida que aquella lucha pacífica fue eficaz en India, país inmenso de 400 millones de habitantes donde había unos pocos de miles de ingleses, pero que no tendría sentido en el Sáhara, Palestina, Bosnia o Chiapas.

En segundo lugar, el servicio militar ha colaborado a que la sociedad y en especial los jóvenes cobren conciencia de que pertenecen a una nación y que tienen la obligación de defenderla en caso necesario. Esto por sí mismo plantea la grave cuestión del significado de la solidaridad o, si se quiere, del problema de la responsabilidad personal hacia la comunidad en la que uno vive. En la medida que evoluciona la sociedad y mejoran los medios de educación, este espíritu puede y debe recibirse también en otras instituciones, pero sigue siendo un valor importante que debe asegurarse y las fuerzas armadas un instrumento idóneo para fomentarlo. También hay que contabilizar que en ocasiones los Estados programan que a través del servicio militar muchos jóvenes reciban enseñanza básica, formación social y profesional, sanitaria, etc. En este sentido es conveniente tener una visión global del problema, no limitándolo a lo que sucede en los países más desarrollados donde se tienen otros medios al alcance.»

Estas palabras fueron escritas en plena discusión sobre el sistema de reclutamiento que hubieran de tener los Ejércitos actuales en la Comisión de Defensa de las Cámaras que, poco después, acabaría suspendiendo la recluta universal.

Aquellos excelentes soldados, españoles de a pie, animados de un espíritu nacional que, hacia estremecerse a la patria entera, realizaron empresas difícilmente superables en esos dos conflictos tan poco conocidos por los españoles como los de Sidi-Ifni y el Sahara español; y unidades hubo que, privadas de sus jefes, suplieron en apretadas ocasiones su ausencia como si a falta de la inteligencia depositada en la jerarquía militar hubiese desarrollado en ellos un saludable y honrado instinto que, en muchos casos, fue más allá del de supervivencia, realizando acciones heroicas.

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Pese a este desconocimiento del esencial espíritu de la Milicia inculcado a estos españoles que cumplían con sobrado patriotismo su deber, se debe decir que el espíritu militar, entendido como he dicho en anteriores artículos, no es privativo de la milicia, ni tampoco de ningún grupo social o político; este último muy peligroso en los tiempos que corren en los que determinados partidos se arrogan la simpatía y defensa de unos profesionales a los que, precisamente por ser imparciales y tener capacidad de juicio, característica de toda profesión, se les hace un flaco favor relacionándolos con determinadas ideologías o tendencias a la vista del conjunto de todos los españoles: «Lo militar, escribió Pemartin, no es sino lo humano colectivo elevado de tono, tendido como un resorte puesto en tensión por la elevación de potencial que supone el cercano contacto con esa exaltación de toda la vida que es la muerte.»

Estas palabras, cuya exactitud se debe, en gran parte, a haber sido escritas con la emoción suscitada por una guerra en la que se ventilaba la subsistencia del ser español, justificarían el anhelo de que lo humano colectivo adquiriese esa tensión permanente en la que se subliman los mejores valores al alcance del hombre. Un pueblo, animado del espíritu militar del que aquí hablo, lejos de ser un peligro para la paz, es un factor de perfeccionamiento espiritual. Del mismo modo que no hay inmoralidad que en el Ejército no afecte al servicio, tampoco hay irregularidad de ninguna especie, en el ámbito nacional que, en un orden o en otro, no dañe la convivencia social.

Al hacer la critica del capitalismo, un socialista alemán, ni comunista ni nazi, escribía con acierto: «El Ejército ocupa dentro del sistema el lugar de una policía de protección. Los armamentos en nada se distinguen de las precauciones que se adoptan contra los ladrones. El adversario no es considerado, en realidad, más que como un ladrón al que no se reconoce ni honor ni derecho y, naturalmente, en modo alguno el derecho de armarse. Al mismo tiempo, el honor militar ha desaparecido: un verdadero soldado no puede considerar que hay honor en defender un tesoro contra los ladrones.» (Werner Sombart, «Socialisme allemand»)

Un pueblo, o un régimen como el actual, con tan menguada idea de su Ejército está abocado a las más graves calamidades. Por eso, Werner Sombart, con un excelente sentido de las realidades, acreditado por el posterior acaecer, se mostraba partidario de un orden nuevo, jerarquizado de modo tal que los valores militares esenciales prevalecieran sobre los económicos.

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El verdadero espíritu militar de un pueblo que no esté afligido por ninguna apetencia material se trasluce en el respeto, el afecto y la consideración a aquella parte de él que constituye el estado militar. Es un complejo de sentimientos en el que, desde luego, no tiene cabida la compasión que parecen postular algunos para esta «atrasada y bárbara organización…, en la que el hombre de guerra, aislado del ciudadano, es desdichado y feroz». (Vigny, «Servidumbre»).

Este aislamiento, que las más de las veces, si no todas, lo ha determinado un recelo, sin justificación, que los ejércitos han sabido percibir en torno suyo, no parece que haya engendrado, sin embargo, irremediables desdichas ni desarrollado de modo especial la ferocidad. Pero es seguro que los Ejércitos preferirían siempre una convivencia confiada, a esta recelosa caridad que la absoluta incomprensión de las izquierdas ofrece actualmente; porque el soldado, el hombre que forma en un Ejército, necesita cualquier cosa menos «que se le consuele del rigor de su condición».

No pide condolencias ni lástimas; pero el Ejército no suele estimar tampoco que la afición y la solidaridad con él, de los otros, se empleen en remedar sus gestos ni en tratar de sustituirlo con especiosos pretextos. El espíritu militar de un pueblo, que es garantía de su existencia, no se revela en que sus ciudadanos anden acompasada y marcialmente ni en la afición a organizar milicias ciudadanas. La formula de un deseable espíritu militar es ser un buen soldado a su hora y proceder como buen soldado a todas.

Por esa razón han de tomarse las diferencias entre el Ejército y la ciudadanía como base para analizar el grado de tensión existente en una etapa concreta.

«En la medida en que lleven a una separación sólo formal indican que la integración es positiva, aunque sea necesario superar algunas cuestiones puntuales. Si por el contrario el rechazo es de fondo, han de estudiarse los problemas y modificar los planteamientos para evitar el riesgo que supone para el desarrollo de un pueblo el carecer de defensa o el verse coaccionado por sus propias estructuras de seguridad.» (General Laguna, 1995)

Autor

REDACCIÓN