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La otra cara del terror es la mentira: eutanasia y propaganda

El proceso de selección era siempre el mismo. El primer filtro era el propio Hefelmann, quien recibía en su oficina todos los informes enviados por los médicos y enfermeras. A continuación, y tras hacer una primera criba, enviaba los documentos a sus subordinados: Catel, Heinze y Wentzler. Sobre ellos recaía la responsabilidad de elegir quién vivía o moría. El sistema de selección era dantesco. Cada uno de los médicos recibía un dossier en el que se explicaban las dolencias del pequeño y, sin haber siquiera hablado con ellos, elegían si era enviado o no a la muerte. Cuando habían tomado su decisión, debían rellenar un campo del documento ubicado a la derecha que contaba con tres columnas. En la primera de ellas tenían que dibujar una cruz (+) si enviaban al pequeño a la muerte, y un signo de menos (-) si posponían el asesinato en espera de ver la evolución del caso. Después, hacían llegar ese documento a sus colegas para que dieran su opinión.

A continuación, el mismo documento y el cuestionario eran pasados a otro de los médicos que, por lo tanto, ya conocía la opinión del primero y pocas veces le contrariaba. Más difícil, si no imposible, sería que el tercero no pensara lo mismo que sus otros dos colegas. Por ello, no resulta nada extraño que la unanimidad requerida para tratar a un niño fuera algo extraordinariamente corriente. En principio los médicos encargados de la criba debían identificarse, pero con el paso de los meses, terminaron firmando con pseudónimos para evitar el duro peso de la conciencia. Así comenzaba el camino hacia la muerte. Una vez que se decidía qué niños debían pasar por este crudo «tratamiento», los médicos notificaban a las familias mediante una carta que su pequeño sería internado en un centro especial en el que intentarían hallar una cura para su dolencia. Lo habitual era que los padres aceptaran, pero, si se negaban, las autoridades podían arrebatarles la custodia de su hijo. Aunque antes solían persuadirles con el argumento de que eran unos privilegiados por estar recibiendo la ayuda del Estado.

Tras este trámite, los pequeños eran enviados hacia las llamadas «Kinderfachabteilugen», unas unidades de medicina fundadas por el Comité en los centros psiquiátricos más reconocidos de Alemania. En ellas permanecían encerrados un tiempo para que, a primera vista, las familias creyeran que estaban recibiendo algún tipo de tratamiento. Su destino final, no obstante, era la muerte. Una de estas unidades se situaba en Kalmenhof, donde la mortalidad infantil aumentó a partir de esta fecha de forma considerable, aunque el motivo del fallecimiento oficial fuera «causas naturales». En las «Kinderfachabteilugen» también eran encerrados aquellos niños cuyo tratamiento había sido «pospuesto». ¿Para qué? Simplemente, para observar su evolución a lo largo del tiempo y tomar, a la postre, una decisión definitiva sobre su destino. Al final, su suerte era similar a la de los otros pequeños. Probablemente no todos sufrieran discapacidades permanentes, sino simplemente problemas de aprendizaje o pequeñas minusvalías. Sus vidas serían truncadas por tres individuos que ni tan siquiera los habían explorado personalmente.

Ya en las salas de pediatría creadas por el Comité, los médicos alemanes examinaban de forma pormenorizada a los niños. Pero no para encontrar una cura para sus dolencias, sino para decidir la causa más probable de su fallecimiento. Realizados los chequeos, llegaba la hora de acabar con los «pacientes». La forma más habitual de asesinar a los pequeños era mediante barbitúricos. Para ello se les administraba una «sobredosis de luminal (cuyo principio activo es el fenobarbital, un anticonvulsivante y antiepiléptico) bebido o inyectado. Con todo, en ocasiones también se recurría a las inyecciones de morfina. Aunque, en este caso, solo cuando el niño se había acostumbrado al primer medicamento, pues era muy habitual a la hora de paliar los síntomas de la epilepsia. Este sistema era el más expeditivo aunque no era aplaudido por numerosos doctores. De hecho, algunos de ellos como Hermann Pfannmüller abogaban por dejar a los niños morir lentamente de hambre para no gastar ni una sola moneda del presupuesto del Estado y evitar las críticas de los organismos internacionales. Así lo dejó por escrito en 1939: «Estas criaturas naturalmente representan, para mí como nacional-socialista, tan sólo una carga para la salud del cuerpo de nuestro Volk [pueblo]. No matamos con veneno o inyecciones, porque proporcionaría material inflamable a la prensa extranjera y a ciertos “caballeros de Suiza” [la Cruz Roja]. No, nuestro método es mucho más simple y más natural, como pueden ver».

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Imbuidos de este espíritu muchos otros médicos idearon otras formas de matar a los pequeños sin medicamentos. Así, algunos prefirieron dejarlos morir de frío. Un método que consideraban idóneo debido a que, si alguna entidad internacional les investigaba, podían alegar que las muertes se habían sucedido por culpa de un terrible accidente. Tras las muertes, el Comité hacía llegar una misiva a la familia del niño explicándole la causa de su fallecimiento. A los padres se les enviaba una carta estándar, utilizada por todas las instituciones, donde se les informaba de que su pequeño había muerto de neumonía, meningitis o cualquier otra enfermedad infecciosa y que, debido al riesgo de contagio, el cuerpo había tenido que ser incinerado. Se calcula que fueron unos 5.000 los niños asesinados durante esta primera fase del programa nazi de eutanasia. Actualmente, pero con medíos menos cruentos, más sofisticados, se ha impuesto la misma mentalidad eugenésica y eutanásica la sociedad con la diferencia del motivo. Ya no es en nombre de la pureza racial sino bajo las espurias excusas del «derecho a decidir» del aborto o la «calidad de vida».

