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Sería ésta la tercera, pues ya hubo dos anteriores caídas, es a saber, el Imperio Romano de Occidente que cayó a consecuencia de la invasión de los bárbaros del norte, lo cual sirvió de hito para determinar el final de la Edad Antigua y el comienzo del Medioevo; y el Imperio de Oriente, que cayó con Constantinopla, conquistada por los turcos, lo cual sirvió para considerar el final de la Edad Media y el comienzo de la Edad Moderna, la cual a su vez acabaría con motivo de la Revolución Francesa para abrir la Edad Contemporánea, que no sé si se habrá acabado ya para haber dado paso a la siguiente, eso lo determinarán los que están todavía por venir al mundo.

¿Por qué caen los imperios? Pues por los motivos contrarios a los de su levantamiento. Un pueblo austero, laborioso, disciplinado, dispuesto a todo por su patria, y tal, consigue levantar un imperio. Pero al cabo de los años, ese mismo pueblo, o, por mejor decir, sus descendientes, se relajan, se dan a la buena vida, se desarraigan, les importa muy poco la patria, y entonces el imperio se cae con todo el equipo. Esto por lo menos es lo que nos enseña la Historia.

En el bajo imperio romano, las mujeres se apartaban cada vez más de la misión que les asigna la naturaleza, es a saber, se desentendían del hogar, se estaba destruyendo la institución familiar, las segundas, terceras, y hasta cuartas nupcias, estaban a la orden del día, los hijos, cada vez menos numerosos, a veces no sabían quién era el padre. Las mujeres pretendían salir del hogar y de sus cometidos tradicionales para competir con los hombres en todo, no sólo ya en los oficios al elemento masculino hasta entonces reservados, sino incluso en los juegos atléticos. Los hombres, por el contrario, cada vez se afeminaban más y se despreocupaban de todo. Unos y otras se hundían en el vicio, entre la sociedad romana de entonces se extendió el relativismo, el hedonismo, el buen vivir, la afición a los placeres, el abandono del espíritu de servicio, y el auge de los derechos y el menoscabo de los deberes. Y es que sin mujer no hay hogar, sin hogar no hay familia, y sin familia no hay sociedad.

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¿Y qué pasó? Pues que otros pueblos más esforzados y dispuestos se dieron cuenta de aquella situación de debilidad y los invadieron y los sometieron. Acabaron con el Imperio, como no podía haber sido de otra forma.

Aquella situación de hace dieciséis siglos, ¿no nos recuerda a ésta de ahora? Desde los gobiernos se procura por todos los medios sacar a la mujer del hogar y equipararla al hombre en todo, so capa de una liberación femenina y una igualdad de derechos y oportunidades. Y así, el gobierno ha dado en la inconveniente idea, entre otras, de establecer cupos en varios sectores de la sociedad, tantos puestos reservados al elemento femenino, no importa si hay hombres con mayores merecimientos. Discriminación positiva lo llaman, como si toda discriminación no fuese tan positiva para unos como negativa para otros. Hasta en el ejército las tenemos, donde nunca se atrevieron a meterse, con todos los problemas que esto trae consigo, y si es que los trae, que tampoco aquí me quiero mostrar conocedor del tema. No se conceden ayudas a la natalidad, sino todo lo contrario, pues las ayudas son para lo que eufemísticamente llaman interrupción voluntaria del embarazo; como si se pretendiera que no nazcan niños autóctonos. Cuanto mayor sea la responsabilidad profesional de la mujer en general, menos hijos dará al mundo, eso es de cajón. Se fomentan el divorcio y los arrejuntamientos, y se presenta el asesinato de niños nonatos como un derecho intocable. A los niños que se les permite nacer se les educa en la impiedad y el pasotismo. Se ensalza el vicio y se escarnece la virtud. Hoy no tenemos más que derechos por todas partes, demasiados derechos y muy pocos deberes o ninguno, como si todo derecho no tuviera que estar sustentado en un deber corresponsal. ¿El individuo antes que la especie? Justo lo contrario de lo que nos enseña la naturaleza.

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Y a todo esto, lo más terrible, se facilita la inmigración, como si lo que se pretendiera conseguir fuese la sustitución de la población europea por otras venidas de tierras extrañas, de otras razas y otras mentalidades y otras religiones y otras costumbres, muchas de las cuales chocan frontalmente con las nuestras.

¿Adónde nos ha de llevar todo esto? Pues a la tercera caída del imperio, no ya del romano ni del bizantino, ni siquiera del Sacro Imperio mucho más moderno. Va a caer el Imperio Europeo, o la Unión Europea según su denominación oficial, y va a caer porque así lo tienen decidido los mismos europeos. O, mejor dicho, no la gran mayoría de buenos europeos, sino los del mandil. He leído no sé dónde que el sesenta por ciento de los diputados del Parlamento Europeo son venerables hermanos. ¿No es un dato revelador? Y ya se sabe que para ésos no hay fronteras, ni naciones, ni razas, tan sólo la gran fraternidad universal, no hay religiones, tan sólo un indeterminado Gran Arquitecto del Universo, no hay para ellos civilización occidental en suma. Según ellos el mundo debe estar bajo su dirección, un gobierno universal por ellos dirigido, el pensamiento único, el nuevo orden mundial.

Pasará lo que tiene que pasar. En Londres, sólo por poner un ejemplo, ya hay más asiáticos y africanos que ingleses. Si nos dejamos invadir, tengamos por seguro que nos invadirán. Nos pasará, a menos que pongamos remedio a tiempo, lo que acaba por pasar siempre en estos casos. Níhil novo sub sole, como dijo el otro.

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REDACCIÓN