El enfrentamiento de mayor entidad entre la Iglesia y el gobierno alemán se produjo en 1941, cuando el partido nazi y la Gestapo aprovecharon los desórdenes causados por los bombardeos de julio para llevar a cabo dos medidas planeadas desde hacía tiempo: la confiscación de las propiedades de las órdenes religiosas, con la expulsión de los religiosos y la eutanasia de los enfermos mentales. Los ataques de la aviación británica a Munster proporcionaban la excusa para presentar las expropiaciones de los conventos como una necesidad para alojar a la población sin techo tras los bombardeos.

La propaganda hitleriana presentaba a los enfermos mentales como «fuerzas improductivas», «superfluas», que «comían sin producir». En 1939, el Departamento de Política de la Raza del NSDAP publicó un cartel publicitario que mostraba a un lisiado, incapaz de moverse, tras él, un enfermero de pie. El mensaje publicitario quedaba subrayado por la frase: «60.000 marcos del Reich (Reichmark) cuesta este enfermo hereditario a la comunidad del pueblo, es también tu dinero». Así se sugería que los discapacitados y enfermos incurables no sólo no formaban parte del pueblo de la Alemania pura, racialmente superior, sino que además suponían una carga insoportable para la sociedad, su muerte significaría un alivio para los miembros sanos del pueblo ario.

La propaganda nazi a favor de la eutanasia daría un paso más en 1941 cuando, con el objetivo expreso de romper la resistencia de la población, y en particular la católica, el ministro de propaganda, Josef Goebbels, encargó a la Central de Eutanasia de Berlín que rodara un filme, dirigido por Wolfgang Liebeneiner. El argumento se centraba en la esposa de un famoso profesor de medicina, que enferma de esclerosis múltiple suplica a su marido que la «libere de sus dolores». Caso similar al ocurrido en España con la película Mar adentro (2004), de Alejandro Amenabar, que busca adoctrinar en las bondades de la eutanasia. El filme hace gala de un sectarismo tan descarado como efectivo a nivel propagandístico. Por otro lado, desde la Transición, el canal privilegiado de adoctrinamiento lo han constituido tanto el cine español como las series televisivas. Entretenimientos aparentemente inofensivos pero que llevan moldeando la conciencia de los españoles durante más de cuarenta años. El fin es inocular sin tregua los postulados, políticos, morales, culturales e históricos del progresismo o marxismo cultural en la población hasta haber conseguido el cambio completo de mentalidad en dos generaciones. Toda una obra maestra de ingeniería social en la estela del socialismo bien sea internacionalista o nacionalista.

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La segunda parte de la película nazi muestra el juicio al que es sometido el médico, en el curso del cual los miembros del jurado van cambiando de opinión hasta que se culmina con un alegato del acusado: «Yo acuso ahora, me alzo contra un artículo legal que impide que los médicos y jueces sirvan al pueblo. Yo redimí a mi mujer, enferma e incurable, de sus dolencias». En una subtrama, un amigo de la familia que al principio había condenado el suicidio asistido del médico, cambia de opinión tras comprobar «la carga» que supone para las familias atender a los hijos enfermos mentales. Goebbels resumía así el efecto que esperaba: «Ayudar a facilitar psicológicamente la liquidación de esas personas no dignas de vivir».

A partir del otoño de 1939, la muerte de personas «no dignas de vivir», según el nacional-socialismo, se justificó con los descubrimientos científicos, antropológicos, genéticos y eugenésicos de los especialistas en la «higiene de la raza». El 1 de septiembre de ese mismo año, Hitler daba la orden de asesinar a los discapacitados y enfermos incurables. Que fechara la orden, bajo la denominación cifrada, plan T4, el 1 de septiembre, comienzo de la invasión de Polonia y por tanto de la Segunda Guerra Mundial, tenía un valor simbólico: ese día comenzaba también la guerra interna contra las personas que se consideraban «nocivas» en Alemania. Con el apoyo de los médicos, enfermeras y funcionarios se llevó a cabo un auténtico genocidio de deficientes mentales y otros enfermos «indeseables».

A finales de 1939 se comenzó a enviar cuestionarios para el «registro planificado» de los pacientes: tipo de enfermedad, duración de la estancia en el hospital y capacidad laboral. Según los formularios, una comisión de tres peritos, de un total de 30, supervisados por el ministro de Sanidad, Leonard Conti, decidía sobre la vida o la muerte del paciente. Los «candidatos a la muerte», eran trasladados a los centros de eutanasia de Grafeneck, Brandenburgo, Hartheim, Pirna, Bernburg y Hadamar. Hasta agosto de 1941 fueron asesinadas en dichos centros alrededor de 70.000 personas. Además de inyecciones letales, también se emplearon -al igual que en los campos de concentración- cámaras de gas camufladas como duchas. Se estaba ensayando así, justo antes de comenzar la guerra contra la Unión Soviética, el método que los nazis emplearían para el asesinato sistemático de miles de personas.

Bibliografía

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REDACCIÓN